2.24.2013

ARES O MARTE


Marte
Velázquez, 1640.
Óleo en tela, 179 x 95.
Prado, Madrid.


Ares el dios de la guerra, es un dios olímpico, hijo de Zeus y de Hera. No es querido entre los dioses, participó en varias batallas en la Ilíada de Homero, escoltado por sus hijos Éride (la discordia), Deimos (el miedo) Fobos ( el terror ).
Perdió varias veces ante la diosa Atenea que también es diosa de la guerra, ella encarna la fuerza inteligente y Ares la desmesura y la brutalidad.
Fue herido dos veces por Heracles o Hércules, y trece meses permanece prisionero de los Alóadas (Ilíada, V.384-390) dos hermanos gigantes hijos de Poseidón e Ifimedea,que toman por asalto el Olimpo y secruestran al dios, quién es liberado más tarde gracias a la diosa Artemisa que ofrece acostarse con uno de ellos, con el gigante Oto.
El Dios Hefesto lo descubre cuando estaba en flagrante delito de adulterio con su esposa Afrodita,entonces Hefesto los apresa con una red y los expone a las miradas de los otros dioses del Olimpo.
Además de los hijos que tuvo con esta diosa, Ares ha engendrado una prole violenta, las Amazonas, el cruel Diomedes, que alimentaba a sus yaguas con carne humana, Flegias incendiario del templo de Apolo, entre otros; para vengar a su hija Alcipe, violada por un hijo de Poseidón, Ares mata al agresor, por lo cual fue juzgado por los demás dioses sobre la misma colina donde había cometido el crimen, fue absuelto, ese lugar se le conoce como Aerópago (colina de Ares).

Ares Ludovisi, atribuído a Lisipo
s.IV a.C., Museo de las Termas
Roma.

Ares en los comics
por George Pérez, 1987.
Aquí se presenta un dios enemigo de las Amazonas,
por oposición a la diosa Artemisa, su medio hermana.

Peter Paul Rubens, Marte y Rea Silva , 1616/17
Clección Principado de Liechtenstein.

Marte desarmado por Venus y las Gracias.
De Jacques-Louis David, data de 1824.
Está en el Museo Real de las Bellas Artes de Bruselas.

Hans Thomas


DIOSES DEL OLIMPO


El Triunfo de la civilización
Jacques Réattu (1760-1833).

El punto clave de la historia de la religión griega lo constitu­ye el momento de aparición y posterior difusión de los dioses "homéricos". Se les llama "homéricos" porque son los dioses que aparecen en el epos (verso) homérico. Reciben tam­bién el nombre de "olímpicos" porque en Olimpo u Olimpia radicaba su divina mansión. En Grecia existía el monte Olim­po, situado al Noroeste, y la población de Olimpia, en la Élida, al Suroeste. ¿De cuál de los dos lugares proviene el nombre? Cabe pensar que los aqueos del Norte descendieron a través de la Grecia central y se establecieron en la Élida. Trajeron con­sigo a su Zeus y lo impusieron por encima del allí existente, Cronos. Por qué en Grecia hay más de veinte montes con el nombre de Olimpo se explica pensando que los olímpicos eran los dioses de los invasores montañeses del Norte, que irrumpie­ron sobre el mundo egeo imponiéndose en algunos puntos y, por tanto, colocando a sus dioses como preeminentes.
¿Qué clase de dioses eran éstos? Su actividad no era la crea­ción del mundo, sino su conquista. Eran jefes conquistadores, que guerreaban, celebraban festines y juegos. Los dioses homé­ricos, tal como los conocemos, parecen haberse originado en los viejos conquistadores aqueos, desarrollado en las escuelas épicas jonias y asentado finalmente en Atenas.
Intentar analizar el origen de cada una de estas divinidades y su ulterior evolución es bastante complejo. Algunas de ellas eran antiguas divinidades cretomicénicas cuyo culto fue asimi­lado por las civilizaciones posteriores, mientras otras proce­dían de Oriente o del norte de Grecia.
A1 frente del Olimpo estaba Zeus, señor omnipotente. Ante él temblaban los restantes dioses y los hombres. Los que se re­velaban contra su omnímodo poder eran tremendamente casti­gados. Zeus era uno de los pocos dioses que tenían nombre in­dogermánico. Fue venerado en diversas localidades, donde se le adjudicaron diferentes ciclos de mitos. Los ciclos principales pertenecen a Tesalia y Creta. Los referentes a su nacimiento en Creta parecen vincularlo a un antiguo culto local de las caver­nas.
Según este ciclo, Zeus, perseguido por su padre Cronos, fue ocultado en Creta en una cueva y criado con la leche de la ca­bra Amaltea. Ya mayor, mató a su padre y fue su sucesor en el mando divino, estableciendo una nueva dinastía. Por otro lado, existe una versión continental relacionada con una divi­nidad tesalia que personificaba la lluvia y la fecundidad.
El descenso de los invasores daría lugar a la fusión de ambos ciclos, con la añadidura de los nombres de los dioses locales por donde iban pasando, quedando así Zeus revestido de nu­merosos epítetos.
También Hera, la esposa de Zeus, parece haber tenido un cu­rioso pasado. El epítelo de "ojos de vaca" con que la califica Homero parece relacionarse con la diosa-vaca micénica. Por otro lado, numerosas menciones la vinculan con la ciudad de Argos, apareciendo como pro­tectora de Jasón y de la expe­dición de los Argonautas. En el ciclo de la guerra de Troya nos la encontramos como una divinidad airada, siempre en lucha con su esposo Zeus. Quizás esta oposición pudiera explicarse si pensamos que Zeus era el dios invasor que se impuso a la diosa aborigen, casándose con ella y poste­riormente sometiéndola.
Como hermano de Zeus surge Poseidón, antigua divi­nidad marina que absorbió a sus rivales, quedando como la divinidad por excelencia del mar.
La presencia de Apolo es más compleja. Para algunos se trataba de una antigua divinidad arcadia protectora de los ganados, mientras para la mayor parte de la crítica se trata de una antigua divinidad originaria de Asia Menor. Prueba de que Apolo no era heleno es el hecho de que en la guerra de Troya luchara contra los aqueos. En lucha con la serpiente Pitón, ha­bía establecido su sede en Delfos, convirtiéndose en el princi­pal director de los oráculos griegos.
El caso de Palas Atenea es más sencillo. Lo que Apolo signi­ficó para la Jonia, lo fue ella para Atenas, es decir, fue la diosa protectora de la ciudad una vez que triunfó sobre Poseidón para la posesión de tal dignidad.
El personaje de Afrodita o Venus tiene un origen netamente oriental. Sus orígenes estaban vinculados a una divinidad fe­menina, símbolo de la fecundidad. Se la ha querido identificar conla Astarté fenicia. En la época clásica fue convertida en la personificación idealizada del amor, la belleza y la feminidad. Era la esposa de Hefesto, pero nunca llegó a estar verdadera­mente unida a él, lo que excitó los celos de éste. Hefesto era el único dios que personificaba una gran actividad laboral. Su trabajo era el de herrero. Lo despreciaban los restante olímpi­cos, lo cual agravaba su cojera y los engaños de su esposa Afro­dita. Sus orígenes estaban vinculados a cultos locales radicados en la isla de Lemnos o Licia.
Ares o Marte estaba vinculado a las funciones militares. Su origen parece ser tracio, aunque no es mucho lo que se sabe sobre él, debido a su parecido con numerosas divinidades orientales.
Artemis (Diana) fue una de las diosas más veneradas. Es difí­cil localizar la sede de su primitivo culto local. Homero nos la presenta como enemiga de los aqueos, lo cual nos puede suge­rir una procedencia oriental. El templo más importante dedi­cado a su culto se ha encontrado en Éfeso, cosa que confirma la anterior aseveración. A1 igual que ocurría con Zeus, su nom­bre está vinculado a numerosos epítetos, lo cual demuestra que al extenderse absorbía numerosos cultos locales.
Más discutido aparece Hermes (Mercurio). Fuera de la ver­sión homérica, no era más que el símbolo pelásgico de la pro­creación. Con Homero se convierte en el mensajero olímpico, a la par que en el guía de las almas en la vida ultraterrena.
Los dioses protectores de la agricultura son más tardíos, todos posteriores a Homero. Ello se debe, seguramente, al hecho de que en la época homérica la ganadería desplazaba a la agricultu­ra como función vital de la vida griega. En los posteriores perío­dos, al tiempo que la agricultura fue adquiriendo una mayor vi­talidad, los dioses agrarios fueron entrando en el escenario griego. Así hicieron su aparición Deméter, Perséfone y Dioniso.
Deméter y su hija Perséfone personificaban la fertilidad, irradiando su actividad a través del santuario de Eleusis. Dioniso fue el protector de la viticultura y vinicultura. Su procedencia está relacionada con la Tracia y Frigia. La difusión de su culto fue a la par con el apogeo de las polis griegas, con­virtiéndose más tarde en el centro de las llamadas religiones mistéricas en momentos de la crisis de la religión estatal encarnada en los dioses olímpicos.
Todos estos dioses fueron los vigentes en el calendario oficial griego hasta el momento de la crisis de la polis griega, en que los olímpicos comenzaron a ser desplazados por una serie de cultos, muchos de ellos secretos, que recibieron el nombre general de religiones mistéricas.


