10.31.2012

La ILIADA


CANTO I

Pierre Narcisse Guérin


Después de una corta invocación a la divinidad para que cante "la perniciosa ira de Aquiles", nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para rescatar a su hija (Criseida), que había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una terrible peste en el campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del enojo del dios. Esta declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le prepare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural, se origina la discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a tal punto que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseida, a pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseida Ulises y otros griegos se embarcan con Criseida y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al Olimpo y pida de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios.

1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves cumplíase la voluntad de Zeus desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17 ¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.
22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:
26 No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y salvo.
33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:
37 ¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, a imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
59 ¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños pues también el sueño procede de Zeus , para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.
68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el mejor de los augures conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo , y benévolo los arengó diciendo:
74 ¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.
84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
85 Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo, caro a Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos los aqueos.
92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
93 No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.
101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
106 ¡Adivino de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido.
121 Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:
122 ¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.
130 Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
131 Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al que hiere de lejos.
148 Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros/…/


- Canto XXIV (fragmento) -


40 Así habló el benéfico Hermes; y subiendo al carro, recogió al instante el látigo y las riendas e infundió gran vigor a los corceles y mulos. Cuando llegaron al foso y a las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el mensajero Argifontes los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los cerrojos, e introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la alta tienda que los mirmidones habían construido para el rey con troncos de abeto, techándola con frondosas cañas que cortaron en la pradera: rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por un barra de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquileo la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta e introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:
460 —¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquileo, pues sería indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida, y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, a fin de que conmuevas su corazón.
468 Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra, dejó a Ideo para que cuidase de los caballos y mulos, y fue derecho a la tienda en que moraba Aquileo, caro a Zeus. Hallóle solo —sus amigos estaban sentados aparte—, y el héroe Automedonte y Alcimo, vástago de Ares, le servían, pues acababa de cenar, y si bien ya no comía ni bebía, aún la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose a Aquileo, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera asombróse Aquileo de ver a Príamo, semejante a un dios, y los demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquileo, dirigiéndole estas palabras:
486 —Acuérdate de tu padre, oh Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado a los funestos umbrales de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diecinueve eran de una misma madre; a los restantes, diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la ciudad y a sus habitantes, a éste tu lo mataste poco ha mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los dioses, Aquileo y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos.


507 Así habló. A Aquileo le vino deseo de llorar por su padre; y cogiendo la mano de Príamo, apartóle suavemente. Los dos lloraban afligidos por los recuerdos: Príamo acordándose de Héctor, matador de hombres, derramaba copiosas lágrimas postrado a los pies de Aquileo; éste las vertía, unas veces por su padre y otras por Patroclo; y los gemidos de ambos resonaban en la tienda. Mas así que el divino Aquileo estuvo saciado de llanto y el deseo de sollozar cesó en su corazón, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y mirando compasivo la cabeza y la barba encanecidas, díjole estas aladas palabras:


518 —¡Ah infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo te atreviste a venir solo a las naves de los aqueos y presentarte al hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y aunque los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los azares y en el otro las suertes. Aquel a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe azares, vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra, y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres.
534 Así las deidades hicieron a Peleo grandes mercedes desde su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y siendo mortal, tuvo por mujer a una diosa; pero también le impusieron un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo uno engendró, a mí, cuya vida ha de ser breve, y no le cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Macar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado y no dejes que se apodere de tu corazón un pesar continuo, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante; y quizás tengas que padecer una nueva desgracia.
552 Respondió el anciano Príamo, semejante a un dios: — No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo para que lo contemple con mis ojos, y recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver a tu patria, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
559 Mirándole con torva faz, le dijo Aquileo, el de los pies ligeros: —¡No me irrites más, oh anciano! Dispuesto estoy a entregarte el cadáver de Héctor, pues para ello Zeus envióme como mensajera la madre que me parió, la hija del anciano del mar. Comprendo también, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni quitaría con facilidad la barra que asegura la puerta. Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que deje de respetarte, oh anciano, a pesar de que te hallas en mi tienda y eres un suplicante, y viole las ordenes de Zeus.
571 Tales fueron sus palabras. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de la tienda; y no se fue solo, pues le siguieron el héroe Automedonte y Alcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba después del difunto Patroclo. En seguida desengancharon los caballos y los mulos, introdujeron al heraldo del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los cuantiosos presentes destinados al rescate de Héctor. Tan solo dejaron dos palios y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que Príamo se lo llevase al palacio. Aquileo llamó entonces a los esclavos y les mandó que lavaran y ungieran el cuerpo de Héctor, trasladándolo a otra parte para que Príamo no le advirtiese; no fuera que afligiéndose al ver a su hijo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho e irritase el corazón de Aquileo, y éste le matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio; después el mismo Aquileo lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
592 —No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el cadáver del divino Héctor al padre de este héroe; pues me ha traído un rescate digno, y consagraré a tus manes la parte que te es debida.
596 Habló así el divino Aquileo y volvió a la tienda. Sentóse en la silla labrada que antes ocupara, de espaldas a la pared, frente a Príamo, y hablóle en estos términos:
599 —Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y cuando asome el día podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar; pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tonar alimento cuando en el palacio murieron sus doce vástagos/.../ cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilión, podrás hacer llanto sobre el mismo. Y será por ti muy llorado.


