ISABEL LA CATÓLICA



El almirante Alfonso Enríquez, primo del rey, tenía un hijo que en 1481 protagonizó un altercado en Valladolid. Su rival era Ramiro Núñez de Guzmán, Señor de Toral de los Vados y tronco de la ilustre Casa de los duques de Medina de las Torres. El lance en el que ambos se vieron envueltos hizo mucho ruido y dio origen a varios cantares que sonaron durante mucho tiempo por tierras castellanas. 

Ramiro cortejaba a una de las damas de la reina. Una noche en la que hablaba con ella en la antecámara repleta de cortesanos, entró Fadrique Enríquez, que cortejaba a otra dama, y pidió paso para acomodarse a su gusto junto a su enamorada. Empleó para ello palabras ofensivas que el otro no entendió bien por ser algo duro de oído, pero que sus amigos se encargaron de repetirle. Ambos jóvenes, que rondaban los veinte años, comenzaron así una acalorada discusión en el transcurso de la cual profirieron amenazas que presagiaban un próximo enfrentamiento. 

Garcilaso de la Vega, camarero de la reina, fue a contarle a Isabel lo que sucedía para que el lance no pasara de ese punto. Se tomaron entonces las medidas oportunas: el Consejo Real ordenó que permanecieran arrestados en sus domicilios hasta sustanciarse la querella por injurias que a este órgano correspondía fallar, por tratarse de miembros de la nobleza. 


Isabel intentó que ambos se reconciliasen. “Embióles à mandar, que de dicho ni de fecho no inovasen el uno contra el otro cosa alguna, porque ella lo mandaría remediar por justicia; e puso treguas entre ellos, las quales mandó que guardasen so ciertas penas”. 

La reconciliación no tuvo éxito. Fadrique se resentía en su orgullo por tener que someterse a la justicia, y no estaba dispuesto a dejar así las cosas. Se había ausentado para que no le fueran notificados los mandatos de la reina, y tener así la excusa para ignorarlos. Entonces Isabel, para evitar el enfrentamiento, concedió a Ramiro Núñez un seguro real que le convertía en persona inviolable. 

La nueva medida no sirvió de mucho: poco después Isabel recibía aviso de que en la plaza Mayor de Valladolid unos jinetes enmascarados, entre los que según todos los indicios se encontraba el hijo del almirante, apaleaban a Ramiro dejándole malherido y después se dieron a la fuga. Isabel, al sospechar que el agresor se había refugiado en el castillo de Simancas, por hallarse la guarnición a las órdenes de su padre,“montando al mismo tiempo en justa cólera y a caballo”, cabalgó bajo un fuerte aguacero, “e como se sopo por la corte que la reyna iba sola, luego todos los capitanes de su guarda cavalgaron, e fueron corriendo hasta que la alcanzaron”. De ese modo, acompañada de tan reducida escolta, se presentó ante las puertas de la fortaleza. 


Castillo de Simancas

—Almirante, dadme luego a Don Fadrique vuestro fijo para facer justicia dél, porque quebrantó mi seguro —demandó. 

—Señora, no le tengo, ni sé dónde está. 

—Pues no me podéis entregar vuestro fijo, entregadme esta fortaleza de Simancas, é la fortaleza de Rioseco. 

—Señora, pláceme de buena voluntad entregaros estas fortalezas é todas las otras que tengo.
Luego el almirante llamó al alcaide, y en presencia de la reina mandó que se entregase el castillo a quien ella ordenase. Isabel hizo salir a todos los hombres del almirante y designó al capitán Alonso de Fonseca para tomar posesión de la fortaleza y registrarla en busca de Fadrique. El joven, en efecto, estaba allí, pero tan bien escondido que no pudieron encontrarle. 

La reina cayó enferma de agotamiento y se vio obligada a guardar cama. Cuando alguien le preguntó por el motivo de su enfermedad, ella respondió: 

—Duéleme el cuerpo de los palos que Don Fadrique dio ayer contra mi seguro. 


