MARC CHAGALL
El pintor Marc Chagall fue, sobre todo, un artista de la memoria, la de su infancia en la ciudad de Vitebsk, a la sombra de la sinagoga y de las cúpulas doradas de las iglesias ortodoxas, o la de sus años de juventud y de madurez en el París de una edad de oro artística. Chagall, nacido Moshe Segal, es además un pintor judío muy influenciado por los relatos de la Biblia, con su nutrida galería de patriarcas, reyes y profetas, esperanza de un pueblo singular que fue elevada a la categoría de esperanza universal.
El artista se decepcionó pronto con las promesas emancipadoras de la revolución soviética y de su “hombre nuevo” negador de todos los pasados, entre ellos el de un Israel milenario. Se exiliaría en París y publicaría Mi vida, con apenas treinta y cinco años. Había vivido una vida rusa campesina y una vida parisina muy de la Belle Époque, pero el editor Ambroise Vollard, que le había encargado ilustrar Las Almas Muertas de su admirado Gogol, brindó a Chagall una oportunidad en 1931 que daría un giro significativo a su trayectoria: un viaje a Palestina para empaparse de la luminosidad mediterránea del antiguo Israel, preámbulo del ambicioso proyecto de ilustrar una nueva edición de la Biblia. La publicación no se llevó a cabo, aunque Chagall realizó, a lo largo de dos décadas, más de un centenar de grabados de escenas del Antiguo Testamento que, junto con otras obras posteriores, forman parte de los fondos del Museo Bíblico de Niza.
Chagall solía decir que la Biblia es la fuente más grande de la poesía. ¿Y quién es el mayor poeta del Antiguo Testamento? El rey David, el que entonaba salmos cada día, trajo instrumentos para el servicio del altar y compuso música de acompañamiento (Ecl 47, 9).Aquel monarca surge con frecuencia en las obras del pintor, a veces en un tono ingenuo como en una litografía de 1956, que representa al joven rey David bailando con un león, referencia inequívoca al símbolo de la tribu de Judá, aquel hijo de Jacob al que su padre comparó a un cachorro de león (Gen 49,9). El león de Chagall no debe ser el mismo al que David mató para salvar a los corderos de su rebaño, según contara él mismo a Saúl (I Sam 17, 34). Este león acompaña alegremente a un rey, a la vez guerrero y pacífico, que ha hecho de Jerusalén, la ciudad de la paz, la capital de su reino. Es un soberano que aún conserva la desenfadada sencillez del pastor de su Belén natal, y en su rostro no parecen notarse los sufrimientos por la injusta persecución a que le sometiera Saúl. La alegría de David no es un júbilo que nace en un corazón henchido de orgullo y que está convencido que todo se lo debe a sí mismo. Es una alegría que hunde sus raíces en una continua acción de gracias a Dios, fiel a su pueblo desde la promesa hecha a Abrahán.
Sin embargo, el lienzo El Rey David, pintado por Chagall en 1951, nos ofrece una imagen diferente del personaje bíblico. Su traje de color púrpura, su corona y su aureola nos indican la dignidad de rey ungido del Señor. Es un hombre maduro, aunque sigue tocando la cítara como en sus años mozos. A sus pies, vemos a un pueblo que baila por las calles de Jerusalén, bajo los destellos rojos y amarillos del Sol, aunque también contemplamos con expresivos tonos verdosos la imagen de un anciano, el profeta Natán, que se oprime la rodilla con una mano mientras se apoya la otra en el tórax, a la altura del corazón. Parece decirnos que allí se fraguan todas las acciones humanas. Me brota del corazón un poema bello, leemos al inicio del Salmo 44, aunque del corazón también puede salir el mal, como le sucedió a David con Betsabé, la mujer de Urías. Un afecto desordenado culminó en adulterio y homicidio, y Natán tendría que recriminar al rey su grave pecado. Sin embargo, David pide perdón a Dios y reconoce su culpa, como reconocerá otras en un reinado en el que se entremezclan virtudes y acciones deleznables. Pero el principal mérito de David ante Dios no son sus hazañas guerreras ni sus sacrificios de animales. Es el corazón sincero, quebrantado y humillado del que nos habla el Salmo 50.