621 Dijo el veloz Aquileo, y levantándose, degolló una cándida oveja: sus compañeros la desollaron y prepararon, la descuartizaron con arte; y cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas canastillas y Aquileo distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquileo, pues el héroe parecía un dios; y a su vez, Aquileo admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
635 —Permite, oh alumno de Zeus, que me acueste y disfrute del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos; pues continuamente gimo y devoro pesares innúmeros, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, lo que desde entonces no había hecho.
643 Dijo. Aquileo mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen tapetes encima de ellos y dejasen afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando sendas hachas encendidas; y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquileo, el de los pies ligeros, dijo en tono burlón a Príamo:
650 —Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos te viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo a Agamemnón, pastor de pueblos, y quizás se diferiría la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad cuantos días quieres para hacer honras al divino Héctor; y durante este tiempo permaneceré quieto y contendré al ejército.



659 Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios: — Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, obrando como voy a decirte, oh Aquileo, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; la leña hay que traerla de lejos, del monte; y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días le lloraremos en el palacio, en el décimo le sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, en el undécimo erigiremos un túmulo sobre el cadáver y en el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.
668 Contestóle el divino Aquileo el de los pies ligeros: — Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé el combate durante el tiempo que me pides.
671 Dichas estas palabras, estrechó la diestra del anciano para que no abrigara en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron en el vestíbulo. Aquileo durmió en el interior de la tienda sólidamente construida, y a su lado descansó Briseida, la de hermosas mejillas.


677 Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves a Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. Y poniéndose encima de la cabeza del rey, así le dijo:
683 —¡Oh anciano! No te preocupa el peligro cuando así duermes en medio de los enemigos, después que Aquileo te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que dejaste en Troya tendrían que ofrecer tres veces más para redimirte vivo, si llegasen a descubrirte Agamemnón Atrida y los aqueos todos.
689 Así habló. El anciano sintió temor, y despertó al heraldo. Hermes unció los caballos y los mulos y acto continuo los guió a través del ejército sin que nadie se percatara.
692 Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus engendró, Hermes se fue al vasto Olimpo. Eos de azafranado velo se esparcía por toda la tierra cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían los mulos con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la dorada Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro con su padre y el heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que los mulos conducían. En seguida prorrumpió en sollozos, y fue clamando por toda la población.
704 —Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; porque era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.
707 Tal dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó dentro de los muros. Todos sintieron intolerable dolor y fueron a encontrar cerca de las puertas al que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tomando en sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:
716 —Haceos a un lado y dejad que pase con las mulas; y una vez lo haya conducido al palacio, os saciaréis de llanto.
718 Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en un torneado lecho e hicieron sentar a su alrededor cantores que entonaran el treno; éstos cantaban con voz lastimera, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones, exclamando:
725 —¡Esposo mío! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros, ¡infelices!, hemos engendrado, es todavía infante y no creo que llegue a la juventud, antes será la ciudad arruinada desde su cumbre. Porque has muerto tú, que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en viles oficios, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.


746 Esto dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécabe empezó a su vez el funeral lamento:
748 —¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el trance fatal de tu muerte. Aquileo, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger, vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, te arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.
760 Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:
762 —¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes! y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra —pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo, aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
776 Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:
778 —Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquileo, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.
782 De este modo les habló. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulos, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña, y cuando por décima vez apuntó Eos, que trae la luz a los mortales, sacaron, con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego.
788 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.
804 Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos.


- EL LAZARILLO DE TORMES -


Sorolla


En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:

-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:

-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rió mucho la burla.

Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: «Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».


HIPERMODERNIDAD Y DESEO



En un principio, cuando las palabras guardaban una relación cercana con las cosas, el verbo “desear” tuvo su origen en un término de la lengua de los augures: desiderare, derivado del latín sidus, sideris: astro (de donde viene precisamente “sideral”). Así, mientras considerare tenía que ver con contemplar o examinar un astro, desiderare se empleaba para lamentar su ausencia: echar de menos la presencia de un astro favorable en nuestro firmamento. Como puede verse, en ese remoto origen el deseo tenía los ojos puestos en algo muy alto y muy lejano: inaccesible. Nada que ver con la dimensión erótica y libidinal con la que llegaría a asimilarse después.


