BORGES


Google. 2011

"Alguien que no es capaz de evitarte una pizca de dolor, no es digno de tu amor"

"En una relación, cuando te das cuenta, que pudiéndote evitar una migaja de sufrimiento el otro no lo hace, es porque todo se ha terminado"


Jorge Bucay


Conociendo a Borges: 






He cometido el peor de los pecados 
que un hombre puede cometer. No he sido 

feliz. Que los glaciares del olvido 

me arrastren y me pierdan, despiadados. 

Mis padres me engendraron para el juego 

arriesgado y hermoso de la vida, 

para la tierra, el agua, el aire, el fuego. 
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida 
no fue su joven voluntad. Mi mente 
se aplicó a las simétricas porfías 
del arte, que entreteje naderías. 
Me legaron valor. No fui valiente. 
No me abandona. Siempre está a mi lado 
La sombra de haber sido un desdichado.
Haiku 1

Isoda Koryusai, Japanese (active c. 1764–1788)

La vasta noche
no es ahora otra cosa
que una fragancia.

Haiku 2

 Wei Mint T.

Algo me han dicho
la tarde y la montaña.
Ya lo he perdido.

I




Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,

cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.

Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente

para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.

II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna

y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.




"Nueve ensayos dantescos" (Prólogo)


Francesco Furini

Imaginemos, en una biblioteca oriental, una lámina pintada hace muchos siglos. Acaso es árabe y nos dicen que en ella están figuradas todas las fábulas de las Mil y una noches; acaso es china y sabemos que ilustra una novela con centenares o millares de personajes. En el tumulto de sus formas, alguna -un árbol que semeja un cono invertido, unas mezquitas de color bermejo sobre un muro de hierro- nos llama la atención y de ésa pasamos a otras. Declina el día, se fatiga la luz y a medida que nos internamos en el grabado, comprendemos que no hay cosa en la tierra que no esté ahí. Lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese laberinto tranquilo… He fantaseado una obra mágica, una lámina que también fuera un microcosmos; el poema de Dante (La divina comedia) es esa lámina de ámbito universal. 



- Los dos reyes y los dos laberintos -


“Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los dos primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar 
del tiempo vino a la corte un rey de los árabes, y  el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. 
Luego regresó a Arabia, juntó a sus capitanes y alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tal venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo a su rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo! En Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.” 
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto donde murió de hambre y sed. 
La gloria sea con Aquel que no muere.” 




- Ronda -


A. Rée
El Islam, que fue espadas
que desolaron el poniente y la aurora
y estrépito de ejércitos en la tierra
y una revelación y una disciplina
y la aniquilación de los ídolos
y la conversión de todas las cosas
en un terrible Dios, que está solo,
y la rosa y el vino del sufí
y la rimada prosa alcoránica
y ríos que repiten alminares
y el idioma infinito de la arena
y ese otro idioma, el álgebra,
y ese largo jardín, las Mil y Una Noches,
y hombres que comentaron a Aristóteles
y dinastías que son ahora nombres del polvo
y Tamerlán y Omar, que destruyeron,
es aquí, en Ronda,
en la delicada penumbra de la ceguera,
un cóncavo silencio de patios,
un ocio del jazmín
y un tenue rumor de agua, que conjuraba
memorias de desiertos.


- El milagro secreto -

Y Dios lo hizo morir durante cien años

y luego lo animó y le dijo:

-¿Cuánto tiempo has estado aquí?

-Un día o parte de un día, respondió.



Alcorán, II, 261.



La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.


- INSTANTES - 

Si pudiera vivir nuevamente mi vida. En la próxima 
trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan 

perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que 

he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. 

Sería menos higiénico. 

Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría 

más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. 

Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería más 

helados y menos habas, tendría más problemas reales 

y menos imaginarios. 

Yo fui una de esas personas que vivió sensata y 

prolíficamente cada minuto de su vida: claro que 

tuve momentos de alegría. 

