¡ESCRIBIENDO QUÉ NO ES POCO!
Delphin Enjolras
La lectura de los grandes es, pues, toda una clase gratuita a la que hay que acudir para sentarse en la última fila de Azorín o de Proust, de Chejov o de Valle Inclán, tomando apuntes, por ejemplo, de cómo Don Ramón escogía las piezas de las palabras para incrustarlas eficaz y brillantemente en las articulaciones de sus acotaciones teatrales. Hay escritores inimitables y otros que no lo son, hay escritores que confiesan en cartas y en Diarios sus batallas creadoras (pienso en Virginia Woolf) entre la enfermedad, los editores, la familia, el público y las críticas. Ahí se les ve luchar, y eso indudablemente aviva la serenidad de nuestras luchas.
Es indudable que se aprende a escribir leyendo a los grandes escritores. Ellos se han adelantado antes que nosotros a ver la vida y a contarla y, cada uno desde su siglo – es decir, con sus maneras y enfoques propios, con su estilo – ha procurado entregar su visión de la vida a los demás.
Hay que desconfiar un poco de aquel escritor que no lea a los antiguos y a los maestros, aun cuando el tiempo haya desbrozado modos y modas de aquellos autores y ya no se escriba como ellos hicieron sino, por ejemplo, como a veces hoy ocurre, con el pulso sintético y cinematográfico inyectado bajo la piel de una prosa vibrante.
Pero los grandes temas y los grandes tratamientos – desde los griegos a Shakespeare o a Tolstoi – están ahí y uno debe de beber en las fuentes igual que se sumerge en las aguas de las más hermosas películas de todos los tiempos para aprender cómo hacer cine. En la Universidad de Columbia, por ejemplo, hay todo un curso para creadores que abarca desde Homero y Sófocles hasta Virginia Woolf y cualquier lectura reposada de un aspirante a escritor le mostrará hasta dónde llegó la sensibilidad y qué formas exteriores se aplicaron para narrar la esencia de la vida.
Se ha dicho que muchas vocaciones literarias han nacido en la cuna silenciosa de las bibliotecas paternas o en esos espacios de soledad elegida u obligada que un hombre o una mujer joven han abrazado de modo consciente. Quizá más que el asombro ante las maravillas de la naturaleza uno se asombre de cómo han sabido contar otros esas maravillas, y qué adjetivos escogió Quevedo o Góngora para describir una pasión o una joya. Todo el remanso de los clásicos, en vez de repeler, lo que debe hacer es animar a un joven escritor hacia el estímulo de la apertura de su propia voz, voz única, no antes pronunciada ni por Góngora ni por Quevedo ni por Cervantes, porque tampoco las voces de aquellos grandes autores habían sido formuladas en siglos anteriores. Cada uno se atrevió, en el siglo de Oro o en el XXl a una personal formulación, cuajada de adjetivos propios, tallada a golpes de corrección, en amistad entrañable con la paciencia – amiga íntima que siempre debe acompañar al escritor – , encadenada al eslabón de una constancia que lleve a buen puerto la tarea iniciada.
La lectura de los grandes es, pues, toda una clase gratuita a la que hay que acudir para sentarse en la última fila de Azorín o de Proust, de Chejov o de Valle Inclán, tomando apuntes, por ejemplo, de cómo Don Ramón escogía las piezas de las palabras para incrustarlas eficaz y brillantemente en las articulaciones de sus acotaciones teatrales. Hay escritores inimitables y otros que no lo son, hay escritores que confiesan en cartas y en Diarios sus batallas creadoras (pienso en Virginia Woolf) entre la enfermedad, los editores, la familia, el público y las críticas. Ahí se les ve luchar, y eso indudablemente aviva la serenidad de nuestras luchas.
Y además de leer a los grandes como si uno se adentrase pausadamente en el mar, pienso que se aprende a escribir tomando la libertad entre los dedos y esbozando una y otra vez aquello que llevamos dentro y que queremos expresar. En ocasiones la rigidez y la prisa estropean radicalmente el cuadro, se cree que ya en el primer intento debe surgir el acierto y no es así: el esbozo es eso, un perfil a carboncillo, el apunte sobre el cartón mientras acaso copiamos las maneras de un cuento que nos sobrecogió y de las que nos iremos despegando para ser poco a poco nosotros mismos. Habría ejemplos innumerables: Stravinski (tomado como un creador más, aunque no fuera escritor), pedía en los aviones a la azafata una servilleta e iba escribiendo esos esbozos de música, invenciones de composición en el aire, cuando la imaginación le provocaba, y luego, ya en su hotel, iba pegando y ajustando esos recortes sobre el mosaico de un papel para componer poco a poco lo que se le había ido ocurriendo a trazos. Igual hacía en lo profundo de la noche y en su estancia a cubierto de todos los ruidos Marcel Proust con sus célebres cuadernos.
La constancia en la contemplación del mundo – la contemplación es inacabable – lleva de la mano, o debe llevar, a la perseverancia en la ejecución, como esos admirables artesanos manuales que bordean una y otra vez con sus dedos la arcilla haciendo rodar una creación que va dando las vueltas a la paciencia y la paciencia a su vez va dando las vueltas a la vida.
Aprender a escribir es un arte impregnado de humildad. Todas las profundas virtudes del hombre – la laboriosidad, la tenacidad, el ánimo estable, la superación de dificultades – marchan junto a la humildad que se coloca junto a nosotros en la mesa y se adelanta a escribir antes de que nosotros lo hagamos, mostrándonos su sabiduría Humildad para no creernos Cervantes pero tampoco para temer o desdeñar al autor de El Quijote. Él nos enseña que desde la cárcel observó la vida y que después prosiguió página a página, soslayando penurias y contratiempos entre el humor y el sentido común del escudero y del caballero. Aprender a escribir es recomenzar lo andado, dar rodeos de estilo y de formas para decir de otro modo lo que muchos han dicho ya. Aprender a escribir es conocer que cada libro arranca desde cero y la experiencia anterior no nos quita ese pánico de la página en blanco ni ese temor al qué dirán los ojos lectores. Aprender a escribir, como todos los aprendizajes de aquellos palotes mostrados por los maestros primeros o como en las dulzuras empeñadas de las madres, supone siempre esfuerzo y sacrificio. Hay que sacrificar los ocios, olvidarse del paso de las horas, creer en sí mismo. Trabajar. Trabajar el lenguaje, trabajar la composición, trabajar los retoques últimos.
Aprender a escribir es saber que uno está aprendiendo siempre, como un viejo niño escritor que no acaba de crecer por completo, y eso en sí, cada día, humildemente, ya es una maravilla.
Hay que aprender a escribir conociéndose. Asomándose al espejo de la personalidad y sabiendo enseguida si uno es un hombre o una mujer de mañanas o de tardes, si a las noches se les puede arrancar algo de trabajo.