En el Banquete de Platón los conceptos deseo, eros y amor se entrelazan para conformar una apetencia de felicidad y plenitud. El hombre desea y ama porque busca la completud original que le fue arrebatada por decreto de los dioses. Uno de los invitados al banquete, Aristófanes, habla en el famoso diálogo platónico de que en otro tiempo había tres clases de hombres: los dos sexos que hoy conocemos y el andrógino, que poseía ambos. Dobles, esféricos y plenos, estos hombres poderosos retaron al Olimpo. Zeus decidió entonces dividirlos y, así, debilitarlos. Realizada la separación, cada mitad hacía esfuerzos inauditos para encontrar a su contraparte. Dar con nuestra “media naranja” no es sólo una frase coloquial sino que tiene resabios míticos. Un poco más tarde, otro de los invitados, Sócrates, pone en labios de la extranjera Diotima la verdadera naturaleza del deseo y del amor: Eros es un daimon, un mensajero entre los dioses y los hombres. Nacido de dos deidades, Poros, la abundancia, y Penia, la pobreza, su naturaleza es dual: es pobre y desaliñado y por ello busca lo que no tiene: la abundancia y la belleza; es ignorante y desea la sabiduría. Eros, el ser deseante por excelencia, alienta en los hombres la búsqueda de la posesión perenne de estos bienes y así la felicidad duradera. Vale la pena destacar que al vocablo Eros le sucedió una evolución semántica similar a la de la palabra “deseo”: de ser ese daimon que impelía a la completud y la perfección en los hombres, el afamado “amor platónico”, ha pasado a designar en el lenguaje ordinario el aliento y la fantasía que impulsa el goce de los sentidos y los placeres carnales.

Deseos de realización

Según Rousseau, los hombres nacen naturales y felices porque no tienen deseos. Mitos, leyendas y cuentos de hadas dan cuenta del papel de los deseos en la conformación del imaginario y la cultura occidental. De Midas y su nefasto toque de oro, a la atormentada Mirra en su afán incestuoso en la persona de su propio padre, a las sagas que dieron origen a El anillo de los nibelungos y a El señor de los anillos —cuya trama se cifra en el poder que una argolla mágica ofrece a su poseedor para dominar el mundo— es posible reconocer detrás de cada deseo particular un ansia de plenitud, de ser más a partir de las zonas donde somos menos. 
En La interpretación de los sueños (1900), Sigmund Freud asignaba a los deseos no realizados un papel trascendental en la conformación de las neurosis de sus pacientes. “Un deseo que no se cumple, se pudre”, reza un refrán hindú. Para Freud, el sueño es la realización disfrazada de un deseo reprimido. Y, en muchos casos, el vínculo del deseo con la sexualidad es casi ineludible. Con el psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) las pulsiones llegan a cobrar una relevancia inusitada pues sostiene que el deseo es la esencia misma de la realidad. El deseo, entendido aquí como falta o carencia de un objeto fantaseado, es estructurador de la dinámica de nuestra relación con los otros. Esta dinámica ofrece una satisfacción perentoria y fantasmática que da sentido a la existencia y en muchos casos se resuelve en una postergación permanente del deseo, como lo demuestra un caso referido inicialmente por Freud y comentado por Lacan como ejemplo de las metonimias y metáforas en que se desliza escurridizamente el deseo para mantenerse siempre vivo: es el famoso caso de “la bella carnicera”, llamada así por ser la esposa de un carnicero pero también porque Lacan establece un significativo juego de palabras en francés, entre “la belle bouchère” (“la bella carnicera”) y “la belle bouche erre” (literalmente, “la bella boca se equivoca”).
Cuenta la carnicera así su sueño: “Quiero ofrecer una cena, pero sólo tengo un poco de salmón ahumado. Me dispongo a salir para hacer algunas compras, pero recuerdo que es domingo por la tarde y todas las tiendas están cerradas. Quiero llamar a algunos proveedores, pero el teléfono está estropeado. Así que renuncio al deseo de ofrecer una cena”. En su vida cotidiana la carnicera ansiaba comer, no salmón sino caviar, pero no se permite tal gasto ni permite al marido, interesado siempre en complacerla, que le cumpla el deseo. Por el contrario, le pide expresamente que no le traiga nunca caviar. Se trata del deseo de tener un deseo insatisfecho para así mantenerse en una demanda permanente de amor. En el mismo sueño también se presenta otra variante singular: el deseo del deseo del otro pues la carnicera desea comer salmón en el sueño porque ése es el plato preferido de una amiga con la que se identifica y por la que, también, siente celos porque a su marido le gusta. Así, según Lacan, el sueño de la carnicera es también un deseo de deseo: el deseo de ver a su marido deseado por su amiga, o a su marido deseando a su amiga, es decir, del deseo que pasa a través de la satisfacción del deseo del otro, de su intermediación. Pero también un deseo de lo imposible para mantener a raya el goce total y devastador que sobrevendría a su realización. Estos laberintos del deseo irrealizable pueden apreciarse ejemplarmente en el relato de las tres muchachas cuyo mayor deseo es tomar té en el Sahara, referido por Paul Bowles en su novela El cielo protector (1949). Después de mil esfuerzos, Outka, Mimouna y Aicha llegan al desierto, y cuando están a punto de realizar su objetivo, alguna de ellas dice que hay una duna más alta donde colocar la tetera y los vasos para sentarse por fin a tomar té en el Sahara. Pero siempre hay una mejor duna en la que podrían estar. Terminan tan agotadas que una de ellas sugiere a las otras descansar antes de tomar el té. Al final, una caravana las descubre muertas con los vasos de té llenos de arena.