Pero si pudiera volver atrás trataría de tener 
solamente buenos momentos. 
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida 
sólo de momentos; no te pierdas el ahora. 
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna 
parte sin un termómetro, una bolsa de agua 
caliente, un paraguas y paracaídas; si pudiera 
volver a vivir, viajaría más liviano. 
Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar 
descalzo a principios de la primavera y seguiría 
así hasta concluir el otoño. 
Daría más vueltas en calesita, contemplaría más 
amaneceres y jugaría más con los niños, si tuviera 
otra vez la vida por delante. 
Pero ya ven, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.

NOTA: Algunos especialistas dudan de su autoridad. 



- Los conjurados -


"El hilo que la mano de Ariadna dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el hombre con cabeza de toro, o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre, y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y volver a ella, a su amor.

Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro laberinto, el del tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba Medea.

El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad. "



Cnossos, 1984.


Durante mucho tiempo se consideró a estas Hilanderas como un cuadro de género en el que se mostraba una jornada de trabajo en el taller de la fábrica de tapices. En primer plano se ve una sala con cinco mujeres (hilanderas) que preparan las lanas. Al fondo, detrás de ellas, y en una estancia que aparece más elevada, aparecen otras tres mujeres ricamente vestidas, que parecen contemplar un tapiz que representa una escena mitológica. Durante mucho tiempo se consideró éste su único asunto. Sin embargo, a causa de la propia entidad del cuadro y por la «ambigüedad» de significados presente en algunos de los lienzos más significativos de Velázquez, debemos resistirnos a interpretarlo como una sencilla escena cotidiana.



Nueve Ensayos Dantescos 


Borges y la ética del lector inocente



Un ensayo puede ser -según una intuición de Roland Barthes- un registro de las ocasiones en las que un lector, “tocado” de alguna forma por lo que lee, se ve obligado a levantar la cabeza, a apartar la vista del texto que tiene frente a sí para suspenderla en el vacío, dejando a su inteligencia y a su sensibilidad dispuestas para el encuentro con las ideas que ese texto le dio que pensar. Este método de composición es, sin dudas, el que siguió Borges para escribir sus Nueve ensayos dantescos. Sin su talento, pero con el mismo afán de consignar nuestra experiencia de lectores, nos servimos de ese mismo “método” para reunir en este trabajo una serie de notas que corresponden a otros tantos momentos en los que los ensayos borgesianos sobre la Comedia nos obligaron a distraernos de la lectura para atender a nuestro deseo de escribir 1.

La primera ocasión de desvío, en la que nuestra atención abandonó, momentáneamente, el discurrir de la prosa borgesiana, la encontramos al comienzo del primer ensayo, “El noble castillo del canto cuarto”. Borges introduce su comentario a través de un procedimiento narrativo, ajeno a la retórica de la exégesis literaria. “Noches pasadas -escribe-, en un andén de Constitución, recordé bruscamente un caso perfecto de uncanniness (siniestro), de horror tranquilo y silencioso, en la entrada misma de la Comedia” (347)2. Por una parte, por lo gratuito de la referencia anecdótica e imprecisa a “una noche pasada” y a “un andén de Constitución”, este “incipit” parece indicarnos que no nos encontramos frente a un texto de crítica convencional, que el que está frente a nosotros es otra cosa (algo más o algo menos -el lector deberá, si lo desea, dilucidar la cuestión-) que un “texto de saber”. Por otra parte, en este comienzo semejante al de un relato, se nos dice que el comentario fue desencadenado por un recuerdo brusco, es decir, que Borges se encuentra con la Comedia, antes de ir en su búsqueda, cuando experimenta, involuntariamente, la atracción inquietante de lo siniestro que ocurre en el canto cuarto.