FAUNO


Fauno (en latín Faunus, ‘el favorecedor’ —de favere— o quizá ‘el portador’ —de fari—) era, en la mitología romana, una de las divinidades más populares y antiguas, los di indigetes, identificado con el griego Pan debido a la similitud de sus atributos. aparece como el tercero de los reyes del Lacio, hijo de Pico, nieto de Saturno, y padre de Latino con la ninfa Marica (que también era a veces su madre). Como sus dos predecesores, Fauno había promovido la agricultura y la cría de ganado entre sus súbditos, y también se distinguió como cazador. Igualmente, se creía que en su reinado el arcadio Evandro y Heracles llegaron al Lacio. Fauno fue adorado en dos roles diferentes: como el dios de los campos y los pastores, y como una divinidad oracular y profética. Como deidad rústica, era un espíritu bueno del bosque, las llanuras y los campos, y cuando hacía fértil al ganado se le llamaba Inuo.


2.20.2013

PALESTRA



La palabra palestra, palaistra en griego, viene de la palabra palaein, que significaba luchar. Así pues, podríamos traducirlo como “lugar para luchar”, una traducción que ya nos pone en situación sobre sus funciones en la antigua Grecia; y es que la palestra griega era una antigua escuela de lucha, en la que los jóvenes de la época, se preparaban para convertirse en fuertes guerreros.
Aunque tanto los griegos como los romanos contaban con gimnasios, las palestras eran edificios que funcionaban de forma independiente a estos, aunque otras veces podían formar parte de ellos. Así, una palestra podría existir sin contar con ningún gimnasio, no obstante, ningún gimnasio podía levantarse sin tener su propia palestra.
La importancia de este edificio es en parte entendida al ver la importancia que los griegos le daban al deporte, en concreto a los deportes de contacto y lucha, siendo esta una de las disciplinas más antiguas del mundo griego.
Durante mucho tiempo, estas palestras tan sólo eran empleadas con estos fines, viendo día a adía como los jóvenes griegos crecían convertidos en auténticos hombres. No obstante, dada la importancia del lugar, poco a poco se fueron ampliando sus horizontes como institución; y es que llegado el momento, las palestras también hicieron la función de lugar de reunión para conferencias y discusiones intelectuales y filosóficas.
Normalmente se trataba de una explanada rectangular o cuadrada a cielo abierto. La misma era rodeada por cuatro lados de pórticos con columnas, que proveían sombra al lugar. Además, contaba también con habitaciones adyacentes que podrían haber sido usadas como baños, vestuarios, almacenes, observatorio o lugares de instrucción.
Los suelos y paredes de estos lugares eran decorados con imágenes de dioses, atletas y héroes como Apolo, Hércules y Hermes, quizá para inspirar a todo aquel que se formara entre esos 4 muros.
Podemos encontrar ejemplos de estas palestras en lugares como Olimpia y Delfos, siendo a su vez las palestras mejor conservadas de la Antigua Grecia. Además, hay que añadir que como representaba algo tan importante para los griegos como la lucha, algo realmente cultural en ellos, exportarían este tipo de edificio a otras áreas como Asia Menor y Oriente Medio.


2.19.2013

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ


 BARROCO


Hoy celebramos el Día de la Mujer, y desde Lengüetazos Literariosqueremos rendir un homenaje a Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, conocida como Sor Juana Inés de la Cruz, nacida en México en 1651, religiosa católica, poetisa y dramaturga, cuya obra adquirió tanta importancia que adquirió los sobrenombres de El Fénix de América y La décima Musa.
Sus escritos revelan un pensamiento adelantado a su época, ya que critica las limitaciones a que se veían sometidas las mujeres, lo que constituye un precedente del feminismo. En 1974 se le concedió a Sor Juana Inés de la Cruz el título de Primera Feminista de América, por la defensa de la mujer que queda plasmada en su obra. En la actualidad las feministas intentan reivindicar su figura.
Aquí dejo una redondilla de la autora, donde se critica la incoherencia masculina en su trato con la mujer, acusándolas a ellas de lo que en realidad es causado por el hombre.

Hombres necios que acusáis 
a la mujer sin razón, 
sin ver que sois la ocasión 
de lo mismo que culpáis: 
si con ansia sin igual 
solicitáis su desdén, 
¿por qué queréis que obren bien 
si las incitáis al mal? 

Combatís su resistencia 
y luego, con gravedad, 
decís que fue liviandad 
lo que hizo la diligencia. 
Parecer quiere el denuedo 
de vuestro parecer loco, 
al niño que pone el coco 
y luego le tiene miedo. 

Queréis, con presunción necia, 
hallar a la que buscáis, 
para pretendida, Thais, 
y en la posesión, Lucrecia. 
¿Qué humor puede ser más raro 
que el que, falto de consejo, 
él mismo empaña el espejo, 
y siente que no esté claro? 

Con el favor y el desdén 
tenéis condición igual, 
quejándoos, si os tratan mal, 
burlándoos, si os quieren bien. 
Opinión, ninguna gana; 
pues la que más se recata, 
si no os admite, es ingrata, 
y si os admite, es liviana. 

Siempre tan necios andáis 
que, con desigual nivel, 
a una culpáis por cruel 
y a otra por fácil culpáis. 
¿pues cómo ha de estar templada 
la que vuestro amor pretende, 
si la que es ingrata, ofende, 
y la que es fácil, enfada? 

Mas, entre el enfado y pena 
que vuestro gusto refiere, 
bien haya la que no os quiere 
y quejaos en hora buena. 
Dan vuestras amantes penas 
a sus libertades alas, 
y después de hacerlas malas 
las queréis hallar muy buenas. 

¿Cuál mayor culpa ha tenido 
en una pasión errada: 
la que cae de rogada, 
o el que ruega de caído? 
¿O cuál es más de culpar, 
aunque cualquiera mal haga: 
la que peca por la paga, 
o el que paga por pecar? 

Pues ¿para qué os espantáis 
de la culpa que tenéis? 
Queredlas cual las hacéis 
o hacedlas cual las buscáis. 
Dejad de solicitar, 
y después, con más razón, 
acusaréis la afición 
de la que os fuere a rogar. 

Bien con muchas armas fundo 
que lidia vuestra arrogancia, 
pues en promesa e instancia 
juntáis diablo, carne y mundo. 