Deseo y transgresión

Una afirmación se desprende del uso generalizado: deseos en plural para designar las diferentes apetencias, aspiraciones y fantasías. Deseo en singular para hablar de esa fuerza abisal que nos impele de una manera primaria y sustancial y que casi siempre empieza por la piel. La piel y sus territorios no verbales. Cuánta verdad y epifanía en la frase del poeta Valéry cuando afirmaba: “No hay nada más profundo que la piel”.
Y tal vez nadie mejor para ejemplificar las demandas de la piel y de la carne que el personaje de Mirra que arde en deseos por Ciniras, su padre, episodio consignado por Ovidio en el libro X de las Metamorfosis. 

¿A dónde la mente me lleva? Dioses, os lo ruego, piedad y sagradas leyes de los padres, impedid este crimen nefando y al delito oponeos, si es que es delito. Mas la piedad se niega a condenar esta unión sexual, pues los demás animales se ayuntan sin distingo y no se tiene por falta que una novilla soporte a su padre sobre su lomo; por el caballo, es hecha cónyuge su hija, y entra el cabro en las bestias que procreó, y concibe la misma ave de aquel por cuya simiente fue concebida. ¡Felices a quienes es lícito eso! El humano cuidado malignas leyes dio, y lo que la natura permite, envidiosos derechos niegan; empero, gentes hay —cuentan— entre los que la madre se une al hijo y la hija al padre, y crece la piedad con el amor duplicado. ¡Mísera de mí, que no nací allí y dañada soy por el azar del lugar! … si yo no fuera hija del magno Ciniras, con Ciniras acostarme podría … ¿Pero algo esperar más allá, puedes, virgen impía? ¿Y sientes cuántos derechos y nombres confundes? ¿Tú serás la rival de la madre, y del padre la adúltera? ¿Serás, tú, hermana de tu hijo y madre de tu hermano, llamada?



Naturaleza y cultura se ven así enfrentadas en este monólogo, pero la verdadera tragedia sobreviene por el hecho de que la transgresión es consumada: auxiliada por su nodriza y al amparo de la noche, Mirra se introducirá en el lecho paterno y quedará preñada. Descubierta más tarde por Ciniras y ante la amenaza de muerte vagará nueve meses antes de ser transformada por la piedad divina en un árbol cuyas lágrimas espesas nos recuerdan la miseria eterna de quien porta el nombre.
En su libro El erotismo (1957) George Bataille otorga a la transgresión un papel clave en la dinámica deseo-vida-muerte. Bataille menciona tres tipos de erotismo: el de los cuerpos, el de los corazones y el erotismo sagrado. En los tres está presente la búsqueda de una continuidad, un “más allá” de los cuerpos, del placer, de los límites, de las reglas, de sí mismo, que se sustenta precisamente en el poder de la transgresión. Un borramiento del límite y la ley que, como en el caso del deseo incestuoso de Mirra, conlleva la culpa y el castigo. Y para nosotros, la advertencia. Ya lo decía el propio Bataille al evaluar las lecciones de Sade para el hombre común: “lo que más violentamente nos subleva, está dentro de nosotros”.

