JACK KEROUAC


Leer a Kerouac es conocer que otra forma de vivir se encuentra en cualquier camino. No me refiero a una apología del hippismo lavado y maquillado que, con el tiempo, lograron vender los grandes medios de comunicación estadounidenses. En la literatura de Kerouac se encuentra el germen de un movimiento que surgió al calor del rechazo del American Way of Life, estilo de vida que, en ese momento, justificaba una invasión asesina en Vietnam.
Una breve descripción realizada por Kerouac aparecida en su novela “Big Sur” sobre una familia norteamericana tipo muestra el valor de sus palabras; o la sinceridad con la que relata un México ajeno, extraño pero candente; o esa oda a la liberación que es “En el camino”, donde caen uno a uno los estereotipos estadounidenses que se imponen a nivel mundial desde ese centro de poder que es la Casa Blanca. Todo esto, escrito desde la sinceridad de una persona desesperada, contradictoria y directa.
La literatura de Kerouac conmueve y llama a reflexionar, inyecta vientos en el cerebro de quien la lee, y deja a luz una sociedad en decadencia.
Sus relatos de la década del cincuenta tienen tanta vigencia hoy como lo tendrán dentro de treinta años. Fueron (y son) una radiografía molesta para el poder de Estados Unidos, como también lo son las novelas y cuentos de Charles Bukowski. Ambos despejan el manto negro que cae sobre un país que vendió al mundo sus éxitos de modernidad y esconde los suburbios por donde transitan sus clases sociales más sufridas.
Por eso, estos fragmentos de la obra de Kerouac, pinceladas de su desesperación, letras y párrafos de una literatura que marcó a toda una generación. 


Hand-Drawn Cover for On the Road



Precisamente por entonces empezó a obsesionarme algo extraño. Era esto: me había olvidado algo. Se trataba de una decisión que estaba a punto de tomar antes de que apareciera Dean y que ahora se había borrado de mi mente aunque todavía la tenía en la punta de la lengua. Chasqueaba los dedos intentando recordar. Y ni siquiera podía decir si era una decisión auténtica o sólo algo que había olvidado. Me obsesionaba y desconcertaba, me ponía triste. Tenía algo que ver con el Viejo de la Mortaja. Carlo y yo estábamos sentados en una ocasión, rodilla contra rodilla, en dos sillas, mirándonos, y le conté un sueño que había tenido de un extraño árabe que me perseguía por el desierto; trataba de escaparme de él; pero me alcanzó justo antes de llegar a la Ciudad Protectora. 
- Quién sería? –dijo Carlo. 
Lo consideramos. Supuse que era yo mismo envuelto en una mortaja. No era eso. 
Algo, alguien, un espíritu nos perseguía por el desierto de la vida y nos alcanzaría antes de llegar al cielo. Por supuesto, ahora que volvía a ello, no podía ser más que la muerte: la muerte que nos alcanza antes de que lleguemos al cielo. Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero ¿quién quiere morir? 
En el torbellino de acontecimientos en el fondo de la mente seguía pensando en esto. Se lo conté a Dean y él reconoció de inmediato que no era más que anhelo de la propia muerte; y dado que nadie vuelve a la vida, él, sensatamente, no quería tener nada que ver con ello, y me mostré de acuerdo.



Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas.


Ella le amaba locamente, pero de un modo delirante; no había muestras externas de cariño ni remilgos, sólo conversación y una profundísima camaradería que ninguno de nosotros conseguía penetrar. Algo curiosamente frío y antipático que entre ellos era de hecho una forma de humor a través de la que se comunicaban mutuamente sutiles vibraciones. El amor lo es todo: Jane jamás estaba a más de tres metros de Bull y nunca perdía palabra de lo que decía, y eso que él hablaba en voz muy baja.

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