Esta digresión narrativa nos informa que la decisión de escribir sobre la Comedia no precede a su relectura, sino que es suscitada por una de sus modalidades más intensas: el recuerdo. La posición del ensayista, fundada en su decisión de escribir (que es siempre una decisión ética), excede las demandas que interpelan a la crítica y a las que ella no puede dejar de responder. El ensayista no escribe, en principio, para entrar en el juego de las interpretaciones contrapuestas que buscan cimentar el prestigio (o el descrédito) de una obra, sino por una razón más “íntima” (el término es de Borges, lo encontramos en los Ensayos dantescos y sobre él volveremos más adelante): para explicarse, es decir, para conjeturar e incluso inventar, los motivos de la misteriosa atracción que una obra ejerce sobre él.
Este primer detalle circunstancial nos devolvió al Prólogo del libro, en el que Borges habla, precisamente, del valor de los detalles circunstanciales. En ese Prólogo (343) se nos anticipa que el ensayo de lectura al que vamos a asistir es obra de un “lector inocente” (un lector “amateur”, en los términos de Barthes), que presta atención no a lo que la Comedia tiene de “universal”, “sublime” o “grandioso”, es decir, a aquello en lo que debemos detenernos según los imperativos de la tradición, sino a su “variada y afortunada invención de rasgos precisos”, de “pormenores”. Borges no se interesa por la articulación de las grandes secuencias simbólicas (los periplos míticos o místicos), ni por las intrincadas combinaciones de temas y motivos, ni por los abigarrados conjuntos de personajes. En todo caso, si los tiene en cuenta, es sólo como contextos de aparición, de emergencia de un detalle, pero no para someter el detalle a la ley del contexto (que prescribe reducir lo singular a lo particular, lo curioso a lo representativo), sino para hacer más sensible la fuerza de irreductibilidad que anima a todo detalle, su poder de desprenderse de lo que lo condiciona. (En éstos, como en otros muchos ensayos, Borges intenta realizar la utopía literaria del detalle absoluto, de la consumición de los contextos.) Ensayo por ensayo, ésta es la nómina de los objetos dantescos que atraen y desencadenan la lectura de Borges: una “discordia” casi imperceptible en la construcción poética del castillo que aparece en el canto IV del Infierno; la incertidumbre, cifrada en un verso del Infierno, acerca del canibalismo que Ugolino della Gherardesca habría ejercido sobre sus hijos; el enigmático relato del último viaje de Ulises, una mera digresión ornamental para los comentaristas especializados; la paradójica compasión con la que Dante escucha el relato de Francesca, condenada al Infierno por la voluntad moral del propio Dante; la aparición del nombre de Beda en la “corona de doce espíritus” que Dante encuentra en el canto X del Paraíso; una curiosa metáfora autorreferencial que ocupa el espacio de un único verso; un monstruo imaginario, un ser compuesto por la adición de otros seres; dos “anomalías” en la representación gloriosa de Beatriz cuando Dante la encuentra al entrar al Paraíso; la inquietante sonrisa de Beatriz al desaparecer definitivamente de la vista de Dante.
Cada uno de los Ensayos dantescos puede ser considerado como una suerte de nota al pie de página escrita por Borges a partir de una curiosidad de la Comedia. Pero esta práctica de la notación marginal no debe confundirse con los afanes de la crítica erudita. Las notas de Borges quieren ser algo más que un añadido a la monumental bibliografía crítica, algo más que un aporte personal a la infatigable glosa que acompaña, desde hace siglos, la lectura del poema. Por un desplazamiento en el que se define la singularidad de su escritura ensayística, Borges apunta desde los márgenes a lo esencial de la Comedia: no a su centro, sino, precisamente, a su descentramiento infinito. Cada detalle vale para Borges por todo el poema, pero no porque lo represente, porque dé una versión microscópica de su grandiosidad, sino porque en su lectura se pueden experimentar todas las potencias de conmoción y de goce de las que el poema es capaz. Si cada pormenor vale por la totalidad de la Comedia es porque esa totalidad verbal se ha convertido en un objeto amoroso y, como se sabe, basta con un rasgo de la persona amada, incluso menos: con su recuerdo, para experimentar todo lo que puede la pasión. El recorrido que traza la lectura de Borges va, según dijimos, desde los márgenes de la obra hacia lo esencial: su descentramiento. Es otro modo de decir que despojando a la Comedia de su grandiosidad y su sublimidad y convirtiéndola en una “antología casual” (365) de circunstancias felices o conmovedoras, siempre inauditas, Borges devuelve al poema de Dante su condición de clásico, es decir, de texto “capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”3.