2.17.2013

PINK FLOYD

WISH YOU WERE HERE no es una canción de amor



Producida por Roger Waters y David Gimour
Todas las letras de Roger Waters
El complejo conjunto de textos que conforman el universo de The Wall (tanto el CD de música compuesto por Roger Waters como su puesta en escena o la película dirigida por Alan Parker) se sitúa históricamente junto a las primeras reflexiones sobre la postmodernidad emitidas desde la filosofía. Mediante un ejercicio de análisis textual que integre las distintas propuestas, cotejaremos el contenido de la obra artística enconexión con algunos de los problemas habituales propuestos por los teóricos postmodernos. 
El 30 de noviembre de 1979, un extraño vinilo —The Wall, firmado por los Pink Floyd— llegó a las tiendas de Gran Bretaña. La portada, diseñada por Gerald Scarfe —que acabaría por hacerse cargo también de todo el diseño gráfico y las animaciones que acompañaron a la gira y a la película de Alan Parker— no mostraba ninguna huella autoral en absoluto. Simplemente era una superficie asfixiante, repetitiva, un tapiz inquebrantable que parecía derramarse en los márgenes mismos del cartón. La estrategia en términos textuales era del todo intachable: la completa concepción artística de la obra funcionaba como una inmensa barrera, un No trespassing como el que abría Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), enunciado ahora desde la trinchera del rock conceptual. 
Y es que en aquel momento, cuando estallaba el magma de grupos punk y post-punk que comenzaban a abrirse paso, los Pink Floyd quedaban condenados a ser una nota a pie de página, un digno exponente de todo lo que había que evitar. O, al menos, una cierta naturaleza de los Pink Floyd que se había ido oscureciendo a lo largo de los años. Tomemos como ejemplo la constante reivindicación que desde los altares del pop indie contemporáneo se sigue realizando de su etapa psicodélica, de discos como The piper at the gates of dawn, de singles esporádicos como See Emily play o, en resumen, de la defensa a ultranza de Syd Barrett como alma máter y auténtico espíritu del grupo. No parece haber demasiados problemas en reivindicar los orígenes de la banda dado que en ellos se encuentra una coordenada espacio-temporal fácilmente definible y voluntariamente festiva. El precio que el propio Barrett tuvo que pagar por sus experimentos con el LSD —una vida de alienación y locura, encerrado como Norman Bates al calor de una madre que contuviera su dolor— se difumina con rapidez ante la capacidad de situar y reivindicar piezas como Gnome o Bike, piezas desconectadas en sí mismas, inocuas, exquisitamente frívolas. La verdad histórica, por el contrario, es mucho más incómoda. Syd Barrett fue borrado del grupo no sólo por su completa adicción a los alucinógenos, sino en la medida en que esa misma adicción alejaba al resto de los miembros de sus sueños de fama y fortuna: 
Las cosas llegaron a su fin en febrero, el día que debíamos tocar en un concierto en Southampton. En el coche, de camino para ir a buscar a Syd, alguien dijo: “¿Recogemos a Syd?”, y la respuesta fue: “No, joder, no vale la pena”. Relatarlo de una manera tan directa suena como si no tuviéramos corazón y fuéramos realmente crueles: es cierto. La decisión fue completamente cruel, igual que nosotros. Actuamos con estrechez de miras, aunque pensé que Syd se comportaba simplemente con mala intención y yo me sentía tan exasperado con él que sólo podía ver el impacto que estaba teniendo a corto plazo en nuestro deseo de ser una banda de éxito (MASON, 2007, 85-86). 
Resulta curioso que el propio Mason en sus memorias se refiriera con tanta claridad a la expulsión de Syd como consecuencia directa de ese deseo. En un primer momento, dicha exclusión de la banda pareció algo absolutamente natural, un gesto elegante de desprendimiento de lastre que no molestó en especial ni a los músicos ni a su público: 
Teniendo en cuenta que nunca habíamos ensayado juntos como cuarteto, la actuación fue musicalmente bien (…) Era un indicio de lo poco que Syd había contribuido en los últimos conciertos,pero incluso así, resulta asombroso lo alegremente seguros que debimos estar para dar este paso. Y lo que es más importante, el público no pidió que le devolvieran el dinero: estaba claro que la ausencia de Syd no era un serio inconveniente. Sencillamente, no volvimos a recogerle más (MASON, 2007,86).
Y sin embargo, gran parte de la trayectoria posterior de la banda puede ser leída sin ningún problema como la constante puesta-en-sonido de una deuda contraída con el fantasma del alucinado. Discos tan rutilantes en la historia de la música rock como The dark side of the moon o Wish you were here abrazaban de manera explícita la presencia de esa sombra psicótica. Estaban ya atravesados de una cierta inquietud y señalaban con total precisión la presencia de un malestar que se asentaba en el sujeto (temas como Money o Us and them no dejan dudan al respecto) y frente al que no parecía haber nadie capaz de comparecer. 
El propio Dark side of the moon iba acompañado de un subtítulo que lo designaba nada menos que como A piece for assorted lunatics (“Una pieza para todo tipo de locos”). En la órbita conceptual puesta en marcha por el grupo se jugaba la enfermedad mental como una de las ideas cenitales. De hecho, la fascinación de Roger Waters y su equipo por las posibilidades de la innovación sonora, por la posibilidad de generar un sonido distópico definitivo capaz de atrapar al oyente en una telaraña angustiosa no es muy diferente, al menos en los objetivos de su búsqueda, a la del propio Martin Hannett (técnico rutilante en su época, encargado de grupos como Joy Division). 
En cuanto a Wish you were here, el tema central del vinilo se conecta directamente con la ausencia, al pánico, al abandono. Muchos han querido ver este disco como una suerte de imposible reconciliación con Barrett, un reconocimiento tardío a su labor en el grupo, quizá a medio camino entre la mala conciencia por el abandono del psicótico y la —dudosa— exaltación de una amistad pasada. Temas como Shine on you, Crazy Diamond o el corte que da el título al álbum apuntan en esta dirección. ¿Qué fue, entonces, todo aquello? ¿Un exorcismo? ¿Un reconocimiento de la locura? ¿Una excusa frente a los fans de la primera etapa que se aferraban a la frivolidad psicodélica en detrimento de su camino hacia el rock progresivo? ¿La voluntad del propio Roger Waters por señalarse a sí mismo como líder absoluto del grupo utilizando la memoria de Barrett como excusa? 
Lo que parece innegable es que, después de todo, el Fantasma/Barrett estaba ahí. El fantasma de la enfermedad mental, del miedo, de la disolución de la realidad, de esa densidad blanda e Imaginaria que lo invade todo, y por último, de la quemadura definitiva de lo Real sobre la pupila del artista. 
Después, por supuesto, comienza la leyenda. Durante un concierto de la gira internacional de Animals, Roger Waters pierde en el escenario el control sobre sí mismo y adopta un auténtico gesto del punk: escupe sobre uno de los asistentes que le increpaba en las primeras filas (1). Ese simple acto, protagonizado como marca personal por Johnny Rotten y sus compinches de los Sex Pistols, alcanza una nueva densidad en los anales del rock progresivo. ¿Qué es lo que se rompe en ese espacio siempre infranqueable que separó a la “vieja generación” de los sesenta y setenta con los violentos cachorros de los ochenta? Sin duda alguna, podríamos señalar: el mismo punto de no-retorno, la misma angustia. Donde los Sex Pistols encontraban en el esputo un gesto carnavalesco y plenamente representativo de su naturaleza aberrante, Roger Waters encontró la prueba inamovible de que su planteamiento artístico había tocado fondo. El planteamiento de sus obras no le había protegido de la amenaza de lo Real. Su enfrentamiento con el fantasma de Barrett no había cristalizado en una solución sólida. Ni la fama alcanzada por el grupo, ni las críticas, ni las apoteósicas cifras de ventas de sus anteriores vinilos (The dark side of the moon se situó como el octavo disco más vendido de la historia del rock) habían podido frenar el imparable avance de la psicosis. Necesitaba el símbolo definitivo, la barrera última para poder protegerse de la completa quiebra de su registro simbólico. Necesitaba un muro. 
Un muro que comienza en Anzio
Uno de los motores inconscientes que separan radicalmente The Wall de las obras anteriores de Pink Floyd es, en concreto, la contraposición de dos fantasmas. El primero de ellos, por supuesto, es el del propio Barrett y la gravitación psicótica que había ido planeando en los vinilos anteriores. El segundo es, en otra perspectiva, el fantasma del propio Roger Waters, conjurado quizá en respuesta al primero, quizá por su propia urgencia frente a la llamada de la enfermedad. ¿Por qué querría Waters rodearse de un muro, esconderse, parapetarse en la cara oculta de sí mismo, para desde ahí, ponerle música, voz y cuerpo a su propio fantasma? 
Porque, después de todo, The Wall es una profunda reflexión —una vez más— sobre la quiebra del proceso encarnado por el padre. Sobre las trágicas consecuencias de su ausencia. Así, cuando Alan Parker ayudó a convertir el doble vinilo del grupo en un impresionante videoclip de 90 minutos, comprendió la importancia cenital de esa figura y permitió la inclusión de la canción The Little boy that Santa Claus forgot (El niño que olvidó Santa Claus) de Vera Lynn como una desoladora presentación del protagonista principal: 




