A. MUTIS
- Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte -
Juvenil y vigoroso, se mueve por el cuarto del hotel. Dice que es mejor hablar allí para evitar la interrupción de los intelectuales. Sonríe. Se cambia una camiseta amarilla por una camisa de marinero que compró en Saint Maló —tiene un velero bordado cerca del corazón— y, dentro de ella, Mutis se siente como en su casa. Dice a su hijo Santiago que no le deje olvidar La Nieve del Almirante que le va a regalar a María Luisa Bemberg. Se pone cómodo y habla: “Bueno muchachos”, con una voz rotunda, áspera y serena, como el primer trueno de una tempestad.
Dolor y alegría
El momento más doloroso ha sido para mí, hasta ahora, la muerte de mi hermano, Leopoldo, que fue durante toda la vida como un cómplice secreto de mi vida y de lo que yo escribía.
El hecho más espléndido, para mí, son los años de mi niñez que viví en Bélgica y, paralelamente, durante las vacaciones, los años que viví en una finca de mi madre y de mi abuelo que se llamaba Coello, en el Tolima. Una finca de café y caña. Los días que pasé en Coello sencillamente fueron para mí los días del paraíso.
A mí no me tienen que mostrar dónde queda y cómo es el paraíso, porque yo ya lo conozco. La finca está en la carretera entre Ibagué y Armenia, a doce kilómetros de Ibagué. Por eso fuimos con Santiago, cuando murió mi hermano, a echar sus cenizas en el río Coello y espero que se haga lo mismo con las mías, para regresar, aunque sea en forma simbólica, al sitio donde he sido más feliz.
Por eso muchas veces me dicen que soy tolimense y yo nunca lo rectifico, porque en el fondo tengo tal amor por esa tierra que pienso que eso, que es un error de tipo biográfico, es una verdad profunda.
Maqroll
Cuando comencé a publicar los primeros poemas que yo creí que eran publicables (que por cierto eran poemas en prosa, como uno que se llama La corriente), yo sentí que escribía una poesía de un escepticismo, de una desesperanza, tan grande que no iba con mi edad, con la edad de un muchacho de dieciocho o diecinueve años que liquida de repente toda esperanza y todo sentido frente a lo que hacen los hombres durante su paso por la tierra.
Entonces pensé que la voz de otro que sí tuviera experiencia y, atrás, un dolor ya sufrido y un conocimiento del mundo ya probado, le daría verdad a esa poesía. Y así nació Maqroll.
Ahora, lo que pasa —y siempre lo aclaro— , es que la vida ya alcanzó a Maqroll y ya he pasado yo por pruebas, viajes, andanzas que me permiten hablar así. Pero yo sigo teniendo un gran cariño al gaviero y, además, él es ya hoy un personaje con su propia vida, con su propio pasado, con sus propios intereses, con sus propias relaciones con sus amigos: hechos que voy narrando y que le van dando cada vez más peso y más verdad. Ya Maqroll es un ser vivo que me hace la vida a veces imposible.
Yo muchas páginas las estoy escribiendo con la presión del personaje muy evidente y muy sentida sobre mí. Algunas veces, por ejemplo, se me ocurre decir: “Bueno, ahora voy a escribir un viaje de Maqroll a tal parte” y me doy cuenta de que él va para otro lugar, con otro fin y a buscar otras cosas ya por su cuenta. Entonces tengo que parar mucho la oreja , antes de escribir, porque él está ahí.
Un solo libro
Cuando yo escribí La nieve del almirante lo hice simple y sencillamente para darme una idea de si —a partir de un poema en prosa del mismo nombre—, lo que yo vi como el fragmento de una novela, en verdad podía ser una novela. Cuando terminé, dije: ‘Bueno, sí es una novela; lo voy a publicar y con esto termina el experimento’.
Eso creía yo. Pero inmediatamente empezó la presión de los personajes y empezaron a reclamar espacio y a pedir cancha, para decirlo en una forma un poco familiar. Creo que todas las novelas son en realidad un solo libro. Y sí, en verdad, yo he pensado que se pueden publicar las novelas como un solo volumen.
Lo inexplicable
Me doy cuenta cada vez más de que lo inexplicable, lo inefable, el lado oscuro en el destino de los hombres, me interesa profundamente y creo que existe, creo que hay una parte nuestra y en nuestro destino que es indescifrable.
