AZORÍN
Ignacio Zuloaga
«Hay cada ocho, cada diez, cada veinte años –ha seguido pensando-, un nuevo tipo de escritor que representa las aspiraciones y los gustos comunes. No hay más que abrir una colección de periódicos para verlo claramente. La sintaxis, la adjetivación, la analogía, hasta la misma puntación, cambian en breve espacio de tiempo… Un cronista no puede ser “brillante” más allá de diez años…, y es mucho. Después queda anticuado, desorientado. Otros jóvenes vienen con otros adjetivos, con otras metáforas, con otras paradojas…, y el antiguo cronista muere definitivamente, para el presente y para la posterioridad… ¿Quién era Selgas? ¿Quiés era Castro y Serrano?... Yo veo que hay dos cosas en literatura: la novedad y la originalidad. La novedad está en la forma, en la facilidad, en el ardimiento, en la elegancia del estilo. La originalidad es cosa más honda: está en algo indefinible, en un secreto encanto de la idea, en una idealidad sugestiva y misteriosa… Los escritores nuevos son los más populares; los originales rara vez alcanzan la popularidad en vida…, pero pasan, pasan indefectiblemente a la posteridad. Y es que sólo puede ser popular lo artificioso, lo ingenioso, y los escritores originales son todos sencillos, claros, desaliñados casi…, porque sienten mucho. Cervantes, Teresa de Jesús, Bécquer…, son incorrectos, torpes, desmañados. En tiempo de Cervantes, los Argensola era los cronistas “brillantes”; en tiempo de Bécquer…, yo no sé quién sería, tal vez aquel majadero de Lorenzana…».
Sergey Tyukanov
«¡El progreso! ¡Qué nos importan las generaciones futuras! Lo importante es nuestra vida, nuestra sensación momentánea y actual, nuestro yo, que es un relampagueo fugaz. Además, el progreso es inmoral, es una colosal inmoralidad, porque consiste en el bienestar de unas generaciones a costa del trabajo y del sacrificio de las anteriores.»
Azorín entra en la calle de los Estudios. Pasa por la misma una mujer con dos niños. Y Azorín piensa:
«No sé qué estúpida vanidad, qué monstruoso deseo de inmortalidad, no lleva a continuar nuestra personalidad más allá de nosotros. Yo tengo por la obra más criminal esta de empeñarnos en que prosiga indefinidamente una humanidad que siempre ha de sentirse estremecida por el dolor: por el dolor del deseo incumplido, por el dolor, más angustioso todavía, del deseo satisfecho… Podrán llegar los hombres al más alto grado de bienestar, ser todos buenos, ser todos inteligentes…, pero no serán felices; porque el tiempo, que se lleva la juventud y la belleza, trae a nosotros la añoranza melancólica por las pasadas agradables sensaciones. Y el recuerdo será siempre fuente de tristeza. Yo de mí sé decir que nada hay que tanto me contriste como volver a ver un lugar –una casa, un paisaje- que frecuenté en mi adolescencia; ni nada que ponga tanta amargura en mi espíritu como observar cómo ha ido envejeciendo…, cómo ha perdido el brillo de los ojos, y la flexibilidad de sus miembros, y la gallardía de sus movimientos… la mujer que yo amé secreta y fugazmente siendo muchacho. ¡Todo pasa brutalmente, inexorablemente! Y yo veo junto a esta mujer deforme, lenta, inexpresiva…, un gesto, una mirada, un movimiento de la muchacha de antaño…, su modo peculiar de sonreír entornando los ojos titileantes, su manera de decir no, su expresión deliciosamente grave al hacer una confidencia… ¡Y todo este resurgimiento instintivo me llena de una tristeza casi anhelante! Y pienso en una inmensa Danza de la Muerte, frenética, ciega, que juega con nosotros y nos lleva a la nada… Los hombres mueren, las cosas mueren. Y las cosas me recuerdan los hombres, las sensaciones múltiples de esos hombres, los deseos, los caprichos, las angustias, las voluptuosidades de todo un mundo que ya no es.»
Igor Samsonov
«La cofradía canta más lejos; sus deprecaciones llegan a través de la distancia opacas, temblorosas, suaves.
El maestro exclama:
-¡Ah, la inteligencia es el mal!... Comprender es entristecerse; observar es sentirse vivir… Y sentirse vivir es sentir la muerte, es sentir la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean hacia el océano misterioso de la nada…
Ya en la lejanía, apenas se percibe, a retazos, la súplica fervorosa de los labriegos, de los hombres sencillos, de los hombres felices… Una campana toca cerca; en la madera del balcón clarean dos grandes ángulos de luz tenue.»
La voluntad