Cuando el deseo se vuelve pecado

San Pablo hablaba de tres enemigos del género humano: la “libido sentiendi”, la “libido cognoscienti” y la “libido dominante”. Es decir, el deseo que provoca la concupiscencia de los sentidos, el deseo de conocimiento y el deseo de poder. Si se recuerda el episodio de Adán y Eva, el pecado original es la desobediencia. Y tras ella, la conciencia de la desnudez, la dimensión del cuerpo. En su Historia del diablo (FCE, 2002) Robert Muchembled señala que a partir del siglo XVI el sexo y en particular el sexo de la mujer, esa “boca glotona de los vicios”, fue objeto de culpabilización en toda Europa. Desnudas, rasuradas, las mujeres acusadas de brujería eran sometidas a un examen minucioso de sus órganos genitales, donde “el demonio se escondía mejor que en otras partes”. El llamado rostro “bajo la cola” del diablo, besado por sus seguidores, es un fantasma y un velo que representa los pecados y peligros asociados con las partes bajas del cuerpo. Se erigía así un mecanismo de reprobación de la animalidad del hombre a fin de exaltar el aspecto sagrado inherente a su creación. Un volumen de amplia difusión en Europa, Histoires tragiques (1559), con relatos aleccionadores sobre el lado oscuro de las pasiones humanas, tenía en su portada la figura de Satanás sobre un trono. Su cabeza de gato porta una tiara papal, su cuerpo corresponde al de una mujer de senos prominentes y miembros provistos de garras, y su sexo, visto de frente, representa una boca semihumana totalmente abierta, ejemplificando así la lubricidad felina de la mujer y su sexo demoníaco.
Para Muchembled, Europa conoció un verdadero “maremoto diabólico” en los siglos XVI y XVII: “Jamás la figura del Príncipe de las Tinieblas había tenido una importancia semejante en la representación imaginaria occidental… Algo importante había cambiado en lo más recóndito de las sociedades del Viejo Mundo. Atormentadas, angustiadas y desestabilizadas por fenómenos inauditos, como el descubrimiento de los pueblos de un continente ignorado o el terrible impacto de las Reformas, las sociedades buscaban un sentido para explicar la existencia humana y los peligros espantosos que la acechaban”. El deseo, sobre todo el de índole sexual, se ve satanizado por el miedo, su contraparte. Un mecanismo de personalización e interiorización del pecado generó una Europa de intolerancia, muy en particular, respecto a la libido de los sentidos y el cuerpo. El miedo a la transgresión y el castigo por la desobediencia confieren al deseo un aspecto destructivo, del que todo cristiano —católico o protestante— debe apartarse, controlando su parte animal, sus impulsos violentos y sexuales. En este contexto no son gratuitas la caza de brujas ni la frecuencia de casos de poseídos, ni la represión de la Reforma y la Contrarreforma. No fue sino hasta el surgimiento de los Estados nacionales rivales, el progreso de la ciencia y el flujo de las nuevas ideas que darían lugar a la Ilustración, que se generaría un cambio. Las sociedades del Viejo Continente comenzaron a alejarse de las nociones de temor a un diablo aterrador, en general, y al demonio de la carne, en particular. No de una manera homogénea pues, Polonia, por ejemplo, registró el 55% de las hogueras de brujería desde 1676 hasta 1735, y Hungría tuvo un rebrote tardío entre 1710-1750. Tampoco como un proceso continuo pues esa representación imaginaria que asocia al demonio con la carne y el deseo sigue siendo defendida, mantenida y difundida hasta nuestros días a través de la Iglesia y los sectores más conservadores. 
Baruch Spinoza, uno de los pocos filósofos que han hablado explícitamente del tema del deseo, menciona en su Ética (1677) que el deseo es “la esencia misma del hombre, es decir, un esfuerzo por medio del cual trata el hombre de perseverar en su ser”, un apetito que, al hacerse consciente de sí mismo, se vuelve liberador. Pero este deseo puede tener aspectos distorsionados o destructivos, que nacen de las pasiones tristes y que conducen al individuo a una menor perfección. O, por el contrario, surgen de las pasiones alegres que permiten un mayor conocimiento y la vitalidad de la acción. De esta manera, el sujeto, al hacer consciente el deseo y las pasiones, las transforma de fuerzas que producen pasividad y esclavitud en afectos esclarecidos por una razón apasionada. Pero qué lejos se encuentra el hombre spinoziano de la en-ajenación provocada por el capitalismo y la sociedad de consumo.
En Los siete pecados capitales (2005) Fernando Savater señala que nuestra sociedad de consumo nació en el siglo XVIII, y como dice el filósofo y médico británico Bernard de Mandeville en su obra Vicios privados, virtudes públicas (1714), “vive gracias a los vicios”. Desde entonces asistimos a la secularización escalonada de la satisfacción de los deseos en aras de intereses predominantemente económicos. De hecho, existe una industria cada vez más sofisticada para generar deseos y apetitos ficticios. Señala Omar Abboud, orientalista citado por Savater: “Estamos viviendo una época en la que muchos dicen no tener religión. Creo que pueden no tener creencias monoteístas o de cualquier otro tipo relacionado con dioses, pero sí tienen una gran religión: el capitalismo y el consumo llevados al paroxismo, como absolutos. Vivimos inmersos no en los pecados capitales, sino en los pecados del capitalismo”.
Sin duda, esta puesta en circulación de los deseos en aras del consumo va de la mano con la liberalización de la sexualidad y de los cuerpos a partir de la Revolución Industrial. En palabras de Foucault en Historia de la sexualidad:
Merced a una inversión que sin duda comenzó subrepticiamente hace mucho tiempo… hemos llegado ahora a pedir nuestra inteligibilidad a lo que durante tantos siglos fue considerado locura, la plenitud de nuestro cuerpo a lo que mucho tiempo fue su estigma y su herida, nuestra identidad a lo que se percibía como oscuro empuje sin nombre. De ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, este: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte.
Vivir con la máxima intensidad, el desenfreno de los sentidos, seguir los propios impulsos e imaginación abiertos al campo de la experiencia más permisiva, son algunas de las improntas del culto a la personalidad y el hedonismo exacerbado de la sociedad posmoderna. Dice Lipovetsky en la Era del vacío (1983) que el universo de los objetos, de la publicidad, de los mass media, la vida cotidiana y el individuo ya no tienen un peso propio, han sido incorporados al proceso del consumo y de la obsolescencia más acelerada, formas de control de los poderes modernos que se dedican a producir y organizar lo que debe ser la vida de los grupos e individuos, hasta en sus deseos e intimidades.
“Muero porque no muero”, decía santa Teresa para hablar del inconmensurable deseo místico; “ardo en deseos” reconocía Mirra al confesar su pasión incestuosa; “sed a medias ondas tendremos”, declaraba el personaje femenino de Ifis en las Metamorfosis de Ovidio ante la imposibilidad de consumar su deseo ilícito por otra mujer. El deseo pulula como un significante de insatisfacción permanente que, como en su origen etimológico, apunta hacia lo inalcanzable, hacia un más allá de completud contradictorio y espejeante, exacerbado por los excesos de estos tiempos de hipermodernidad devastadora. 