Desatendiendo las exigencias de la tradición, desobedeciendo los mandatos de la exégesis alegórica -que propone interpretaciones “frígidas”, “míseros esquemas” (372) que disuelven cualquier rareza en los clichés de algún sentido trascendental-, Borges anticipa desde el Prólogo a los Nueve ensayos dantescos que actuará como un lector argentino, es decir, como un lector “irreverente”4, que se apropia sin supersticiones de la tradición y que, en lugar de rendirle culto, juega -en el sentido más serio del término- con ella. Por eso, en el momento de escribir lo que le da a pensar cada detalle, preferirá, antes que plegarse al coro de los que afirman la monumentalidad de la Comedia (y decretan, por un exceso de respeto, la imposibilidad de su lectura), afirmarse a sí mismo, en cada acto de lectura, como un polo de atracciones y rechazos circunstanciales. Borges sabe que sin permitirse los placeres y los riesgos de la lectura irreverente, la vida del poema Bque se mide en términos de transformación y no de permanencia- corre peligro: peligro de extinguirse bajo el peso asfixiante de los inconmovibles valores culturales que se la obliga a encarnar.
Los detalles que la lectura localiza, entre la invención y el reconocimiento, como factores de tensión con cualquier contexto (literario, histórico, dogmático), significan en todos los casos la irrupción, discreta pero contundente, de un suplemento en relación con lo que ya fue leído (el trabajo de exégesis realizado por generaciones de autoridades críticas, a las que Borges hace referencia constante en sus ensayos, como para mostrar que no las ignora sino que, para poder leer -para poder experimentar un vínculo singular que reavive al poema- necesita desconocerlas, desautorizarlas).
El lector “advertido”, el que ya sabe, antes de que la lectura ocurra, qué debe leer, se aplica al desciframiento de los diferentes sentidos que entraña la estructura alegórica del poema. Su consigna es acabar con la ambigüedad: enumerar y nombrar sin faltas los sentidos. Otro es el ejercicio del lector inocente, del que se aventura en su experiencia de la Comedia. Así, en el ensayo titulado “El falso problema de Ugolino”, Borges se detiene en un verso, el número 75 del penúltimo canto del Infierno, para confrontarse con un problema tradicional de la exégesis dantesca que “parte -según él lo entiende- de una confusión entre el arte y la realidad” (351). Después de recordar lo que sobre el “problema” en cuestión (¿Ugolino devoró o no a sus hijos?) han dicho las autoridades críticas, después de ensayar, con prolijidad pero sin demasiada convicción, una respuesta que atiende al contexto histórico (“real”), Borges se sitúa en la perspectiva literaria:
El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio. (352)
En la suspensión de los sentidos alegóricos que suscita la atracción del detalle, Borges experimenta la más potente fuerza literaria: la de la incertidumbre. “Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino [en este juego de alternativas contrapuestas, de decisiones sin resto, se agotan los exégetas] es menos tremendo que vislumbrarlo” (353). “Ugolino concluye Borges, de una manera espléndida- devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho”.
La Comedia, viene a decirnos Borges, está hecha menos de una rigurosa trama de sentidos superpuestos, que de su inesperada vacilación. Por eso, a la pregunta que propone el verso examinado su lectura da una respuesta justa, una respuesta que no anula sino que preserva la potencia de incertidumbre que es la vida de la obra. En lugar de descifrar, de decidirse por éste o aquel sentido, Borges deja -para un lector por venir- la búsqueda abierta.