Cuando me preguntan si creo en Dios, siempre contesto una cosa que parece una paradoja y que es lo que me sale contestar: lo que me sucede es que no entiendo cómo se puede no creer en Dios. Para mí el gran misterio que hay es ser ateo: el tipo que de veras puede vivir un minuto en la vida pensando que es el dueño y el autor de todo lo que le rodea, y que atrás y encima de él y antes de él no hay nada. Eso es una conclusión tan absurda que si yo llegara un día a esa conclusión me pegaría un tiro.
Entonces sí hay un interés muy grande en precisar y denunciar la presencia de ese otro lado nuestro que no tiene nombre. Podría decirse que, en buena parte, mis personajes vienen de ese otro lado, sobre todo los personajes femeninos. Mis personajes femeninos vienen de una zona que yo mismo no conozco. En Flor Estévez, por ejemplo, evidentemente hay un trasfondo de misterio.
El regreso de los muertos
La muerte de mis personajes es algo que me han cobrado mucho con un personaje que yo quiero mucho, y al que las lectoras le tienen gran cariño, que es Ilona. La verdad es que a mí se me murió Ilona de repente, yo no tenía proyecto de matarla.
Abdul, por ejemplo, a pesar de que murió, vuelve a salir y se prolonga. Como mis libros no tienen una secuencia cronológica, yo puedo volver a Abdul y, en efecto, enAdbul Bashur soñador de navíos está Ilona de nuevo.
Yo aquí escribiendo
A mí nunca me ha dado por escribir novela. Para mí, cada novela es la continuación de un poema y el ambiente que yo siento, la tensión interior que yo siento cuando estoy escribiendo una novela es la que siento cuando estoy escribiendo un poema.
Tal vez por eso, lo reconozco con franqueza, las novelas tengan ciertos puntos flacos —como novelas, como estructura novelística—, pero eso a mí ni me interesa, no me importa. Lo que me interesa es que esa condición de poesía y esa esencia poética siga corriendo por esas páginas como corre por mis libros de poesía.
En Europa, eso los tiene muy intrigados. Como los franceses, gracias a Descartes, y al carácter racionalista, no resisten una situación así, es muy curioso conversar con ellos porque lo que me dicen es que eso no es posible: o se es poeta o se es novelista. Y entonces yo siempre contesto: ‘Ni soy poeta ni soy novelista’.
Yo no me siento en la máquina y digo yo poeta voy a escribir. Es más, yo he evitado siempre, me parece profundamente abusivo y además de muy mal gusto, decir el “yo poeta” que aparecía tanto en la poesía romántica, la de los simbolistas y los modernistas.
¿Yo poeta? Uno no puede darse un título que le corresponde a alguien como el Dante o Baudelaire o a alguien como Keats o como Ezra Pound. Me parece una confianza un poquito abusiva.
Yo no me atrevo y no puedo decir “yo novelista”, mucho menos. Para mí novelista es Tolstoy o Dickens.
Diría: “Yo aquí escribiendo, yo aquí luchando a brazo partido con las palabras”.
Cada vez me cuesta más trabajo escribir, mucha dificultad. Pero ahí voy, cumpliendo con un destino. Escribo todos los días.
El destino
Es una vocación evidente que no la ves al comienzo. Al comienzo la ves como el gusto por las letras y, desde luego, en mi caso, la condición de lector devorante, insaciable, te ha llevado a escribir y de repente te das cuenta de que has tomado una responsabilidad, y de que ésa es tu vida.
La responsabilidad es contigo. Con ese otro que esta allá adentro queriendo decir una serie de cosas, sintiendo que el decirlas es su destino, y yo, que he vivido en realidad dos vidas completamente distintas, lo sé muy bien, he puesto a prueba esa vocación.
Yo jamás he vivido de mis libros, jamás he vivido de la pluma, jamás he colaborado en un periódico en forma continua, para vivir. No es que me parezca mal, y no lo digo por ustedes que están sentados ahí, pero una de las cosas que admiro más en García Márquez, fuera de las muchas que admiro en la persona y en el escritor, es que jamás ha hecho ni ha vivido de otra cosa que de su escritura.
Esa es una condición muy bella, casi parecida a la del santo. Yo no, yo fui más cobarde y, para poder vivir más cómodamente y tratar de que mi familia viviera con cierta facilidad, acepté desde muy joven puestos que nunca tuvieron que ver nada con la literatura.