Isabel continuaba muy enojada por aquel episodio, decidida a conseguir que todo el mundo entendiese con qué respeto se habían de atender las salvaguardas y seguros de los reyes. El almirante consultó con su familia y todos estuvieron de acuerdo en que no había más remedio que entregar a Fadrique, así que, para evitar males mayores, persuadió a su hijo de que se presentara ante Isabel y solicitara su perdón. Encargó el cometido de acompañarlo al condestable, tío materno del joven, quien lo llevó a palacio y solicitó audiencia con la reina. Esta recibió únicamente al condestable.

“El condestable dixo a la reyna cómo ponía a su disposición á su sobrino para que dispusiese de él como fuese servida, que bien conocía havia sido su desacato grande; pero que la suplicaba pusiese la consideración en que los yerros de los mozos eran en algún modo excusables por su edad y poco conocimiento; y asi havia de templar la pena que tan justamente merecía su sobrino conforme à la grandeza de Su Magestad. Esto obligó a la reyna a usar de templanza, y para evitar mayores lances, conociendo el pundonor de Ramiro Núñez de Guzmán y sus parientes, embió a Don Fadrique preso con un Alcalde de Corte a la fortaleza de Arevalo, y mandó lo llevasen públicamente por la plaza de Valladolid, como lo executó el Alcalde, entregandole al de la fortaleza de Arevalo, que le puso en una prisión muy estrecha, sin permitir que nadie le viese…” 


Ramiro Núñez, no contento con la pena impuesta a Fadrique, quiso tomarse la venganza por su mano. Una noche aguardó a que el almirante saliera de palacio tras entrevistarse con los reyes. “Veniendo por una calle en la villa de Medina del Campo, sobrevino este Ramir Núñez con otros quatro de caballo que le guardaban, é fue contra el almirante por le ferir con un palo, é de fecho le injuriara, salvo por algunos homes que le acompañaban que se pusieron delante, e le ocuparon que no le pudo ferir. É por este acometimiento que Ramir Núñez fizo, el Rey e la Reyna mandaron proceder contra él por justicia, é le fueron tomados todos sus bienes é rentas é castillos é fortalezas que tenía en el Reyno de León é de Castilla, y él se fuyó, é se fue para el Reyno de Portogal”. 

Doña Ana de Cabrera, condesa de Módica

Posteriormente, como Fadrique era primo del rey, se le conmutó la pena de prisión en Arévalo por la de destierro. El joven pasaría varios años en Sicilia, de donde regresó casado con una dama del lugar, Doña Ana de Cabrera, condesa de Módica, joven cuya mano había sido muy disputada. Más tarde, a la muerte del almirante, Fadrique lo sucedió en su cargo. También Ramiro, señor de Toral de los Vados, recobraría el favor real. 

A pesar de su carácter impetuoso, ambos jóvenes gustaban de otras ocupaciones menos belicosas: eran muy aficionados a las letras; Fadrique, quien recibió el sobrenombre de “el Sabio”, componía versos y Ramiro escribió en buen latín la historia del Cid. En 1496 Fadrique fue el encargado de llevar a Juana a Flandes para contraer matrimonio con Felipe el Hermoso, así como de traer a Castilla a la princesa Margarita, futura esposa del príncipe don Juan. Fue también el padrino de la boda de Juana y Felipe. 

TESTAMENTO DE UNA REINA INTELIGENTE

El 23 de noviembre, tres días antes de su muerte, Isabel ordenó que se añadiera un codicilio a su testamento, recogiendo dos cuestiones que le preocupaban sobremanera: una era la legalidad del impuesto de alcabala (tributo del tanto por ciento del precio que pagaba al fisco el vendedor en el contrato de compraventa y ambos contratantes en el de permuta) y la necesidad de que fueran las Cortes las que establecieran los tributos; la otra era una disposición a favor de los indios (Colón todavía no regresaba de su cuarto viaje) en virtud de la cual encargaba y ordenaba a su marido, a Juana y a don Felipe, y a sus sucesores, que emplearan toda su diligencia para no consentir ni dar lugar a que los naturales y moradores de las Indias y Tierra Firme, tanto ganadas como por ganar, recibieran agravio alguno en sus personas y bienes, sino que fueran bien y justamente tratados, y si algún agravio se hubiere cometido contra ellos, que se remediara y proveyera.

