ALAN COURT
Lynn Buckham
Locamente, me fui entregando a los caprichitos y berrinches manipuladores de una pibita borderline. Era como una nueva forma de jugar a la bipolaridad, de a dos como es de costumbre entre ellos. Todo lo que hacían era una expresión genuina de genialidad desbarrada que desencadenaba las psicosis. Tanto tiroteo me dejó agujereado, las bolas que tenía el dueño de la bola de cristal eran grandes. Una vez, se tocaron las manos; él la vio lagrimear y se le partió el alma en añicos; por primera vez supo que tenía corazón. No tenía que ver con él. Conmoción sigilosa, cosas difíciles de ver en el ojo izquierdo de esta particular raza de canes.
Supe que la loba era débil ante lo viejo pero compasiva. Esa osamenta esquelética de los enfermos no era su presa sexual, era un perro flaco, un zorrito carroñero. Cuando atacaba con las zarpas, agarraba y le hincaba el colmillo en la yugular, después relamía las heridas de sus víctimas y posteriormente de las suyas, no sólo por la sangre, sino para subsanar. Rómulo y Remo, los hijos adoptivos de la loba, eran cachorros de una misma camada, pero no crías, sino criaturas desnutridas que no pudieron mamar, porque esa loba se había apoderado de la teta.
Volviendo al tema de la zorro que se escapó por la ventana haciéndose pasar por un tapado de piel en una vidriera, fue muy sencillo volver a cazarlo. Torpemente, como todo animal, volvió a caer en la misma trampa; siguió el rastro hormonal. Únicamente, olisqueaba los árboles, los restos de materia fecal, semen y la orina, no eran aromas. Si bien merodeaba las estepas, hambriento de sed sanguínea, no era sólo por una necesidad, sino por la carne que se come sin hambre, la que se necesita. Advirtiendo que ella estaba en celo, fue a garantizar la raza de su progenie con el hembra alfa más apta y recesiva. Gimió la loba, cuando aulló toda la noche de tormenta cuando fue inseminada por el primer sarnoso que apareció cerca de ella y más lejos del alfa. Rechinaron sus dientes, cuando se la montó un viejo lobo feroz, mientras le contaba la leyenda del colmillo. Estaba en celo y para las bestias no existe el amor, sino la necesidad deseosa de copular, nada que ver con el amor y el deseo. Tardaba ciclos en darse cuenta de que los lobos no aman, se montan y se separan, o se hacen manadas o parias.
Uno llamado estepario, reencarnó en un personaje de ficción llamado Harry Haller, un romántico, sombra de paria, cojo, ciego, tosco, de malas costumbres, un bicho distinto a un gran Danés. Antes que nada, era preferible madurar siendo aún joven, sólo por la experiencia que se gana. Nunca nadie aconseja hacer cosas semejantes de esas que llaman “quemar etapas”. Yo lo llamaría: “quemar estepas”. Pocas personas aseveran que vale la pena crecer a un ritmo letárgico, a fomentar conductas pueriles y promiscuas. Consciente, del sturm und drang.
Ella lo supo, la literatura la llevo a conocer la inmortalidad. Esas ganas de ser parte de la Historia, lo consigue al escribir su nombre en el canto de un cuaderno, y colgar su foto de almanaque en alguna pared. Tuve la dicha de ser presa sexual de semejante criatura. Hoy por hoy le doy de comer una prosa fácil de digerir. Un mañana será un opúsculo con tropos lingüísticos, conceptos psicoanalíticos, arcaísmos, alegorías, etc. Sólo me queda una cosa por decirte: Esto no es ni un pobre prolegómeno, ni un prólogo para vos. Tengo más.