Un camino de salvación
La literatura sería un camino de salvación. Yo insisto mucho en lo que llamo “el poder de salvación de la poesía”. Hay una bella página de Jorge Zalamea sobre eso.
Otra cosa sobre la que insisto muchísimo es que la poesía o es visionaria o no es poesía, es otra cosa, es prosa, es un mensaje político, es un panfleto, no me importa cómo se pueda llamar. Pero la poesía tiene en su esencia la condición de visionaria, eso quiere decir que es una visión que trasciende el marco de la realidad que nos están dando nuestros sentidos, es el otro lado también de las cosas, del mundo y de los hechos, ese lado que se ha quedado sin descifrar. La poesía intenta descifrarlo. En los grandes poetas, como el Dante, como Antonio Machado, lo descifra.
Al vuelo
La poesía la he escrito en todos los instantes que me dejaba libre el trabajo. Libros enteros como Los emisarios, como Caravansarí, como el Homenaje y siete nocturnos, los he escrito en aeropuertos.
El avión es el método más lento de viajar que ha logrado inventar el hombre. La cantidad de tiempo que se pierde en demoras y, después, a cantidad de tiempo que se pierde volando en esa especie de nada que es el tiempo dentro de un avión, a mí me ha servido para escribir.
La desesperanza
Yo creo que hay que tener gran atención a lo que dicen y narran los vencidos, entre otras cosas porque no hay vencedores. No existen los vencedores, todos terminamos vencidos.
El diálogo de Belem do Pará: “Procura que tu propia muerte la hayas esculpido y la hayas modelado tú mismo y no los demás. En eso no dejes que los demás se metan”. No es fácil, puede venir el azar y destruirte, destruir ese sueño y esa posibilidad. Si es así, mala suerte; hay cosas en las que tú no puedes intervenir. Pero procura, es lo que digo yo, procura que lo sea. Si no fue posible, pues en fin.
La política
A mí me interesa la política cuando ya han pasado trescientos años por lo menos. Ahora empieza a interesarme la batalla de Lepanto, por ejemplo.
Y jamás he firmado un manifiesto. Jamás. Jamás he votado. Jamás he emitido una opinión política, porque sencillamente ni entiendo, ni me he ocupado de eso, ni hablo de lo que no sé... Ahora, del golpe de estado de Napoleón sí podemos hablar varias horas, si quieren.
La isla desierta
Yo leo muy poca literatura latinoamericana ya, muy poca.
Yo llevaría, desde luego, a la isla desierta, las memorias de Saint Simón porque, claro, son veintitantos tomos y son divertidísimas, y mientras tanto espero que ya me hayan rescatado.
La obra de Valery Larbaud, su obra en prosa y poesía. Todo Dickens, que me deslumbra y me encanta. Y, desde luego, el que yo llamo EL LIBRO, con mayúsculas, que es el Quijote, para caer en el lugar común absoluto. Pero, cómo decía en las palabras que tuve que decir en la Alcaldía, yo recomiendo un regreso a los lugares comunes y no descartarlos tan rápidamente, porque por algo han sobrevivido a muchas cosas que resultaron bastante más tontas que los lugares comunes.
El libro Don Quijote, para mí, en mi experiencia personal de lector, no se agota jamás, tienen una novedad permanente.
El otro día, arreglando los libros, en una edición grande, presuntuosa que no sé quién me regaló o dónde me robé (ilustrada con unos dibujos horribles de Dalí), abrí totalmente al azar el capítulo de la muerte de Don Quijote y se me llenaron los ojos de lágrimas y volví a sentir eso: ‘Se murió este loco, ahora qué hago yo, solo en el mundo. Se me murió este hombre, carajo’.
Ese sí que era un lúcido. No hay tal locura en Don Quijote, sino el poder maravilloso de transformar el mundo y de hacer del mundo un lugar de poesía.
Los niños
Ponle cuidado a los niños porque son absolutamente impresionantes. Yo tengo ahora un nieto que cada día me deja más asombrado. La certeza con que el niño va hacia el mundo, va dominando y va escogiendo su parcela de realidad es asombrosamente maravillosa. Luego la pierde con la razón, cuando empieza a pensar. Así se pierde todo.
La forma como los mayores nos comportamos con los niños es absolutamente grotesca. Los niños a veces se nos quedan mirando, como diciendo: ‘¿a usted qué le pasó?, ¿se volvió loco?’ Porque el niño ya vio cómo es la vaina.