ANÓNIMA


- Amante y amigo -

Lord Frederick Leighton



MI AMANTE Y MI AMIGO

ESO ES LO QUE ERES

EL QUE ME ESCUCHA

QUE ME CONSUELA CUANDO QUIERO LLORAR

EL QUE ME AMA SIN PENSAR

EL QUE ME DESEA DESNUDAR

PUES DENTRO DE MI QUIERE ESTAR

MI AMNTE Y MI AMIGO

PUES CONTIGO COMPARTO MOMENTOS

MOMENTOS DE ALEGRIA Y TRIZTEZA

TANTO DE PASION Y DESEO

ERES A QUIEN BUSCO PARA HABLAR

PERO TAMBIEN TE BUSCO PARA AMAR

AMAR SIN COMPROMISOS

SIN MIEDO SIN TEMOR

Y ASI COMO AMAMOS

TAMBIEN HABLAMOS

NO HAY RECHAZO

PUES TU ERES

MI AMANTE Y MI AMIGO

NO SUEÑAS CONMIGO

YO NO VIVO POR TI

PERO SE QUE SI TE NECESITO

APARECES PARA ALEGRAR MIS DIAS

Y LLENARLOS DE DESEO Y PASION

NOS COMPLACEMOS

PUES SOMOS

AMANTES Y AMIGOS.



JESÚS LANTIGA


- Mujer vanidosa -


(Homenaje a Francisco de Quevedo)

Francois Martin-Kavel

Rosal, menos presunción,
donde están las clavellinas,
pues serán mañana espinas
las que ahora rosas son.
Cuando las bellas se juntan,eres bella entre las bellas,
y hasta las mismas estrellas
por tus encantos preguntan.
Llegan miradas que apuntan,
te colman de admiración.
Más, después, tras la expresión,
frustrados por tu jactancia,
murmuran en la distancia:
- rosal, menos presunción.
Tu hermosura encantadoraes la ilusión exterior;
deuda de un mundo interior,
que otra realidad aflora.
La vanidad te devora
con sus secuelas dañinas.
Me mientes, siempre que opinas,
las respuestas no te indultan.
Pregunto dónde se ocultan…
¿dónde están las clavellinas?
No importa cuan bella seas,
para que te vean hermosa;
puede que un alma preciosa
anide entre caras feas.
Lo grande no es que poseas
todas las formas divinas.
Sucede que rosas finas
que hoy se visten de colores,
ya no tendrán más favores,
pues serán mañana espinas.
Te he visto junto a otras diosas,
con rosas y clavellinas;
todas preciosas, divinas,
bellas mujeres, hermosas.
Muchas, trascienden, virtuosas;
más contigo, hay decepción.
Tus cardos son frustración,
nunca un capullo tendrán,
pues sólo rosas serán,
las que ahora rosas son.