La incertidumbre es ambigüedad, pero irreductible: ambigüedad que no quiere ser reducida, tensión que no quiere apaciguarse. Por eso la incertidumbre es un valor para la ética borgesiana, para la ética del ensayista, porque a la vez que su afirmación cumple una función crítica (cuestiona las certidumbres que se impusieron como evidencias, inquieta la cristalización de las experiencias estéticas en valores culturales), por esa misma afirmación de lo incierto se establecen las condiciones para el goce literario y para el ejercicio de una inusual forma de la inteligencia, la que consiste en la capacidad de formular un problema como tal, sin dar por presupuesta su resolución, extremando su potencia problematizante.
Sin la incertidumbre, que era “el designio de Dante”, el lector no podría “sospechar” o “vislumbrar” el canibalismo de Ugolino, simplemente lo negaría o lo aceptaría, no podría experimentar lo estético en su desborde respecto de lo real-histórico: “la inminencia de una revelación, que no se produce”5 y que, porque no se produce, todavía -y para siempre-atrae imperiosamente. Sin el recurso a la incertidumbre, a la suspensión del sentido, no se podría enunciar una conjetura que, como la que ensaya Borges para explicar la “discordia” entre la voluntad de condenar a Francesca y la compasión que despierta el relato de su culpa, responda a la naturaleza paradójica del problema: no sólo no lo resuelva, sino que lo plantee, del modo más enérgico posible, como irresoluble.
Dante comprende y no perdona; tal es la paradoja indisoluble. Yo tengo para mí que la resolvió más allá de la lógica [es decir, en los dominios inciertos de la literatura]. Sintió (no comprendió) que los actos del hombre son necesarios y que asimismo es necesaria la eternidad, de bienaventuranza o de perdición, que éstos le acarrean. (359)
Borges se interesa por aquellos incidentes que conspiran contra la coherencia semántica de la Comedia, por aquellos pormenores que aparecen bajo la forma de “discordias”, “anomalías”, “ambigüedades” y “paradojas”. Cada uno de estos modos de figuración, de aparición del sentido como radicalmente incierto (vacilante, en suspenso, desdoblado) nos dice claramente que la incertidumbre no es una forma de ser del sentido, que no está dada en las profundidades semánticas o en la superficie estilística del texto, sino que ocurre, como un devenir que arrastra simultáneamente al texto y a su lector. La incertidumbre no es un estado de indefinición del sentido, sino el devenir-indefinido de cierto sentido: un acontecimiento que ocurre en ciertos detalles de un texto (localizándolos como detalles inquietantes) cuando el lector se encuentra allí a sí mismo, como sujeto de una interrogación o una sospecha cuya resolución no termina de producirse, encontrándose con el texto convertido en objeto de goce: en un texto que entredice sólo para él un suplemento de sentido indecible. Sin el designio incierto que anima su voluntad de lector apasionado e impertinente, Borges no podría señalar (y hacer sensible para nosotros, sus lectores) la incertidumbre que era “el designio de Dante” al escribir algunos momentos de su poema.
Desde esta perspectiva de la incertidumbre como acontecimiento (y no como estado) del sentido, se puede formular una doble versión (una doble valoración) del oxímoron borgesiano. “Horror tranquilo” (347); “verdugo piadoso” (357); “pesadillas de deleite” (373); “intolerable beatitud”. Como ocurre con muchos textos de Borges, los Nueve ensayos dantescos son ricos en esta clase de figuras que los manuales de retórica se obstinan en describir como “una variante especial de la antítesis de palabras aisladas” en la que, como en toda figura de bipartición, “las dos partes están en oposición una con otra y se mantienen unidas por la totalidad del todo” (Lausberg 37). La primera versión del oxímoron es la de la retórica clásica, que lo considera un lugar cerrado en el que conviven en reposo sentidos contrapuestos. Esta versión contribuye a cimentar la imagen de Borges como un autor fascinado por los esquemas binarios, las estructuras simétricas, la coincidencia de los opuestos. Cuando la confrontamos con nuestra experiencia de lectores borgesianos, con los modos en que la escritura de los Ensayos dantescos afecta nuestra sensibilidad, esta versión del oxímoron nos resulta, aunque irreprochable, carente de fuerza y de interés: “frígida”. Nada dice ni transmite del vértigo sutil que instalan en nuestro pensamiento esas figuras extrañas.