El niño no parte de la realidad, parte precisamente de donde debe partir el poeta que es de la condición visionaria. Ellos van kilómetros adelante.
Yo tengo con Nicolás, mi nieto, unos cuidados y un respeto que desgraciadamente no tuve con estos hijos queridísimos. Yo tengo aquí tres hijos: María Cristina, que es fisioterapeuta; Santiago, que ése sí es poeta, y Jorge Manuel, que estudió cine en Londres. Tengo otra hija en Chile, de otro matrimonio, y sólo ahora me doy cuenta de la infinita torpeza con que uno se acerca a ese misterio extraordinario.
De niño yo era muy travieso, insoportable, inaguantable. Todavía mis primas a veces me dicen: ‘Usted era invivible’. Interrumpía a los mayores, echaba mis cuentos. Era muy inquieto.
El miedo
Yo a lo que le tengo miedo es a lo que pudiéramos llamar el deterioro de la mente: cuando la mente no te sirve para lo que te ha servido siempre. A eso le tengo temor, a la muerte no. No es que me guste, pero ahí está.
El amor
No hay otra cosa que el amor. Acuérdate siempre de un verso de Walt Whitman (lo digo siempre en la traducción de León Felipe, que encuentro muy bella aunque no se ajusta exactamente a las palabras): “El que camina una sola legua sin amor, camina directamente hacia su propio funeral”.
Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte.
El Universa, Cartagena, marzo de 1992
- Sharaya -
Sharaya, el Santón de Jandripur, permanecía desde tiempos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. Allí recibía las escasas limosnas y las cada vez más raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo se había cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas greñas por las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban ángulos oscuros e imposibles que daban a la inmóvil figura un aire pétreo y estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo tenían las gentes del lugar. Sólo los viejos recordaban aún, entre la niebla de sus mocedades, la llegada del esbelto Santón, entonces con cierto aire mundano y dueño de una locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores y más vastos dominios en su tarea de meditación al pie del camino.
A pesar del poco o ningún caso que le hacían ahora los habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida circundante y conocía como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se tejían y borraban en el pueblo al paso de los años.
Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia doméstica que las gentes confundían con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconocían como reveladora de la luminosa y total percepción de los más hondos secretos del ser.
Tal era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Distrito de Lahore.
La noche que antecedió a su último día fue una noche de lluvia y el río bajó de las montañas crecido, bramando como una bestia enferma, pero de inagotable energía.
Gruesas gotas han resbalado toda la noche sobre la piel del parasol que instalaron las mujeres cuando la gran sequía. Golpea la lluvia como un aviso, como una señal preparada en otro mundo. Nunca había sonado así sobre el tenso pellejo de antílope. Algo me dice y algo en mí ha entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran charco, con el agua que escurre por la blanda cúpula que cree protegerme. Muy pronto se secará porque se acerca una jornada de calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y las serpientes a esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube en torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar la mañana como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me mira largamente y con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia. Soy un hito y nazco a una nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y compasión. No sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeño bambú me busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro, que lo aleja sin volver a mirarme. El Santón de Jandripur. Hace mucho tiempo. Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santón, entre ellas. La vastedad de mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin principio ni fin. Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el bastoncillo que lo protegía. Lejano como una estrella o tan cerca como algo que sueño. Es igual. Lo llama su compañero. Cae la cometa, lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los árboles la ocultan. Cae al río donde la espera un largo viaje hasta cuando se deslía el papel. Entonces, el esqueleto irá hasta el mar y allí bajará a las profundidades. A su alrededor reconstruirán los corales y las ostras la sólida sombra de su antigua forma y en ella dejarán los peces sus huevos y los cangrejos taparán a sus crías con arena. Irán a morir allí las grandes mantas y sobre sus cadáveres los peces fosforescentes cavarán sus madrigueras de blanda materia en transformación. Un pequeño desorden se hará al paso de las corrientes submarinas y muchos siglos después el breve remolino surgirá a la superficie y luego todo volverá a ser como antes. Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Le llaman vida, presos en sus propias fronteras ilusorias. La mañana se anuncia con este camión. Dos más. Anoche pasaron varios. Soldados de las montañas. Cabecean trasnochados, sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan sus vacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos, tejedores, herreros, actores, acólitos del templo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las máquinas, hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que pasó anoche por entre mis piernas. Agua y sangre en frías escamas articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos venían a menudo para preguntarme la razón de su duelo, mientras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hacía mucho tiempo que la palabra me fuera inútil y nada hubiera podido decirles. De todas maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como sabe la sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen a la muerte y después descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en cenizas por el río, dejando la tufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otros mundos. Huyó tras la maleza. Siente los pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lo llevan. El gran lecho matrimonial regalo de los misioneros. Falso oro chillón y oxidado de sus copulaciones. Huyen entonces. El alcalde con su mujer hidrópica. Miente cuando viene a orar. Los sacerdotes del pequeño templo. Ruedas irregulares que se bambolean y patinan en la usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenas de la gran verdad, como la costra gris que ensucia la piscina después de las abluciones. Nata de mugre, corazón de la miseria, escala del desperdicio. Y tan seguros en su afán mismo de huir. Otra destrucción los empuja, más honda, la única y verdadera catástrofe en la oscuridad agobiadora e inquieta de su instinto. Vuelven a mirarme. Los más viejos. No sé leer sus ojos. Tampoco puedo ya decirles cómo es inútil escapar de lo que está en todas partes. Es como los que rezan para tener fe o los que labran la tierra para dar de comer a los bueyes que tiran del arado. Y toda la impedimenta de sus astrosas pertenencias. Me dejan ofrendas. Lo que no quieren llevar, lo que les es ajeno en su huida. La viuda con sus hijos. Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. No se atreve a tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los ídolos que mañana serán destruidos con la misma furia que los hizo nacer. No irá muy lejos, está señalada, apartada, escogida entre todos. Andra, la que bailó desnuda toda una noche ante el Santón. Sus hijos recordarán un día: «...cuando huimos de Jandripur ella murió en el camino, la subimos a la copa de un árbol muy alto y allí descansó, visitada por los vientos y lavada por las aguas del mundo. Vigilándonos por varios días hasta cuando la perdimos de vista...». Y, sin embargo, tampoco será como ellos creen. No exactamente. Otras cosas habrá que se les ocultarán para siempre y que, sin embargo, llevan consigo. Con la muerte de su gran madre paridora de la muerte, la de los saltos de sangre, la que truena levemente los huesos, la que lima la linfa en su lomo. Miran hacia atrás al silencio de sus hogares abandonados donde gritarán por mucho tiempo todavía sus deseos y sus miedos, sus miserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos en su camino. Soldados. Escolta huyendo con banderas de señales. Lo veo. Me ve. Letras y palabras. Me mira. Ir. No sabe. El último. Solo. Tal vez. No sé de qué estoy solo. Vuelve a mirarme, se va tras los otros. Una espada que inventa la cinta azul de su hoja con la palabra de los dioses de la guerra labrada torpemente.
Al mediodía, Sharaya alargó la mano y tomó la mitad de una naranja medio seca y comenzó a masticar un pedazo de la cáscara tenazmente perfumada. El calor de la siesta expandió el aroma de la fruta entre una danza de insectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja piel del privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitando y el río tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzó a caer el sol un leve sopor fue apoderándose de los anquilosados miembros del Santón e infundiéndole la beatitud inefable del que sueña descubriendo las pistas secretas de su destino.
