R. BOLAÑO



15 de julio de 2003:fallece el escritor y poeta chileno (n. 1953).


Amuleto (fragmento)

" Tal vez fue la locura la que me impulsó a viajar. Puede que fuera la locura. Yo decía que había sido la cultura. Claro que la cultura a veces es la locura, o comprende la locura. Tal vez fue el desamor el que me impulsó a viajar. Tal vez fue un amor excesivo y desbordante. Tal vez fue la locura.
Lo único cierto es que llegué a México en 1965 y me planté en casa de León Felipe y en casa de Pedro Garfias y les dije aquí estoy para lo que gusten mandar. Y les debí de caer simpática, porque antipática no soy, aunque a veces soy pesada, pero antipática nunca. Y lo primero que hice fue coger una escoba y ponerme a barrer el suelo de sus casas y luego a limpiar las ventanas y cada vez que podía les pedía dinero y les hacía compra. Y ellos me decían con ese tono español tan peculiar, esa musiquilla ríspida que no los abandonó nunca, como si encircularan las zetas y las ces y como si dejaran a las eses más huérfanas y libidinosas que nunca, Auxilio, me decían, deja ya de trasegar por el piso, Auxilio, deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo simpre se ha avenido con la literatura. Y yo me los quedaba mirando y pensaba cuánta razón tienen, el polvo siempre, y la literatura siempre, y como yo entonces era una buscadora de matices me imaginaba los libros quietos en las estanterías y me imaginaba el polvo del mundo que iba entrando en las bibliotecas, lentamente, perseverantemente, imparable, y entonces comprendía que los libros eran presa fácil del polvo (lo comprendía pero me negaba a aceptarlo), veía torbellinos de polvo, nubes de polvo que se materializaban en una pampa que existía en el fondo de mi memoria, y las nubes avanzaban hasta llegar al DF, las nubes de mi pampa particular que era la pampa de todos aunque muchos se negaban a verla, y entonces todo quedaba cubierto por la polvareda, los libros que había leído y los libros que pensaba leer, y ahí ya no había nada que hacer, por más que usara la escoba y el trapo el polvo no se iba a marchar jamás, porque ese polvo era parte consustancial de los libros y allí, a su manera, vivían o remedaban algo parecido a la vida. "




- Los perros románticos 


Parmigianino


En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.



 - Mi cocina literaria -

J. B.  Armand Guillaumin

Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara, algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.
A veces, sin embargo, cuando soy víctima de irrefrenables ataques de optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias espantosas) mi cocina literaria se transforma en un castillo medieval (con cocina) o en un departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio) o en una ruca en los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata). Metido en estos trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el equilibrio y pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando, pues esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar libros (prefiero no decir “quemarlos” porque sería exagerar) hay un solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.
La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel.

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