La otra versión atiende menos a la presencia antagónica de los términos que al intervalo que los une y los separa, al intersticio que une separando, que aproxima manteniendo a distancia y que es la fuente inagotable de la tensión semántica. Para esta otra versión, el oxímoron no es un lugar de convivencia (aunque se trate de la convivencia de opuestos), sino un sitio inhabitable por el que los sentidos pasan sin establecerse (ni siquiera como opuestos), atrayéndose a fuerza de diversidad. Menos que una figura en la que se expresa el estilo de un autor, el oxímoron es, desde este punto de vista, uno de los modos de aparición del cuerpo incierto, gozoso, del autor y del lector en los márgenes inesperados de un texto. Borges escribe “intolerable beatitud”, para referirse a la impresión que sufría Dante cuando se creía atravesado por la mirada de su amada, y esta reunión de afectos inaproximables es seguramente la forma justa de hacer aparecer, en su lectura de “los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado” (372), el secreto del desgarramiento amoroso del poeta6. Para nosotros, lectores del ensayo borgesiano, “intolerable beatitud” dice, del modo más intenso que podamos imaginar, la monstruosa y fascinante condición de las personas que, por un capricho del azar, se convirtieron para alguien en objeto de amor: aparecen como íntimamente distantes.
En el párrafo final del ensayo titulado, lacónicamente, “Purgatorio, I, 13”, Borges recuerda un verso de Milton (“la más hermosa de sus hijas, Eva”), que probablemente no venga al caso, y a propósito de él escribe: “para la razón, el verso es absurdo; para la imaginación, tal vez no lo sea” (365). Lo primero que nos interesa subrayar en este gesto borgesiano es la adopción de un criterio para valorar las ocurrencias literarias heterogéneo al del sentido común. Lo que no sirve para la razón (o, en otros ensayos, para la lógica o, simplemente, para la realidad), puede servir para la literatura, que es esencialmente un ejercicio imaginativo, no porque en ella la razón no cumpla ningún papel, sino porque, cualquiera sea el papel que cumpla, lo hace bajo el dominio del deseo de imaginar. Borges propone una lectura imaginativa de la Comedia que no reniega de las estrategias de la razón pero que las subordina a la voluntad incierta de imaginar, para ampliar su campo de experimentación o para imprimirle mayor intensidad a sus fuerzas.
Lo segundo que nos interesa señalar -y ya está implícito en lo primero- es que el gesto de Borges no supone únicamente la afirmación de un valor contra otro, sino fundamentalmente una transformación en la perspectiva de valoración. Borges no juzga la eficacia de los versos de Dante (o de Milton, o de Góngora, o de Byron) según criterios morales -observando los valores de la moral histórica, de la moral filológica, de la moral doctrinaria-, sino que la experimenta desde un punto de vista ético. Los versos valen no por su carácter representativo, sus rigores lógicos o su perfección estilística, sino porque afectan de un modo conveniente la subjetividad del lector: porque lo mueven a imaginar, a inventar, a escribir. Contra las supersticiones morales, que apartan al lector de lo que puede, por una ética de la lectura inocente. Esta es la consigna que afirman, casi identifica, simplemente, a Beatriz con una encarnación beatífica de la gracia, olvidando que ella también fue, que antes que nada fue una mujer que no correspondió el amor de Dante, que lo ignoró e incluso llegó a burlarse de él.