10.29.2012

ANÓNIMA

- La celosa -


Gauguin


Se tenía en muy alta estima y sabía que era objeto de los celos y la envidia de los demás.
Pues su belleza era única, su ligero y estilizado cuerpo con un tono muscular un tanto marcado pero sin exageración desde su delgado cuello hasta sus piernas bien moldeadas.
Sus curvas que invitaban a soñar y el rostro con proporciones perfectas, con preciosos ojos coronando unos pómulos rosados. Y más abajo su boca...perfecta.
Si...quizás era demasiado vanidosa, el tener espejos dentro de su casa por todos lados y cuando digo en todos lados es en el sentido más amplio de la palabra.
Desde los pequeñitos que estaban pegados en las puertas o como el que apoyaba en la azucarera cuando se sentaba a la mañana a desayunar. Hasta el más grande que estaba en el dormitorio.
Charlotte se habia sentido mal ultimamente.
Podía sentir como era mirada de reojo constantemente y según creía toda las personas que estaban en su entorno la envidiaban por su belleza. Pero...hasta donde creia ella que podrian llegar?
Este fue el desencadenante de todo.
A la molestia sucedío la desconfianza, a no aceptar nada de nadie ni siquiera en lo mas mínimo, también cuidarse de todo.
O se olvidaria acaso cuando se patinó en el suelo recien encerado de la entrada de su viejo edificio de departamentos?
Quizas la encargada sabia que pasaria por ahi y lo hizo a propósito.
Tambien recuerda el dia que se intoxicó con alimentos que compro en la tienda donde habitualmente era clienta, Si! tambien! seguro de alguna manera habian adulterado su comida...
hay que cuidarse de todo y de todos.
Malditos envidiosos las van a pagar.
Era evidente que ahora todos la miraban y comentaban cosas que no podia escuchar.
Usó el viejo ascensor para ir a la terraza a estar sola un buen rato y tomar un poco de aire fresco. cuando estaba esperándolo le parecío que la encargada murmuraba con una de las vecinas.
Llega el ascensor. abre la puerta, vuelve a cerrarla.
Mientras sube de pronto este para la marcha abruptamente y hace un movimiento leve...tenue...pero inquietantemente hacia abajo.
Grita, espera que alguien venga, mientras tanto...sera posible?. Escucha risas.
Siii risas, todas sus sospechas eran realidad! habian llegado al punto de querer asesinarla por su belleza?
Estaba atrapada en aquel cubículo apenas iluminado las puertas estaban trabadas y podia ver a través de ellas que estaba entre el séptimo y octavo piso...una caida desde ahi...mas que morir la asustaba quedar lisiada, su rostro, sus bellos ojos...y si acaso perdiera uno en el golpe fatal? o quedara paralitica con el impacto.
el ascensor se sacudío y las risas y el murmullo se escuchaban de nuevo. Era un murmullo alegre.
Grita de nuevo pero nadie viene en su axilio. es que todo el edificio era cómplice?
Un sacudon mas...este fue el último.
Afortunadamente para Charlotte, no tendria que preocuparse por quedar lisiada...los hierros retorcidos esculpieron su cuerpo de una manera atroz, rápido y sin sufrimiento.
Aquella noche hubo silencio en el viejo edificio y todos estaban felices:
La encargada, las dos hermanas solteras que eran sus vecinas, la anciana de la planta baja y su hija.
Asi era, todas eran mujeres en aquel viejo, semiabandonado y apartado edificio.
La helada madrugada del 20 de diciembre los bomberos fueron alertados de un extraño humo o niebla que salia del edificio en cuestion, al acercarse constataron que se trataba de un incendio.
Tocaron en una puerta que estaba entreabierta que tenia un sencillo cartel que rezaba: "Encargada". No salió nadie...tocaron donde la anciana que estaba al lado...nadie. Esta vez decidieron entrar donde la encargada pero la casa estaba vacia.
Fue entonces que lo descubrieron todo ver el ascensor, de ahí salia el humo.
Dentro se encontraban todas los integrantes del edificio. Y sus cuerpos estaban entre los hierros totalmente quemados y en posiciones que indicaban que habian tratado de escapar.
Sus mandibulas estaban abiertas como si hubieran estado pidiendo a gritos que los liberaran.
Pero lo más curioso era que parecían estar atravesados en el rostro por los fragmentos, más exactamente en la cara, las cuales tenían las bocas abiertas como profundos y oscuros pozos
¿ Cómo habían llegado todos al mismo lugar?
Se pudo comprobar que las puertas de todas las personas que vivían allí estaban abiertas, y dentro de cada departamento había rastros de sangre, también se corroboró que habían sido recolectadas en el viejo ascensor el cual se sabía efectivamente que había tenido un accidente previo.
Sin embargo más detenidamente uno de los bomberos vio que habia una de las puertas que se encontraba cerrada. Era la de Charlotte.
Charlotte...su cuerpo también se encontraba revuelto y calcinado con los demás. Pero en su casa no había rastros de sangre pero si encontraron fotografías...desde unas pequeñitas en la mesa del desayunador, otras pegadas en las puertas...hasta encontraron unas enmohecidas en los espejos del baño.
Las fotografias pertenecían a la bella encargada del edificio. Una chica jóven con bellisimos ojos y labios, con sus pómulos tan rosados...que ahora era irreconocible.
Así fue que los celos y la locura desmedidos de Charlotte habían irritado a todas sus vecinas y habían logrado crear el clima necesario para lograr su propia muerte.
De la cual ella volvió para vengarse.