Christmas comes but once a year for every girl and boy / The laughter and the joy / They find in each new toy. / I tell you of the little boy who lives across the way / This fella's Christmas is just another day... [La navidad sólo llega una vez al año para todas las niñas y niños / Sólo alegría y felicidad / Encuentran sus nuevos juguetes / Te contaré la historia de un niño / Que vive aquí al lado / La Navidad para este muchachito / Sólo es un día cualquiera…]. 
La estrategia de Parker es sumamente interesante. Por un lado, la enunciación parece fascinada con ese único plano inicial situado en un hotel cualquiera de Los Ángeles en el que una anónima limpiadora recorre de manera mecánica las habitaciones. Gracias al uso de la profundidad de campo, esa fría estancia parece convertida en una realidad monstruosa, una hipnótica cueva en la que los pequeños detalles —la moqueta principal, la puerta doble que permite la entrada a la suite en la que vegeta el protagonista— alcanzan una dimensión completamente siniestra. Nos encontramos, por supuesto, en los umbrales mismos del Unheimlich, en la familiaridad aberrada e incomprensible. 
En un segundo nivel de lectura, Parker utiliza la canción original de Vera Lynn —artista relacionada con la Segunda Guerra Mundial que es citada explícitamente varias veces en el texto floydiano— para introducir una suerte de narrador extradiegético de claro sabor postmoderno. Ese niño “olvidado por Santa Claus” se evidencia como protagonista absoluto del relato, un niño que no ha sido bendecido por la siempre necesaria promesa que encierra el don, el regalo. Como ya señaló González Requena en relación con la carga simbólica de los presentes navideños y el niño que los recibe: 
Nada tan imprescindible como el nuevo ser destinado a afrontar esa travesía por lo real que la promesa de que es posible un futuro digno que le aguarda (...) Sólo si los padres afrontan su angustia y sustentan un —digno— relato, hacen posible que exista para el niño ese orden de trascendencia que es el orden mismo del sentido (2002, 119-120). 
Sin embargo, una parte original de la letra de la canción de Vera Lynn es voluntariamente extirpada de este prólogo de la cinta. Si recuperamos el texto inicial, no nos sorprenderá en absoluto encontrarnos con que los dos últimos versos del tema son He hasn´t got a daddy / The Little boy that Santa Claus forgot [No tenía padre / el niño que olvidó Santa Claus]. Semejante cierre para una canción navideña no sólo es capaz de ponernos los pelos de punta, sino que además actúa como telón de fondo sobre el que el propio Roger Waters podía sentirse cómodamente identificado. 
El segundo fantasma que atraviesa The Wall es, sin duda alguna, el de ese padre muerto en la batalla de Anzio durante la Segunda Guerra Mundial cuando el cantante tenía apenas seis meses. O, todavía más radicalmente, la ausencia de su palabra. De hecho, una vez terminado el prólogo, lo primero que nos es dado a contemplar es, en efecto, el rostro del padre. 




En la oscuridad más profunda, desde ese asfixiante túnel negro sobre el que se van imprimiendo los créditos, una pequeña luz es conjurada. Los primeros compases de When the tigers broke free nos presentan ese rostro impregnado por el miedo, su gesto tenso sostenido sobre el estruendo de los bombardeos, su seguridad al encenderse un cigarrillo, como si de un héroe crepuscular del cine manierista se tratara. 

Sin embargo, el territorio en el que se mueve el tándem Roger Waters/Alan Parker es necesariamente diferente al del cine clásico, por mucho que de manera constante podamos rastrear guiños irónicos (pensemos, por ejemplo, en los planos de los soldados marchando en el crepúsculo, sostenidos sobre imposibles cielos malvas y naranjas al estilo del John Ford de El precio de la gloria [What Price Glory, 1952]), encontrándonos ahora muy lejos de la problemática del cumplimiento del deber y de la reivindicación de la figura del mártir. Antes bien, lo que pretendemos señalar es que The Wall se construye precisamente como una respuesta desesperada a la quiebra misma del cine clásico, a la imposibilidad de seguir levantando la estructura del relato atravesado por los Ejes de la Ley y del Deseo. 
El cadáver del Padre, ese héroe que murió masacrado junto con el resto de su batallón en las arenas de Anzio, ya no puede ser portavoz de todos los argumentos políticos e históricos que sostenían la intervención de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Y no podemos negar que la idea misma está atravesada por una intuición del todo inquietante. ¿Acaso la victoria de las fuerzas democráticas en la carnicería europea no supuso el jalón definitivo para nuestra historia presente? ¿No supuso la doble moneda hitleriana/estalinista una de las más delirantes aproximaciones a la psicosis gubernamental que jamás tuvo lugar en Occidente? Y, en esta dirección, ¿por qué el cadáver del soldado Eric Fletcher Waters no debería ser sino un receptáculo mismo de esa nueva oportunidad histórica para el progreso y para las libertades, un coste necesario, un valiente ejemplo en su ausencia misma para su hijo Roger? 
La voz que construye el relato ya no puede ser la del héroe caído en nombre de la libertad y de la democracia, sino la de ese hijo que comprende que la herencia bélica de su padre ha sido del todo insuficiente. Pensemos, por ejemplo, en la letra de la primera parte de Another brick in the wall: 
Daddy's flown across the ocean / Leaving just a memory / A Snapshot in the family album / Daddy what else did you leave for me? / Daddy, what'd you leave behind for me?!? / All in all it was just a brick in the wall. [Papá voló a través del océano / dejando únicamente un recuerdo / Una instantánea en el álbum familiar / Papá, ¿qué me has dejado? / Papá, ¿¡¿qué dejaste atrás para mí?!? / Simplemente, un ladrillo en el muro].
La cinta de Parker, por su parte, mantiene esta misma idea al ofrecernos la repetición del trauma desde los ojos del hijo. El final de la canción The thin ice, por ejemplo, nos brinda la introducción del proceso psicótico en el corazón del protagonista. Sumergido en la piscina del hotel, se confunden el rostro del hijo, del padre, y de ese extraño personaje angustiado que aparecía ya en la portada de la cinta: 




La introducción del delirio bélico reinventado por el propio hijo es la puesta en escena de esa deuda simbólica impagada, que se confirma cuando, apenas unos segundos después, Parker funde la piscina inundada de sangre con las fotografías familiares, concluyendo en un primer plano del padre ausente: 