Aguas en desorden, saltando y salpicando la fría espuma de la corriente. Agua de las montañas que baja danzando en remolinos y se remansa en el vientre que gira lento, liso y tibio, protegido por el rotundo cáliz de las caderas. Olor de especies quemadas en la pequeña plaza y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de la danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la carne recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesando y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangre en sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pequeña dicha del hombre, hermana del terror, la breve dicha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza sobre la memoria de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los tímidos pastores dueños de una porción del mundo, convertidos en puntillosos comerciantes, pacientes, tercos, soñadores, desamparados fuera de su isla. Hélices mordiendo las turbias aguas de la desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabiduría asciende por escaleras simétricas maculadas por el húmedo hollín de las máquinas. Tierras de la razón. Por la plaza hombres y mujeres se apresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un vaso se llena de luces que desaparecen para dar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome. Salta la espuma del bautismo, salta en el tránsito sombrío de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que chorrean sobre las espaldas bautizadas en la raída sombra de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del más sabio, del más viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes, mojándose con el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas concupiscencias, la que borra los títulos ganados en vastas construcciones de piedra, madres de sutiles argumentos. Mi padrino y mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacal virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por fin, la última lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones, las prisiones en las montañas, el partido y sus ramificaciones clandestinas trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aquí mismo, cuando todo parecía haber entrado pacíficamente en orden, hubiera podido aún ser el amo, dictar la ley bajo mi parasol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, según conviniera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz de la sucia lámpara del cuartel. Su antiguo y probado camino de razonamiento por el cual transitan tan seguros pero tan lejos de sí mismos, ahogando sus mejores y más ciertos poderes: «Ninguno sabe por qué les hablas. No les interesa, como tampoco saben por qué estoy aquí, como tampoco lo sé yo. El único que tiene ya todas las respuestas eres tú, pero de nada han de servirte. Siempre se llega al mismo sitio. Tú eres el Santón. No todos pueden serlo. Ellos ponen la ira destructora y el fecundo deseo. Tú miras, indiferente hacia el negro sol de tus conquistas interiores y eres tan miserable y tan pobre como ellos, porque el camino que has recorrido es tan pequeño que no cuenta ante la larga jornada que te propones hacer movido por el engañoso orgullo que te amarra. Ponte a su lado y guíalos y ayúdame a imponer autoridad y a entregar las cosas en orden. Después, ya se las arreglarán como puedan; pero tú que has vivido y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra razón es la única a la medida de los hombres. Lo demás es locura. Tú lo sabes». Una pálida cobra, piel de la verdad. Sueño mi vuelta al único sueño que está unido por un extremo a la divinidad que no dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces fantasmas esclavos del hombre. Sueño mi sueño soñando el sueño del que levanta el pie en la posición del elefante, del que te dice “no temas” con el arco de sus dedos, del portador del fuego, del que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vino hace muchas horas y no termina de llegar.
Sharaya se quedó dormido, y en la pesada siesta de la abandonada Jandripur comenzaron a entrar las primeras unidades del ejército invasor. Instalaron sus tiendas y ordenaron sus vehículos. Cuando el Santón despertó, la aldea comenzaba a arder y las húmedas maderas de las casas estallaban en el aire tierno del ocaso nublando el cielo con las altas columnas de humo. Eran muchos, y el roncar de los camiones y de los tanques que seguían llegando indicaba que no se trataba ya de una pequeña avanzada sino del grueso del ejército. Un altoparlante comenzó a dar instrucciones en el agudo y destemplado idioma de las montañas, sobre cómo debían conducirse los soldados en la comarca y sobre las precauciones que debían tomar para cuidarse de los que quedaban escondidos para organizar la resistencia. El ajetreo duró hasta muy entrada la noche, cuando un gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores.
Duermen agotados después de la carrera. Piensan seriamente en la redención de los pueblos, en la igualdad, en el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hombres. Ellos mismos traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca la miseria. Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas emponzoñadas. Ahí vienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano. Campesinos también, jóvenes, casi niños. Una mujer con ellos. Prisionera tal vez o ramera que los sigue para comer y guardar algún dinero. La están desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor. Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja vergüenza sobre el mundo. Ella ríe y su piel responde y sus miembros responden a la ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la tierra. Madre necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los orígenes. Gimen y ríen al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en el vértigo de su propio renacer, de su larga agonía. El otro sonríe con timidez. Sonríe de su propia vergüenza y espera. Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ella se viste. El otro me alumbra con la linterna.
Los soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extraño amasijo de trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas del Santón. Evitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del breve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien poco quedaba al Santón de forma humana. La mujer fue la primera en apartar su vista de la hierática figura y comenzó de nuevo a envolverse en sus ropas. Los dos soldados seguían intrigados y se acercaron un poco más. Por fin, el que había esperado, reaccionó bruscamente. «Parece un Santón -dijo-, pero no podemos dejarlo observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado sin duda nuestros camiones y nuestros tanques. Además, nadie vendrá ya a consultarle y a venerarlo. Ha terminado su dominio». El otro se alzó de hombros y, sin volver a mirar, tomó a la mujer por el brazo y se alejó por la blanquecina huella del camino. Antes de alcanzarlos, el que había hablado alzó su ametralladora y apuntó indiferente hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes ojos fijos en el perpetuo desastre del tiempo y soltó el seguro del arma.
En cada hoja que se mueve estaba previsto mi tránsito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena por entero. Cuando el mochuelo termine su círculo en el alto cielo nocturno, ya se habrá cumplido el deseo de las pobres potencias que nos unen, a él que me mata y a mí que nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la flor que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible dejando el sabor ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible para siempre, para siempre, para siempre.