El codicilo

El fallecimiento de Isabel I de Castilla conmocionó a Occidente, donde la creencia en su destino providencial y su fama de santidad eran públicas y notorias. El 26 de noviembre de 1504, a los cincuenta y tres años de edad, la Reina Católica se despedía de su misión en este mundo declarando su legado por escrito y ante testigos. Con ella desaparecía una personalidad magnífica, irrepetible; una mujer sentimental y apasionada, una reina consciente de su magna tarea y una humilde sierva de Dios. A ella se había debido el final de la Reconquista y la reunificación de España; a ella se debió el impulso decisivo para la gesta americana o la reforma del clero; a ella se debe, también, la creación de los primeros hospitales de campaña o el establecimiento del primer sistema de pensiones para viudas y huérfanos de la historia de Occidente. Al tomar posesión del trono de Castilla tres décadas antes, Isabel había hallado un reino desgarrado y al borde de la guerra civil, menudeando las intrigas, las ambiciones dinásticas y de influencia; ahora lo abandonaba integrado en una España ya convertida en imperio atlántico y mediterráneo.

Ese mismo día 26, el rey Fernando el Católico dictó una carta dando cuenta de la muerte de la reina, su esposa, a las ciudades y órganos de poder de su reino.

"Hoy, día de la fecha de ésta, ha placido a Nuestro Señor llevar para sí a la serenísima reina doña Isabel, mi muy cara y muy amada mujer. Y aunque su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir, y por una parte el dolor de ella y por lo que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos me atraviesa las entrañas, pero por otra, viendo que ella murió tan sana y tan católicamente como vivió, de que es de esperar que nuestro Señor la tiene en su gloria, que para ella es mejor y más perpetuo reino que los que acá tenía, pues que a Nuestro Señor así le plugo, es razón de conformarnos con su voluntad e darle gracias por todo lo que hace.

Y porque la dicha serenísima reina, que santa gloria haya, en su Testamento dejó ordenado que yo tuviese la administración y gobierno de estos reinos y señoríos de Castilla y de León y de Granada por la serenísima reina doña Juana, nuestra muy cara y muy amada hija, lo cual es conforme con lo que los procuradores de Cortes de estos reinos le suplicaron en las Cortes que se comenzaron en la ciudad de Toledo en el año de quinientos y dos y se continuaron y acabaron en la villa de Madrid y Alcalá de Henares en el año de quinientos y tres, por ende yo os encargo y mando que luego que ésta viereis, después de hechas por su alma las exequias que sois obligados, alcéis y hagáis alzar pendones en esa dicha villa por la dicha serenísima reina doña Juana, nuestra hija, como reina y señora de estos dichos reinos.

Y para lo que toca al despacho de los negocios de esa y las otras cosas que son a vuestro cargo, yo os envío, con la presente, poder para ello. Y tened mucho cuidado, como siempre lo habéis tenido, de la buena administración de la justicia de esa y las otras cosas que son a vuestro cargo.
Y porque la dicha serenísima reina, que santa gloria haya, mandó por su Testamento que no se trajese por ella sarga, no la toméis ni traigáis ni consintáis que se traiga. Y hacedlo así pregonar porque venga a noticia de todos"



Siguiendo las instrucciones de la Reina, el original de su Testamento fue depositado en Guadalupe, mientras otro ejemplar permaneció en el archivo Real y posteriormente fue llevado a Simancas.