10.27.2012

F. RUIZ

- Intenciones -

S.  Marshennikov

No intento ser el gran amor de tu vida
ese que te exige, te demanda y luego te olvida
Simplemente intento ser ese que disfruta
cada instante, cada segundo de tu compañía
Ese que en aquella noche de verano
bajo un cielo repleto de estrellas
encontró en un abrazo, en un beso tuyo
la felicidad que creía perdida
No quiero ser tu dueño, tu pastor, tu guía
ese que te dice lo que tienes que hacer y luego te margina
Simplemente intento ser ese que te quiere y te mima,
ese que en aquella madrugada de desvelo,
feliz, extasiado, intensamente disfruto
de la paz de tu rostro mientras dormías...
No me interesa ir de visita por tu vida
Ser el gran señor que te llena de cosas
por fuera y por dentro te vacía
Solo intento ser el que te provoque una sonrisa
ese que aquel día poniéndose romántico
enmarco la belleza de tu rostro
y le escribió una dulce poesía
No me gustaría ser ese que de rodillas suplica tu amor,
ese que te tortura y lastima con su fuerte obsesión
Solamente ansío ser aquel que naturalmente desees
ese que en una impensada y casual noche
fue dueño de tu confianza por única vez
protagonista sin ninguna restricción
de la completa entrega de tu pasión
Solo intento ser aquel que te pueda enseñar
Que quizás exista el amor eterno
Que tal vez la felicidad tenga dueño
Que cada instante compartido
puede ser un mágico sueño
del que no se quiere despertar...
Solo pretendo ser únicamente yo
ese loco perdido que te quiere
ese poeta que se anima a decir
sin miedos todo lo que siente... 


R. BOLAÑO



15 de julio de 2003:fallece el escritor y poeta chileno (n. 1953).


Amuleto (fragmento)

" Tal vez fue la locura la que me impulsó a viajar. Puede que fuera la locura. Yo decía que había sido la cultura. Claro que la cultura a veces es la locura, o comprende la locura. Tal vez fue el desamor el que me impulsó a viajar. Tal vez fue un amor excesivo y desbordante. Tal vez fue la locura.
Lo único cierto es que llegué a México en 1965 y me planté en casa de León Felipe y en casa de Pedro Garfias y les dije aquí estoy para lo que gusten mandar. Y les debí de caer simpática, porque antipática no soy, aunque a veces soy pesada, pero antipática nunca. Y lo primero que hice fue coger una escoba y ponerme a barrer el suelo de sus casas y luego a limpiar las ventanas y cada vez que podía les pedía dinero y les hacía compra. Y ellos me decían con ese tono español tan peculiar, esa musiquilla ríspida que no los abandonó nunca, como si encircularan las zetas y las ces y como si dejaran a las eses más huérfanas y libidinosas que nunca, Auxilio, me decían, deja ya de trasegar por el piso, Auxilio, deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo simpre se ha avenido con la literatura. Y yo me los quedaba mirando y pensaba cuánta razón tienen, el polvo siempre, y la literatura siempre, y como yo entonces era una buscadora de matices me imaginaba los libros quietos en las estanterías y me imaginaba el polvo del mundo que iba entrando en las bibliotecas, lentamente, perseverantemente, imparable, y entonces comprendía que los libros eran presa fácil del polvo (lo comprendía pero me negaba a aceptarlo), veía torbellinos de polvo, nubes de polvo que se materializaban en una pampa que existía en el fondo de mi memoria, y las nubes avanzaban hasta llegar al DF, las nubes de mi pampa particular que era la pampa de todos aunque muchos se negaban a verla, y entonces todo quedaba cubierto por la polvareda, los libros que había leído y los libros que pensaba leer, y ahí ya no había nada que hacer, por más que usara la escoba y el trapo el polvo no se iba a marchar jamás, porque ese polvo era parte consustancial de los libros y allí, a su manera, vivían o remedaban algo parecido a la vida. "




- Los perros románticos 


Parmigianino


En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.



 - Mi cocina literaria -

J. B.  Armand Guillaumin

Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara, algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.
A veces, sin embargo, cuando soy víctima de irrefrenables ataques de optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias espantosas) mi cocina literaria se transforma en un castillo medieval (con cocina) o en un departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio) o en una ruca en los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata). Metido en estos trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el equilibrio y pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando, pues esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar libros (prefiero no decir “quemarlos” porque sería exagerar) hay un solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.
La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel.

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