ALMUDENA GRANDES

La debilidad del obispo 
ALMUDENA GRANDES 15 DIC 2013 - 00:00 CET
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Una vez a la semana –con suerte dos, con mucha suerte tres–, el obispo de Bangassou se retira discretamente para encerrarse en una habitación.
Juan José Aguirre lleva 33 años viviendo en la República Centroafricana, un país riquísimo en yacimientos de uranio, diamantes y petróleo, el segundo país más pobre de la Tierra. Esa dolorosa paradoja no es la única que ha marcado su vida. A él le ha tocado vivir en primera persona otras todavía peores.
Cuando Aguirre llegó a Bangassou, los ancianos de las aldeas cercanas contaban con el respeto y la admiración de los más jóvenes. Por eso, para subrayar su prestigio, se les consideraba hechiceros, hombres sabios, poderosos. Hasta que el sida cayó sobre ellos. La enfermedad más feroz de nuestro tiempo se cebó en la población centroafricana con una virulencia insólita, y mientras los médicos se confesaban impotentes, incapaces de curarla, el Gobierno buscó culpables, los encontró en los viejos, puesto que siempre se les había considerado hechiceros, y se dispuso a dar una solución ejemplar al problema. Sin más trámite, ordenó que se detuviera a todos los ancianos para encerrarlos en cárceles inmundas, sin camas, sin atención médica, en las condiciones precisas para asegurarles una muerte lenta y atroz. Hasta que Juan José Aguirre se los pidió al Gobierno. Fue más o menos así: a vosotros os estorban, dádmelos a mí y yo me encargo. Se salió con la suya, se los llevó a Bangassou, hizo casas para ellos, les alojó, les atendió, les dio de comer. Y descubrió que no había hecho más que empezar.
El sida se había convertido en el mayor asesino en serie del planeta; África, en su coto favorito, y el número de víctimas crecía en una proporción inconcebible, imposible no ya de atajar, sino hasta de comprender. Los culpables seguían resultando imprescindibles, y después de los ancianos les tocó a las mujeres. Ellas debían de tener la culpa, pues al estar enfermas, parían hijos enfermos que extendían la epidemia. La tragedia incomparable de aquellas madres moribundas, cuya agonía se incrementaba con sus moribundos bebés entre los brazos, fue la segunda apuesta de Juan José Aguirre, que supo reconocer la ferocidad de su enemigo y no intentó atacarlo de frente, sino por los flancos. Agrupó a las madres de las madres muertas o terminales, y al ocuparse de las abuelas garantizó la atención de sus nietos. Años después, uno de aquellos huérfanos del sida fue a verlo con un uniforme militar para exigirle un bidón de gasolina mientras le apuntaba con su fusil. El obispo le reconoció, y no discutió con él. Le preguntó solamente cómo estaba su abuela. El soldado no fue capaz de sostenerle la mirada. Quítate ese uniforme, anda, y vuelve a la escuela, que vamos a empezar enseguida… El día que le vio entrar en clase supo que había vuelto a ganar, pero no se detuvo en el sabor de aquella victoria. Todavía le quedaba demasiado por hacer.
Se los llevó a Bangassou, les atendió… Y descubrió que no había hecho más que empezar
El obispo de Bangassou siguió pensando, negociando con el Gobierno, con sus patrocinadores, con cualquiera que se le pusiera a tiro. Abrió dispensarios médicos, centros de vacunación, quirófanos, farmacias, guarderías, escuelas elementales, secundarias, de formación profesional, aulas para adultos, bibliotecas… Siguió estando en el centro de su comunidad, pendiente de todo lo que sucedía a su alrededor, atento a la codicia de los ricos y a la miseria de los pobres, tendiendo puentes, proponiendo soluciones, haciendo pequeños milagros a diario. Pero todas las semanas, una, dos o tres veces, durante todos estos años, Juan José Aguirre se ha retirado discretamente para encerrarse en una habitación y encender la radio.
Ahora, mientras una nueva guerra, una vez más atroz y devastadora, completa la espantosa obra del sida en la República Centro­africana, quizá no tiene tiempo para disfrutar de la mejor temporada de la historia de su equipo. Quizá ahora mismo tiene demasiadas cosas que hacer como para cantar los goles de Villa y de Diego Costa. Pero yo, que llevo los mismos colores en el corazón, escribo este artículo para que el Cholo y sus chicos jueguen desde ahora también para él, por el obispo de Bangassou, que desde hace 33 años vive para los demás con una sola excepción, su amorosa, incondicional debilidad por el Atlético de Madrid.


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