Este documento de trascendencia y calidad indudables, fue redactado en circunstancias muy distintas a las de hoy; conviene tenerlo en cuanta al leerlo e interpretarlo. Isabel, de fe católica profunda, era consciente de que se hallaba próxima a «aquel terrible día del juicio y estrecha examinación», «más terrible para los poderosos» que para el común de los mortales. Mediante su declaración, consciente y voluntaria, daba cuenta cabal de su existencia, de lo que a su juicio había hecho bien y de lo que había hecho mal.
El Testamento de la reina Isabel I se sitúa cronológicamente en el periodo histórico donde se dibuja, en las monarquías europeas, la primera forma de Estado. Quien en aquellos momentos que analizamos lo dicta y firma no lo hace en calidad de persona privada, sino desde el «poderío real absoluto» que le pertenece. El término «absoluto», en esta época, no ha de entenderse como arbitrario, sino que no depende de otro superior, es decir, que no es «relativo». Cuando la reina (o el rey) dispone desde ese poderío, ni más ni menos, está ejerciendo su potestad legislativa. El Testamento es ley; una ley fundamental.
La declaración de última voluntad (o últimas voluntades), expresada bajo la cobertura del poderío real, se refería a lo que es privativo de la Corona o, lo que es lo mismo, a la función de reinar. Como la sucesión del trono estaba regulada por la costumbre, acorde en general con la doctrina jurídica de las Partidas, pero no por ninguna ley expresa, era necesario expresar en el Testamento la línea de sucesión establecida.
Redactó el Testamento, al dictado de la reina Isabel, el secretario Gaspar de Grizio, hombre de confianza que conocía muchas cosas reservadas y secretas; ella lo firmó el 12 de octubre de 1504, consciente y voluntariamente.
Ante todo había que regular la cuestión sucesoria. Muertos los hijos mayores, Isabel y Juan, malogrados los hijos de ambos, Juana se encontraba en primera línea. Juana sería «reina verdadera y señora natural», reconociéndose a Felipe únicamente los honores y dignidad que le correspondían «como su marido». Habría, pues, un rey consorte. Además, todos los oficios, cargos y dignidades laicos o eclesiásticos se reservaban para los naturales del país; esto significaba que los españoles iban a ser gobernados por españoles y no por extranjeros. Y el «trato y provecho» de las Islas y Tierra Firme de allende la mar Océana y las islas Canarias, se reservaba como monopolio a los «reinos de Castilla y León». No por tal mandato se eliminaba a los moradores de la Corona de Aragón, los cuales tenían reconocido desde 1478, a estos efectos, la equiparación con los castellanos, sino a la Casa de Habsburgo y a sus servidores, dc cuya concupiscencia tenían pruebas bastante sobradas. Algo en lo que Isabel no podía ni debía transigir, ni por conciencia, ni por razón de Estado.
En definitiva, el Testamento se precavía contra la aparición de un rey de extraño país y extraño lenguaje, que entregaría el reino y a sus naturales a la administración extranjera.
Los méritos de Fernando, su marido, el rey Católico, sus excelencias y extraordinaria capacidad como monarca y como persona no tenían comparación con Felipe, el irreverente marido de Juana. Así que, tras explicar el asunto del trato y provecho de las Indias y de evitar que fueran a parar a bolsillos flamencos, la Reina ordenaba a sus súbditos que aunque Granada, las Islas, Tierra Firme y Canarias fuesen, por bula legítima, entregadas a Castilla, teniendo en cuenta «tan grandes y señalados servicios» como Fernando prestara en su adquisición, reconociesen al rey de Aragón la mitad de estas rentas. De modo que aun en el caso de que Juana pudiera gobernar, lo que ella no creía, la posición económica y política del Rey Católico quedaba suficientemente reforzada.
La mayor parte del Testamento se dedica a expresar una seria profesión de fe, con las consecuencias que de ésta se derivan. Alejandro VI había otorgado título de Católicos a los Reyes con la certidumbre de que, desde su convicción absoluta de la divinidad de Cristo y de la integridad de la Iglesia en su fe, iban a asumir el compromiso de hacer realidad una Monarquía católica en todos sus dominios.
Escribiendo a su confesor fray Hernando de Talavera, Isabel confió a la pluma una especie de reflexión profunda:

"Siendo la vida humana tránsito temporal hacia la eternidad los reyes «deben recordar que han de morir» y de que el juicio que Dios va a pronunciar sobre ellos es más severo que sobre el común de los mortales".


El Testamento se inserta en esa línea de conducta que consiste en «aparejarse a bien morir». Isabel expresaba en su dictado la autodefensa de un alma, presentando como méritos la preocupación por la justicia, el repudio de la esclavitud y la persecución de herejes que había provocado la expulsión de judíos y musulmanes. El simbolismo del águila —emblema de los Reyes Católicos y por ende de España— también aparece aquí explicado: el águila es el evangelista San Juan, y en 1475 la Reina había reclamado de fray Hernando de Talavera ser iniciada en los «muy altos misterios y secretos» que Jesús había comunicado al discípulo amado; la obra Loores del bienaventurado San Juan Evangelista es hoy perfectamente conocida.