El padre es elevado así a su máxima naturaleza fantasmática, aterradora, momificada en un registro puramente Imaginario, y por ello mismo, insuficiente. De nada sirve la hipotética pregnancia de los ideales que abrazan su cuerpo descompuesto. Siguiendo el tema de Vera Lynn, el regalo navideño que ha dejado en el salón familiar es una caja vacía, una carta escrita desde Anzio en la que no hay ninguna palabra legible. 
Un muro de goce 
Si, por lo tanto, el héroe de la Segunda Guerra Mundial ha sido completamente borrado en su dimensión simbólica y ha sido confinado a la labor del espectro —algo así como un fantasma hamletiano que en su manifestación abre el abismo de la locura—, es porque hay toda una quiebra general en el planteamiento de los sistemas democráticos que se han asentado sobre el territorio europeo. Y sería prudente, por cierto, avisar que no nos referimos tanto a una dimensión política general, sino antes bien, a una dimensión personal capaz de otorgarle al sujeto un mínimo soporte. El sueño democrático se hunde para un sujeto que no puede verse reconocido en sus estructuras ni en las voces políticas que lo conforman. 
Lo que queda en mitad del naufragio, por supuesto, es la presencia siempre garantizada de ese goce total del que el protagonista de The Wall parece saber bastante. Su posición como figura privilegiada del Star System rockero —con sus excitantes groupies, sus drogas, el aplauso garantizado de un público anónimo y masificado— le empuja hasta el umbral mismo de esa imbecilidad que nos espera en la saturación del goce. Todos esos ladrillos que van conformando el muro de Pink son, en primer lugar, brechas de profundo dolor que se han abierto en su autobiografía —una madre autoritaria de naturaleza poco menos que monstruosa (2), una esposa infiel, un público descerebrado incapaz de reconocer en su obra la forma de la angustia misma—, y en segundo lugar, los propios mecanismos de goce con los que la sociedad del bienestar que desciende del cadáver heroico de su padre ha intentado calmar su dolor. 
La mejor explicación de esta segunda naturaleza del muro como estandarte mismo del goce se encuentra reflejada en la magnífica secuencia animada que Gerald Scarfe diseñó para vestir la canción What shall we do now?, localizada en el primer tercio de película. La pregunta (¿Qué podríamos hacer ahora?) resuena como una de las grandes incógnitas frente al mecanismo mismo del goce en nuestras sociedades: ¿qué podemos hacer cuándo hemos agotado una fuente de goce? ¿Cuál es la siguiente diversión, el siguiente núcleo de saturación para mis impulsos capaz de tranquilizar la profunda sensación de angustia que me atraviesa? O, como el propio Marqués de Sade puso en boca de uno de sus libertinos en Justine: “Todo es poco en estas cosas…” (1985, 136). 
En esta ocasión, y sobre el mismo fondo oscuro sobre el que con anterioridad se proyectaba el rostro del padre, nos encontramos con lo que parecen dos extrañas flores sexuadas, dos órganos genitales herbáceos por completo descontextualizados de cualquier cuerpo, de cualquier mirada, y por supuesto, de cualquier palabra. Simplemente esas dos presencias que, como si de una metáfora de la propia imagen pornográfica en su dimensión más extrema —la del primerísimo primer plano— se tratara, se enfrentan en su totalidad aisladas de cualquier contexto. El juego sexual, sin embargo, se convierte de forma rápida en un juego delirantemente violento:




Las dos flores se transmutan en dos rostros animalescos que se agreden, que se muerden, que intentan desgarrarse. Se introduce aquí la dimensión violenta que acompaña al acto sexual y que ya supo detectar con toda precisión Georges Bataille: 
El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación (…) Toda la operación erótica tiene como principio una destrucción de la estructura de ser cerrado que es, en su estado normal, cada uno de los participantes del juego (…) Hay, en el paso de la actitud normal al deseo, una fascinación fundamental por la muerte. Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas. 
Sin embargo, lo novedoso de esta escena es precisamente que esa especie de lucha sexual/violenta llega hasta nosotros por completo escindida de cualquier contexto. En última instancia, la idea de haberle retirado cualquier fondo, cualquier elemento externo que nos permitiera comprender por qué tiene lugar esa brutal y gozosa batalla, nos obliga a confrontarnos con lo absurdo del acto per se, con su dimensión real más inquietante. Una vez terminada la batalla —con la victoria del elemento femenino, que encierra entre sus fauces el ya paupérrimo órgano masculino en lo que parece una mezcla entre un dragón y una vagina dentada—, lo que queda frente a nosotros es un campo yermo, tormentoso, baldío. Un campo en el que, paulatinamente, se va construyendo ese muro que parece gobernarlo todo: un muro compuesto por televisores, coches de lujo, equipos de música… 




What shall we use to fill the empty spaces / Where waves of hunger roar / Shall we set out across this sea of faces / In search of more and more applause… [¿Qué debemos usar para rellenar los espacios vacíos / en los que las olas de los hambrientos rugen? / ¿Debemos cruzar este mar de rostros / en busca de más y más aplausos?].
Esos objetos superfluos, manifiestamente obscenos en su pura naturaleza de fetiches del consumo inmediato, se van convirtiendo de manera paulatina en los ladrillos que componen la superficie del muro. Bajo ellos, como si de un ejército amorfo se tratara, miles de gusanos con rostros neutros parecen agolparse, empujarse, ofrecerse a los ídolos totémicos de su anhelo. La materialidad brutal de esos objetos apilados, desprovistos de cualquier lectura realmente relevante para sus usuarios, coincide con la naturaleza desoladora de esa sociedad del bienestar cimentada, como ya hemos visto, sobre los cadáveres de esos héroes perdidos. 
Mientras la escena avanza, somos invitados a contemplar cómo de la superficie misma del muro emerge un rostro que se sitúa frente al espectador en un desgarrador aullido imposible: 



La naturaleza casi munchiana de ese grito es capaz de resonar en lo más hondo de nuestra intuición. ¿Por qué ese grito se dirige precisamente a nosotros, los que no sabemos hacer con nuestro goce? ¿Quizá buscando una especie de reconocimiento en nuestro dolor que nos hermane con la insoportable angustia que parece encerrar en su interior? ¿Dónde está el cuerpo de ese rostro destrozado y fantasmal? ¿Por qué surge exactamente de esa materia de goce, de ese conjunto de elementos que nos prometían el placer absoluto, el dominio total? ¿No nos deberíamos sentir mucho más confortados al saber que pertenecemos a esa Ley de consumo que se defiende siempre en el corazón mismo de las democracias europeas desde el final de la Segunda Guerra Mundial? ¿No son, después de todo, las reglas del juego del Capitalismo en estado puro las que cobijan a esos intranquilos gusanos? 
Sin embargo, el propio Parker plantea con rapidez el núcleo del problema en uno de los más fascinantes movimientos de la cinta. Situados en la frontera del muro, se encuentran dos cuerpos humanos: uno es un hermoso bebé que juega con su sonajero. El segundo es un cuerpo difícilmente identificable, parco en sus atributos como los mismos gusanos. 



En un imposible movimiento temporal, el niño crece hasta convertirse en lo que parece un joven uniformado a la vieja usanza nazi. Su sonajero se convierte de pronto en un palo de metal que descarga sobre el segundo hombre, abriéndole la cabeza en un violentísimo ejercicio de representación explícita. 



