EL CASTELLANO EN EL SIGLO XV


En los últimos años del siglo XIV y  primeros del XV se empiezan a observar síntomas de un nuevo rumbo cultural. Se introduce en España la poesía alegórica, cuyos modelos son la Divina Comedia de Dante y los Triunfos de Petrarca; Ayala traduce parte de las Caídas de los Príncipes de Boccaccio, que hacen reflexionar sobre la intervención de la Fortuna o la Providencia en la suerte de los humanos. Los tres grandes autores italianos fueron muy leídos e imitados. Con la ya secular influencia francesa, mantenida por el incremento de las costumbres cortesanas y caballerescas, comenzaba a competir la de la trecentista. La conquista de Nápoles por Alfonso V de Aragón (1443) intensificó las relaciones literarias con Italia. En Castilla, los paladines de la nueva orientación son, primero, Micer Francisco Imperial y don Enrique de Villena; después, el Marqués de Santillana y Juan de Mena. Al mismo tiempo crecía el interés por el mundo grecolatino, atestiguado ya en el último tercio del siglo XIV por las traducciones de Fernández de Heredia y Ayala. Don Enrique de Villena traslada la Eneida, y tanto su versión como sus nutridas glosas al poema cirgiliano dejaron larga huella en la literatura castellana. Juan de Mena puso en romance las Ilias latina, el compendio homérico atribuido entoncesw a "Píndaro Tebano"; don Alonso de Cartagena romanzó obras de Séneca y Cicerón; y Pedro Díaz de Toledo a través del texto latino de Pier Cándido Decembri, el Fedón platónico. 
La antigüedad no es para los hombres del siglo XV simple materia de conocimiento, sino ideal superior que admiran ciegamente y pretenden resucitar, mientras desdeñan la Edad Media en que viven todavía y que se les antoja bárbara en comparación con el mundo clásico. Alfonso V concierta una paz  a cambio de un manuscrito de Tito Livio. Juan de Mena siente por la Iliada una veneración religiosa, llamando al poema homérico "sancta e seráphica obra". Cuando la atención se ahincaba en las lenguas griega y latina, aureoladas de todas las perfecciones, el romance parecía "rudo y  desierto", según lo califica el mismo Juan de Mena. 
Resultado de tanta admiración fue el intento de trasplantar al romance usos sintácticos latinos sin dilucidar antes si encajaba o no dentro del sistema lingüístico del español. Se pretende, por ejemplo, remedar el hipérbaton, dislocando violentamente el adjetivo del sustantivo: "pocos hallo que de las mías paguen obras" (´a quienes gusten mis obras´); "a la moderna volviéndose rueda"; "las potencias del ánima tres". Se adopta el participio de presente en lugar de la oración de relativo, del gerundio o de otros giros. Se emplea el infinitivo dependiente de otro verbo, a la manera latina; "honestidad e contenencia non es dubda ser muy grandes e escogidas virtudes". Corriente es también la colocación del verbo al final de la frase. La adjetivación, hasta entonces parca, empieza a prodigarse, con frecuente anteposición al sustantivo. No siempre hay diferencia de función entre los calificativos antepuestos y los pospuestos, como puede verse en otros ejemplos del Marqués: "la eloquencia dulçe e fermosa fabla"; "nunca... se fallaron si non en los ánimos gentiles, claros ingeniosos e elevados espíritus". 
La prosa busca amplitud y magnificencia, desarrollando las ideas de manera reposada y profusa, y repitiéndolas a veces con términos equivalentes: "Cómmo pues, o por quál manera, señor muy virtuoso, estas sciencias hayan primeramente venido en mano de los romancistas o vulgares, creo que sería difícil inquisión e una trabajosa pesquisa"...
Basado en R. Lapesa


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