Sabiendo, pues, que estaba a punto de comparecer ante el Tribunal de Dios, Isabel preparó un pliego de descargos que transita en dos líneas paralelas: la que se refiere a su conducta pública como reina y la que atañe a su persona privada; pero una y otra, indisolublemente, en cuanto católicas. Cuidadosamente limitó el lujo en las honras fúnebres, que habrían de serle tributadas, disponiendo que se repartiese a los pobres el dinero que de otro modo se gastaría en las exequias. Impuso a sus sucesores con mucho rigor la obligación de devolver las deudas aún no restituidas -conocemos por los inventarios de Gonzalo de Baeza y Sancho de Paredes cómo se cumplió este mandato. Entrando en este capítulo, la Reina reconoció tres errores o deficiencias que necesitaban ser corregidas: no estaban aún amortizadas las plazas «acrecentadas» en los concejos, con gasto inútil para las ciudades; todavía se otorgaban mercedes indebidas en detrimento del patrimonio real y no se había conseguido del todo el finiquito de la deuda pública. Tres objetivos que sus herederos, los nuevos gobernantes, deberían poner en primer término. Esta es toda la célebre e imperativa cuestión de los «juros».
En cuanto a Gibraltar —asunto prioritario como el mantenimiento de las posesiones en África y su posible expansión para salvaguarda de la fe y la civilización— la frase: «que siempre tengan en la Corona la dicha ciudad, y no la den ni enajenen ni consientan dar ni enajenar cosa alguna de ella» ha dado origen a curiosas elucubraciones premonitorias de lo sucedido en 1704. Llave del Estrecho, el duque de Medina Sidonia había aprovechado la guerra civil en 1467 para conseguir de Enrique IV —hermano, por parte de padre de Isabel—una cesión como señorío. Desde el primer momento los Reyes habían programado el retorno de Cádiz al patrimonio real como mercado del Atlántico y también de Gibraltar como vigía del Estrecho. En 1493 compraron al marques de Cádiz esta ciudad pagando por ella un buen precio. La mala administración de los duques de Medina Sidonia que habían arruinado Gibraltar facilitó las cosas y en 1502 Gibraltar volvió al realengo (patrimonio real). Se pagó por ella la indemnización correspondiente. Rechazando la legitimidad de la cesión efectuada por Enrique IV, Isabel declaró que «la restitución y reincorporación fue justa y jurídicamente hecha».
El capítulo más importante por las grandes consecuencias que de él se derivaron figura en el Codicilo, no en el Testamento, y es el que reconoce en los habitantes de las Islas y Tierra Firme recién descubiertas la condición de súbditos y, con ella, los derechos naturales humanos de vida, propiedad y libertad. Las expresiones son suficientemente claras: al referirse a los indios con las mismas palabras que se dirigían a los habitantes de Castilla, «vecinos y moradores» se estaba reconociendo la legitimidad de las comunidades locales que ya tenían establecidas. La garantía en persona y bienes apuntaba a los dos derechos naturales básicos de libertad y propiedad según el sentir de los teólogos de la época.
Ya para concluir esta exposición, un apunte breve. En el desprendimiento final de los bienes materiales, Isabel, tras devolver a los Príncipes las joyas que éstos le regalaran y distribuir las reliquias que poseía entre Segovia y Granada, las ciudades que eran principio y fin de su reinado, ordenó que se vendieran sus bienes muebles. Pero hizo una salvedad: que Fernando escogiera las joyas y otras cosas que quisiere porque «viéndolas pueda tener más continua memoria del singular amor que a su señoría siempre tuve».
Envío de amor que tiene su respuesta en la carta que el 26 de noviembre dictó Fernando, dando cuenta de la muerte de la Reina, y que ya transcrita en este mismo escrito, ha de servirme para la despedida:

«Su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir» y «el dolor de ella y lo que perdí yo y perdieron estos reinos me atraviesa las entrañas».

Bibliografía:
Crónica de los Señores Reyes Católicos… - Hernando del Pulgar .



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