La brillante idea esgrimida por Scarfe es la inquietante relación que se establece entre la sombra del muro y la metamorfosis del niño en el animal nazi. Dicho con claridad: el cambio sólo puede tener lugar allí donde el cuerpo es literalmente atravesado por el goce, cobijado a su sombra, arrastrado en su llamado. Ese muro compuesto por los objetos básicos de la sociedad del bienestar, por ese espejismo de la libertad por la que murió el padre de Roger Waters en la playa de Anzio acaba por servir como placenta a toda una generación de sujetos desquiciados cuya máxima manifestación del goce es abrirle la cabeza al prójimo como expresión última de sus demandas incontrolables. 
Siguiendo a los gusanos
El 4 de Mayo de 1979, unos meses antes de que The Wall llegara a las tiendas, Margaret Thatcher fue nombrada Primer Ministro del Reino Unido. Lamentablemente, analizar aquí las nefastas consecuencias de su gobierno rebasaría con mucho los objetivos de nuestro trabajo: baste añadir que el suyo fue un gesto político que, como tantos otros en los años ochenta, acabaría por echar por tierra cualquier pequeño vestigio del sueño utópico de la postguerra. Lo que Roger Waters había bocetado en aquel doble vinilo había saltado de las animaciones de Gerald Scarfe y de las guitarras de David Gilmour hasta los canales mismos de la ideología dominante. Nuevos cadáveres corrieron a apilarse en los armarios de Occidente y una nueva generación de jóvenes tiburones bursátiles bendecidos por el ansia salvaje de la propuesta reaganiana tomaban los mercados tanto económicos como de la industria del arte. América se acaramelaba en las infantiles y seductoras fantasías de gente como Steven Spielberg o Georges Lucas mientras los fantasmas del llamado Nuevo Hollywood afrontaban terroríficas deudas económicas. La postmodernidad era un fiesta y todos estábamos ya invitados. 
Fue la propia Thatcher la que, en un arranque de hiriente postpoesía, enarboló la máxima definitiva que definió las normas del juego: I want my money back. Cita que bien podría aplicarse a los propiosSex Pistols, que al contemplar cómo se desmoronaba públicamente su mascarada festiva y nihilista, optaron por encogerse de hombros y prepararse para la que sería una de las giras más fracasadas del siglo XX, el Filthy Lucre Tour. Como telón de fondo, colapsaba la URSS mientras la bicicleta de Elliot atravesaba una luna llena y Michael J. Fox nos prometía lo imposible: regresar al futuro, un futuro que venía desbocado y sin frenos como las propias limusinas de The Wall. Al mismo tiempo, y cual extraño canto de cisne, llegaba a las tiendas The final cut, el último y muy infravalorado vinilo con Roger Waters al frente de los Pink Floyd. Como si se tratara de un último esfuerzo por silenciar a sus propios fantasmas, Waters dedicó el disco a la memoria de su padre muerto y regresó de manera obsesiva a la idea de ese goce que se filtraba por las junturas del muro. Así, en el estribillo de Not now John, el primer y único single del disco, utilizaba una frenética estructura de versos cortantes: 
Can´t stop / Lose job / Mind gone / Silicon / What bomb / Get Away / Pay day / Make hay / Brake down / Need fix / Big Six / Clickity click / Hold On / Oh no / Bingo! [No puedo parar / Pierdo el trabajo / Mente perdida / Silicio / ¿Qué bomba? / Lárgate / Día de paga / Aventájate / Depresión / Necesito ayuda / Gran seis / Clicks que clickean / Agárrate / Oh, no / ¡Bingo!].
Aquello fue demasiado incluso para un grupo como Pink Floyd. La escisión se hizo inevitable y, desde entonces, David Gilmour capitaneó con resultados desiguales a los otros dos componentes del conjunto en una nueva estrategia comercial mucho más descafeinada y políticamente correcta que la línea abrasiva propuesta por su antiguo líder. 
Con la caída del Muro de Berlín, el propio Roger Waters corrió a organizar un megaconcierto celebrativo. El 21 de Julio de 1990, y frente a una audiencia global de unos trecientos millones de personas que siguió el espectáculo desde los cinco continentes (3), la Potsdamer Platz de Berlín se convirtió en un macroescenario para esa fiesta que parecía augurar un cambio en el final del milenio, una nueva oportunidad para la vieja Europa y, sobre todo, para los modelos económicos que no tardarían mucho en solidificarse. 
De manera curiosa, en la práctica nadie se dio cuenta de lo inquietantemente distópico que resultaba un texto como The wall para celebrar la nueva paz mundial, y en última instancia, nos sentimos tentados a añadir que sirvió como una brutal ironía anticipativa de lo que esperaba a la vuelta de dos décadas para Occidente. El profundo núcleo psicótico que arropaba toda la tramoya fue a desarrollarse precisamente en el corazón de Berlín, en el centro mismo de la herida que se había producido en la Segunda Guerra Mundial. La fascinación del mundo nazi, las demandas de goce, la imposibilidad del sujeto para sobrevivir a su propia situación escindida y enfermiza… todo aquello se lanzó sobre una audiencia hambrienta de nuevos Live Aids, de nuevos macrofestivales llenos de buenas intenciones en los que algunos de los personajes más notables de la cultura popular colaboraron dando voz y cuerpo a los temas clásicos del disco de Waters. Así, por ejemplo, pudimos contemplar desactivaciones del texto tan siniestras como las de una Cindy Lauper —famosa por el éxito que le había reportado una canción tan saturada de goce como Girls wanna have fun— vestida para la ocasión de picaresca colegiala, reinterpretando con una atildada y ñoña voz la segunda parte de Another brick in the wall, incluyendo por el camino un incomprensible simulacro de striptease mucho más digno de una motivada principiante que de un concierto destinado a mantener la memoria histórica. De alguna manera misteriosa, la presencia obscena de la ideología se las había apañado para injertarse en el tejido distópico de The Wall para reducir su furia a un desfile de rostros conocidos en actitud compasiva. 
El propio Waters, consciente de que la obra resultaba insoportablemente oscura para la ocasión,realizó una modificación de última hora en el texto, dejando fuera el hermosísimo y desesperado cierre original (el tema Outside the wall) para colocar en su lugar un número grupal en el que, sobre los escombros del muro derribado, todos los participantes eran invitados a interpretar The tide is turning,una muy positiva oda que el cantante había incorporado en su reciente álbum Radio K.A.O.S. como homenaje a la labor humanitaria que Bob Geldof —el protagonista de la cinta de Parker— había desarrollado mediante las ediciones de Live Aid. 
La promesa de ese epílogo injertado, de ese The tide is turning, no tardó demasiado en desmoronarse. Debemos terminar nuestro trabajo recordando, por lo tanto, el mucho más acertado final de la película dirigida por Alan Parker. Salidos de la nada, un ejército de niños mendigos rebusca entre los escombros del muro cualquier material que pudiera serles de utilidad: botellas de leche, trozos de ladrillos, el resto de algún juguete roto… Parecería que esos niños, literalmente, intentan sobrevivir en ese universo en el que la psicosis y el totalitarismo lo han arrasado todo. Parker anticipó en los últimos minutos de The Wall la imposibilidad de que nada fuera cosechado allí, en ese territorio último donde la quiebra del sujeto se hacía intolerable. 
Bibliografía 
BATAILLE, Georges, El erotismo, Editorial Tusquets, Barcelona, 1997. 
GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Los tres reyes magos: La eficacia simbólica, Editorial Akal, Madrid, 2002, p. 119-120. 
MASON, Nick, Dentro de Pink Floyd, Ediciones Robinbook, Barcelona, 2007. 
SADE, Marqués de, Justine o los infortunios de la virtud, Club Internacional del Libro, Madrid, 1985. 


2.16.2013

A. OREJUDO

¿Y tú de quién eres?


¿Quien mejor que un filólogo para explicar de forma clara la importancia de una obra?
Pues bien, el profesor/escritor/columnista Orejudo ha publicado un artículo en el que explica de una manera clara y didáctica el Quijote.