En la obra de Chagall hay, junto al profeta, un libro abierto del que sale un espíritu que adopta forma de mujer. Es Betsabé, cuyo rostro aparece de nuevo en la parte inferior del lienzo dando el pecho a su hijo Salomón, el amado por Dios (2 Sam 12, 24). Tampoco éste será fiel a su Señor, hecho repetido tantas veces en la historia de la salvación, pero el ángel que vemos en el cuadro, arrojando flores desde el cielo, acaso nos esté recordando una vez más que “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad” (Sal 144, 1).
El artista se decepcionó pronto con las promesas emancipadoras de la revolución soviética y de su “hombre nuevo” negador de todos los pasados, entre ellos el de un Israel milenario. Se exiliaría en París y publicaría Mi vida, con apenas treinta y cinco años. Había vivido una vida rusa campesina y una vida parisina muy de la Belle Époque, pero el editor Ambroise Vollard, que le había encargado ilustrar Las Almas Muertas de su admirado Gogol, brindó a Chagall una oportunidad en 1931 que daría un giro significativo a su trayectoria: un viaje a Palestina para empaparse de la luminosidad mediterránea del antiguo Israel, preámbulo del ambicioso proyecto de ilustrar una nueva edición de la Biblia. La publicación no se llevó a cabo, aunque Chagall realizó, a lo largo de dos décadas, más de un centenar de grabados de escenas del Antiguo Testamento que, junto con otras obras posteriores, forman parte de los fondos del Museo Bíblico de Niza.
Chagall solía decir que la Biblia es la fuente más grande de la poesía. ¿Y quién es el mayor poeta del Antiguo Testamento? El rey David, el que entonaba salmos cada día, trajo instrumentos para el servicio del altar y compuso música de acompañamiento (Ecl 47, 9).Aquel monarca surge con frecuencia en las obras del pintor, a veces en un tono ingenuo como en una litografía de 1956, que representa al joven rey David bailando con un león, referencia inequívoca al símbolo de la tribu de Judá, aquel hijo de Jacob al que su padre comparó a un cachorro de león (Gen 49,9). El león de Chagall no debe ser el mismo al que David mató para salvar a los corderos de su rebaño, según contara él mismo a Saúl (I Sam 17, 34). Este león acompaña alegremente a un rey, a la vez guerrero y pacífico, que ha hecho de Jerusalén, la ciudad de la paz, la capital de su reino. Es un soberano que aún conserva la desenfadada sencillez del pastor de su Belén natal, y en su rostro no parecen notarse los sufrimientos por la injusta persecución a que le sometiera Saúl. La alegría de David no es un júbilo que nace en un corazón henchido de orgullo y que está convencido que todo se lo debe a sí mismo. Es una alegría que hunde sus raíces en una continua acción de gracias a Dios, fiel a su pueblo desde la promesa hecha a Abrahán.
Sin embargo, el lienzo El Rey David, pintado por Chagall en 1951, nos ofrece una imagen diferente del personaje bíblico. Su traje de color púrpura, su corona y su aureola nos indican la dignidad de rey ungido del Señor. Es un hombre maduro, aunque sigue tocando la cítara como en sus años mozos. A sus pies, vemos a un pueblo que baila por las calles de Jerusalén, bajo los destellos rojos y amarillos del Sol, aunque también contemplamos con expresivos tonos verdosos la imagen de un anciano, el profeta Natán, que se oprime la rodilla con una mano mientras se apoya la otra en el tórax, a la altura del corazón. Parece decirnos que allí se fraguan todas las acciones humanas. Me brota del corazón un poema bello, leemos al inicio del Salmo 44, aunque del corazón también puede salir el mal, como le sucedió a David con Betsabé, la mujer de Urías. Un afecto desordenado culminó en adulterio y homicidio, y Natán tendría que recriminar al rey su grave pecado. Sin embargo, David pide perdón a Dios y reconoce su culpa, como reconocerá otras en un reinado en el que se entremezclan virtudes y acciones deleznables. Pero el principal mérito de David ante Dios no son sus hazañas guerreras ni sus sacrificios de animales. Es el corazón sincero, quebrantado y humillado del que nos habla el Salmo 50.
En la obra de Chagall hay, junto al profeta, un libro abierto del que sale un espíritu que adopta forma de mujer. Es Betsabé, cuyo rostro aparece de nuevo en la parte inferior del lienzo dando el pecho a su hijo Salomón, el amado por Dios (2 Sam 12, 24). Tampoco éste será fiel a su Señor, hecho repetido tantas veces en la historia de la salvación, pero el ángel que vemos en el cuadro, arrojando flores desde el cielo, acaso nos esté recordando una vez más que “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad” (Sal 144, 1).