El Diario. es. 28/01/2013 - 15:09h


Todo el mundo sabe que Cervantes también es padre. Padre de la novela moderna. Pero igual hay gente que no tiene muy claro por qué.
Cervantes, el independentista
En las narraciones anteriores al Quijote el narrador eclipsaba la voz de los personajes. Los lectores no veían el mundo —la acción de la novela— a través de los ojos de los protagonistas, sino a través de los ojos del propio narrador, de la voz que contaba la historia.
La historia podía ser la de un valeroso caballero, la de dos trágicos amantes o la de un pastor enamorado, pero la impresión que daba en todos los casos era que los personajes no tenían autonomía, que no eran más que eso, personajes, seres nacidos de la imaginación, sin capacidad para tomar decisiones.
Alguien puede pensar que los personajes nunca tienen autonomía real. Y es cierto. No la tenían en aquellas novelas y tampoco la tienen hoy. Si Luis Magrinyà, por poner el ejemplo de un compañero y novelista contemporáneo, quiere que el plato favorito de sus personajes Olivier y Corinne en la pieza “Paisaje invernal” de su libro Habitación doble sea el magret de pato, sólo tiene que enunciarlo en el texto para que su deseo se haga realidad. En las novelas modernas los personajes tampoco tienen autonomía, aunque lo parezca.
Pero ese es el quid de la cuestión: parecerlo. En las novelas anteriores al Quijote ni los lectores ni los escritores sentían la necesidad de que los personajes de novela parecieran autónomos,parecieran estar dotados de libre albedrío, parecieran en definitiva seres humanos. Probablemente porque ni siquiera las personas reales estaban dotadas de ese sentimiento de individualidad que ahora nos parece tan natural.
Hoy cada uno de nosotros se siente irrepetible y más o menos dueño de su vida: siente que es producto directo o indirecto de su voluntad y de sus decisiones. Pero esta necesidad de sentirse individuo, esta singularidad, es un fenómeno cultural relativamente moderno, que aparece con el balbuceo del primer capitalismo, en el siglo XV, cuando la nueva economía empieza a permitir algo que hasta entonces era impensable: que las vidas no estén determinadas por su origen, o al menos no de un modo inamovible; que la gente empiece a sentirse dueña de su futuro.
Cuando esto sucede, aquellos personajes sin voluntad, sometidos al narrador, empiezan a resultar insatisfactorios e irreales. De hecho, el primer libro castellano que rompe esta tendencia es La Celestina. Calisto, Melibea y sobre todo Pármeno, Sempronio y la propia Celestina sí parecen tener voluntad propia y haberse independizado de su creador.
Sí, ya sé que esto es imposible. Sólo constato un hecho: en un momento de la historia de la literatura —hacia el siglo XV— a los lectores y a los autores les resulta insatisfactorio que un personaje no parezca tener voluntad propia. Quieren que los personajes parezcan personas, criaturas irrepetibles como el lector, seres de carne y hueso, hijos de sus obras, no marionetas creadas por una imaginación desatada.
De hecho, en La Celestina el narrador ha desaparecido, no hay nadie que cuente una historia a la manera tradicional. Son los personajes los que hablan por sí mismos, como si fuera una obra de teatro. Qué buen truco, ¿verdad?, para crear esa sensación de individualidad y de independencia.
El Lazarillo de Tormes continúa por el mismo camino. En ese libro tampoco hay narrador. O mejor dicho: parece que no lo hay. Es el protagonista quien nos cuenta su historia: es como si el personaje fuera tan autónomo que ni siquiera necesitara ya un narrador para existir. Se basta él solo para mostrarnos cómo su vida se ha ido haciendo a partir de sus propias decisiones.
En el Quijote, Cervantes lleva esta aparente independencia de los personajes hasta el punto de situarlos al mismo nivel que el narrador y los lectores.
Si las novelas medievales eran piezas muy jerarquizadas, donde el lector estaba en la base, el héroe se situaba por encima y el narrador de la historia era una especie de dios en miniatura, Cervantes democratiza —por decirlo así— este esquema y sitúa en el mismo plano al narrador, a los personajes y a los lectores: todos son personas normales y corrientes.
Cuando esto sucede, cuando el lector reconoce en las novelas la misma vida, los mismos individuos, los mismos problemas que él ve a su alrededor, siente que los personajes y el narrador no están en planos distintos al suyo, sino que son sus semejantes, sus hermanos. El narrador deja de ser una autoridad, y se convierte en alguien a quien se le puede llevar la contraria: el lector pasivo de la Edad Media ha muerto. Empieza a cobrar vida un lector nuevo, moderno, soberano y libre. Libre para juzgar, disentir, aplaudir o cerrar el libro.

Literatura y prestidigitación
Pero vayamos por partes.
¿Qué trucos utilizó Cervantes para liberar a los personajes literarios del yugo medieval? ¿Cómo consiguió que parecieran más autónomos, más libres?
Sí, sí, hablamos de trucos. Como en los espectáculos de prestidigitación y como en los decorados cinematográficos, los efectos literarios no son fenómenos espirituales, sino cosa de la luz y de la colocación de los objetos.
Por ejemplo: Cervantes descubrió que cuanto más separas narrador y narración, más reales parecen tus personajes, más independientes.
El narrador del Quijote es un particular que ha encontrado en un mercadillo un manuscrito en árabe que manda traducir.
No es este el narrador de las novelas de caballería o de los libros de amor o de las novelas de aventuras medievales; no es ese narrador que lo sabía todo y que era dueño de la historia y hasta de los personajes. No. Este nuevo narrador ni siquiera es responsable del texto que narra: se lo ha encontrado por ahí.
Con este simple truquito de luz el narrador se desgaja de Don Quijote, que al no tener creador explícito parece más de carne y hueso.
Otro ejemplo: Cervantes descubrió que cuanto más conscientes fueran los personajes de su naturaleza ficcional, más reales parecerían. Y eso fue lo que hizo en la segunda parte del Quijote, que publicó diez años después de la primera.
El Don Quijote de esta segunda parte sabe que existe una obra anterior -la primera parte- que narra sus aventuras. Conoce el libro y lo juzga, habla de él en la segunda parte, lo que automáticamente le coloca a nuestra altura de lectores, y le proporciona un inusitado espesor real.
Todavía tendrán que pasar algunos siglos para que a otro escritor se le ocurra que los personajes pueden incluso hablar con su autor y cuestionarle las decisiones que este ha tomado sobre ellos. Pasarán algunos siglos, ya digo, pero el camino está abierto.
Leyendo el Quijote vemos formarse delante de nuestros ojos un género que no existía antes y que a partir de este momento resultará cada vez más frecuente. Es un género tan moderno que ni siquiera tiene nombre. Nosotros hoy lo llamamos novela, pero entonces las novelas eran otra cosa.
En realidad, este género ni es género ni es nada, porque dentro de él cabe todo: todo tipo de personajes, todo tipo de tramas, de reflexiones, de lenguajes, de estructuras y hasta de géneros, porque en este moderno artefacto que se está formando delante de nuestras narices ¡hay hasta novelas dentro de la novela!
Cervantes no hizo nada que no hubieran hecho antes otros escritores. Su gran contribución —la razón por la que lo llamamos padre de la novela moderna— fue abrir de par en par las puertas de la literatura a la bulliciosa variedad ideológica y lingüística de la vida de la calle.


La vida normal y corriente 
La literatura medieval no se ocupaba de la vida normal y corriente, de lo cotidiano; prefería contar hazañas de valerosos caballeros en islas fantásticas o aventuras maravillosas en tierras lejanas. La vida de todos los días carecía de interés.
La novela picaresca dio un giro radical a este panorama y por primera vez en la historia de la novela en castellano las cosas y la gente corriente se colaron en los libros: dejó de haber encantadores para que entraran los frailes avaros; las molineras sustituyeron a las princesas; y los valientes caballeros andantes dejaron paso a los escuderos empobrecidos.
Aunque a Cervantes no le gustaban mucho las novelas picarescas porque solo mostraban la parte más oscura y deprimente de la vida diaria, sí aprovechó esa ampliación del campo de batallapara abrir las puertas de su libro a la variadísima vida de los caminos: por el Quijote desfilan viajeros, mesoneros, mozas, curas, bachilleres, duques, duquesas, barberos, sobrinas, presos o titiriteros.
Y cada uno de estos personajes tiene su propia singularidad lingüística. Si en las novelas medievales el narrador y los personajes hablaban todos del mismo modo, en la novela de Cervantes Don Quijote no habla como el cura, ni este como el bachiller o Sancho Panza. Cada uno de ellos es un ser singular y su manera de expresarse refleja su manera de ver el mundo.
La puerta se ha abierto, y ya no podrá volver a cerrarse. Pasarán algunos años antes de que la literatura se cuele en las casas ajenas y nos cuente los entresijos de las familias. Y tendrá que pasar todavía más tiempo para que se meta en la cama con los personajes y nos diga lo que hacen bajo las sábanas.
Pero el camino por el que transitarán todas las novelas del siglo XX ya está desbrozado: Don James Joyce ya puede escribir 1.000 páginas contando un día cualquiera en la vida monda y lironda de un hombre como tú.


Dicho esto, me pregunto si novelas actuales podrían haberse escrito sin esa nivelación entre narrador, personaje y lector que lleva a cabo el Quijote, si existirían en el caso de que personaje literario no se hubiera independizado en su momento del autor, si podrían haberse escrito y  si la vida cotidiana no hubiese entrado en la literatura.












2.13.2013

MANUEL FRAIJÓ


Elogio de una renuncia (Art. de opinión). 12 DE FEBRERO DE 2013. 

Con su gesto, Benedicto XVI ha quedado investido de la autoridad del “testimonio”, la que Jesús de Nazaret más elogió. Antes, en sus libros, Ratzinger nos dejó la autoridad de la “argumentación”. Ahora se retira a rezar


Dejó dicho el filósofo alemán Hegel que los grandes hombres no son solo los grandes inventores, sino aquellos que cobraron conciencia de lo que era necesario en un determinado momento de la historia. Benedicto XVI ha considerado necesario, como hace cinco siglos lo consideró el austero y piadoso monje Celestino V, renunciar libre y responsablemente al pontificado. No es, por cierto, su primera gran renuncia. Hace más de 40 años renunció a su cátedra de Teología en la Universidad de Tubinga, una de las más prestigiosas de Alemania y del mundo. En aquella ocasión también alegó “falta de fuerzas”. No se sentía capaz de comprender las exigencias de la revolución universitaria de Mayo del 68; confesó, además, que los aires teológico-filosóficos que soplaban en la hermosa ciudad del Neckar, en la que el canto heterodoxo del filósofo marxista E. Bloch a la esperanza recibía aplausos y parabienes de la teología católica y protestante, no respondían a su propia articulación de la esperanza cristiana. El teólogo Ratzinger sintió que Tubinga no era su casa y la cambió, en un gran gesto de generosa renuncia, por Ratisbona, cuya modesta Facultad de Teología no podía competir con la de Tubinga. No recuerdo ningún precedente similar. El resto es bien conocido: de Ratisbona fue llamado por Juan Pablo II a los honores y responsabilidades que todos conocemos y a los que renunciará el próximo día 28 de febrero.
Benedicto XVI ha alegado “falta de fuerzas” para realizar convenientemente su misión. Sin embargo, papas con muchas menos fuerzas que él no contemplaron la posibilidad de renunciar. Sin duda, también ellos lo hicieron desde su sentido de la responsabilidad, pensando que era lo que la tradición de la Iglesia les exigía; pero, sin ánimo de echar a pelear a unos papas contra otros, valoro extraordinariamente el gesto de Benedicto XVI. Cuando fue elegido Papa, algunos de los que habíamos tenido la suerte de escuchar, por poco tiempo, sus clases comentábamos: “Es demasiado inteligente para limitarse a ser un papa conservador”. Reconozco que, durante su pontificado, no pocas veces nos tuvimos que “tragar” nuestro optimista pronóstico. Cabizbajos concedíamos que su actuación no respondía a lo que habíamos esperado, tal vez soñado.
Fue uno de esos teólogos alemanes “encariñados” con el carácter absoluto del cristianismo
Pero, así como hay un tiempo para ejercer la crítica —Benedicto XVI la ha sufrido con creces, unas veces con razón, otras sin ella—, llega también la hora de los elogios. Esa hora acaba de sonar. Su renuncia al pontificado para retirarse, de nuevo como Celestino V, a un convento a rezar, pensar y escribir marcará en la Iglesia un antes y un después. Benedicto XVI ha quedado investido de la autoridad del “testimonio”, la que Jesús de Nazaret más elogió. Y en sus libros, Ratzinger nos dejó la autoridad de la “argumentación”. Ambas autoridades sumadas ofrecen un buen balance. Los alumnos de ayer estamos hoy contentos: el maestro está resultando ser algo más que un Papa “conservador” o, al menos, conservador con un inaudito rasgo de genialidad: su renuncia.

Permítaseme un matiz más sobre su carácter conservador: no se debería olvidar que Ratzinger pertenece a una generación de grandes teólogos alemanes “encariñados” con el carácter absoluto del cristianismo. A ellos les estaba reservada la nada fácil tarea de renunciar a un cristianismo entendido como verdad absoluta, superior en todo a las restantes religiones. De pronto se encontraron, a raíz del concilio Vaticano II, con una especie de ONU religiosa en la que las grandes y pequeñas potencias de la fe reclamaban el mismo derecho de voto. Karl Rahner habló del “escándalo” que esta revolución suponía para el cristianismo. Pero se trató —hay que consignarlo con agradecimiento— de una revolución pretendida y orquestada por los grandes teólogos del Vaticano II, entre los que, junto al joven Hans Küng, estaba el entonces también joven Ratzinger. Es verdad que después ha habido retrocesos y añoranzas de viejos privilegios seculares; pero así es la vida y así discurre la historia. Es comprensible, casi inevitable, que las familias ricas venidas a menos añoren de cuando en cuando los privilegios de antaño. La prohibición de mirar hacia atrás implicaría, pienso, un rigor excesivo. Hay que permitir que los viejos recuerdos conforten a nuestros mayores. No puede extrañar que los mismos teólogos que abolieron el estatus privilegiado del cristianismo lo recuerden con cierta melancolía. Ha sido, creo, el caso de Benedicto XVI.
Ninguna religión debería ahorrar a sus seguidores la dramática experiencia de buscar la verdad
Después de esta especie de alegato en favor de la comprensión de los que, como Benedicto XVI, vivieron y añoran otros tiempos, hay que añadir que ni las religiones ni sus representantes deben obviar un cierto relativismo. Su compromiso con el pensamiento y con la búsqueda de la verdad las introduce de lleno en la aventura relativista. A no ser, claro está, que de nuevo se declaren poseedoras de la verdad absoluta. En tal caso habría que recordarles las palabras de nuestro poeta José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero, mientras tanto, mientras no llegue el final, habrá que prestar atención a Lessing, que prefería la “búsqueda de la verdad” a la “posesión definitiva” de esta. Ninguna religión debería ahorrar a sus seguidores la dramática experiencia de la búsqueda de la verdad. La verdad no se puede servir en bandeja. Solo su búsqueda diaria nos va convirtiendo en ciudadanos de un mundo perplejo y cambiante. En realidad, sin un cierto relativismo no es posible la convivencia. La experiencia enseña que todo el que camina por la historia exhibiendo absolutos deja un mal recuerdo. Lo humano es el ámbito humilde de lo relativo, también en la esfera de las religiones. El mundo al que se asoma el creyente religioso es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, tan abierto e inseguro que deja poco espacio para las convicciones fundamentalistas, esas que, según Nietzsche, se convierte en “prisiones”. No conviene olvidar el “nada es cierto” de Pascal. Por supuesto: nadie debería exigir a Benedicto XVI, ni a ningún papa, que se convierta en un predicador del relativismo; pero se ha echado de menos en su pontificado, dicho con la suavidad que exige la hora de los elogios, una cierta comprensión e indulgencia hacia el relativismo.
La genialidad de la renuncia de Benedicto XVI, que ahora tendrá que ser imitada por los escalones inferiores de la jerarquía católica, tiene muchas raíces, pero me permito destacar la para él más importante: Ratzinger es un gran creyente cristiano. Dentro del cristianismo, la oración desempeña un papel decisivo. Y Ratzinger, hombre profundamente espiritual, rezó siempre, en la cátedra y en el pontificado. Hondamente convencido de la verdad y bondad del cristianismo, intentó siempre predicarlo como mejor sabe.
Su renuncia, tan sorprendente, llega en un buen momento. Su reconocimiento de que le “faltan las fuerzas” puede dar que pensar a un mundo de “poderosos”, casi de omnipotentes, en el que casi nadie dimite, aunque tenga sobrados motivos para ello. Nos puede recordar que tenemos una cita ineludible con la finitud, con los acabamientos definitivos. Nadie se queda para siempre. Lo decía Bergamín: “¿Qué más te da no saber a qué carta quedarte si después de todo no te vas a quedar?”. Rahner insistía en que la definición cristiana de la muerte es “hacer sitio”. Benedicto XVI ha decidido hacer sitio antes de que le llegue la hora final. Algunos han manifestado ya su temor de que “un papa vivo” pueda condicionar al futuro cónclave. Cualquiera que conozca un poco al dimisionario sabe que eso no ocurrirá. Ratzinger no es, creo, de los que renuncian al poder para seguirlo ejerciendo en la sombra. Además: no es poco poder el que acaba de ejercer: romper con el tabú de que el papa debe morir papa. Benedicto XVI, tan conservador, acaba de hacer un respetable guiño a la modernidad de la Iglesia. No hay que excluir que su gesto ponga en marcha otras reformas necesarias y deseables.

Manuel Fraijó es catedrático de Filosofía de la Religión de la UNED.

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