La diferencia entre lo que puede una lectura fundada en criterios morales y lo que puede una lectura que se despliega respondiendo a una afirmación ética queda formulada de un modo inequívoco en el primero de los Nueve ensayos dantescos, cuando Borges evalúa, alternativamente, las “razones técnicas” y las “razones íntimas” que explican algunas anomalías en la construcción del “noble castillo del Canto IV” de la Comedia. En la formulación de las razones técnicas confluyen el examen de motivaciones históricas, doctrinarias y de composición poética. Las razones íntimas, en cambio, remiten según Borges a motivaciones “de índole personal” (350). Si en el ominoso castillo que habitan Homero, Horacio, Ovidio y otras muchas autoridades poéticas y filosóficas de la antigüedad pagana, la imaginación de Dante mezcló nobleza y horror, es porque los grandes poetas de la antigüedad, que viven olvidados de Dios, sumidos en un “anhelo sin esperanza” (348), son según Borges, figuraciones del propio Dante (del autor del poema, no del protagonista), que se sabía un maestro en el arte de las letras, como ellos, y que vivía como ellos en el infierno porque lo olvidaba Beatriz.
Borges vuelve a conjeturar una razón íntima cuando intenta justificar la interpolación, en la trama de la Comedia, del relato del último viaje de Ulises. La razón íntima supone también en este caso la consideración de Dante como autor. Aunque el relato del insensato viaje de Ulises a los confines del mundo no está suficientemente motivado por las leyes compositivas del poema, su inclusión, acaso innecesaria, fue para Dan-te inevitable: en la aventura final de Odiseo encontró, según Borges, una proyección de su propia aventura poética, tan “ardua”, “arriesgada” y “fatal” (355) como la del héroe homérico.
Las razones íntimas propuestas por Borges para explicar la existencia de ciertas anomalías técnicas y compositivas en la Comedia no son presentadas como objetos de reconocimiento y demostración (no hace falta solicitar el acuerdo de otros lectores para enunciarlas), sino de imaginación y conjetura. No son las razones más verdaderas o más creíbles, según las reglas de verosimilitud establecidas por un determinado consenso crítico, sino, simplemente, las más convenientes, y esto porque no se trata de razones que Borges buscó trabajosamente, forzando su ingenio, sino de razones que encontró misteriosamente envueltas en los detalles que, por un designio incierto, distrajeron su atención. Son objetos de fascinación. Borges presiente la sombra de Dante proyectándose discretamente sobre sus criaturas; imagina a Dante, su pasión por una mujer y por las letras, en las faltas de motivación o en las discordias que dan a su invención un aura incierta. Las razones íntimas, imprevistas e improbables, son las más convenientes porque le permiten a Borges proyectar en secreto sobre sus argumentaciones críticas su propia sensibilidad poética y amorosa.
El lector inocente es, según vimos, un lector impertinente, un lector lo suficientemente audaz como para reconocer, y no sólo reconocer sino también apreciar, las fallas que mantienen vivos a los monumentos culturales. Es lo que hace Borges en el ensayo titulado “El encuentro en sueño”. Borges se detiene esta vez en dos anomalías presentes (que su lectura hace presentes) en la Comedia: la procesión que acompaña a Beatriz, que Dante quiso que fuera bella, “es de una complicada fealdad” (370); la actitud de Beatriz, durante el encuentro con Dante, no es de beatitud sino de severidad. Para explicarse la existencia de estas dos anomalías, que él supone “derivan de un origen común” (371), Borges recurre a una conjetura “poética”. Dante escribe la Comedia como quien sueña, para realizar un deseo: volverse a encontrar con Beatriz, y le ocurre “entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo [al encuentro deseado] de tristes estorbos” (371). La perspectiva “poética” que adopta Borges para ensayar su conjetura, aligerada de los aplastantes sentidos alegóricos, le permite establecer con el poema de Dante un vínculo más íntimo y más intenso que el de los lectores tradicionales: un vínculo en el que se revela lo obvio (eso que terminan por olvidar los amantes de las “profundidades” del sentido): que la Comedia es, esencialmente, una historia de amor.
Que el lector más inocente puede llegar a ser, a fuerza de inocencia, es decir, de descreimiento en la tradición, el lector más soberbio, lo demuestra Borges en el último ensayo de su libro, “La última sonrisa de Beatriz”. “Mi propósito -declara Borges, sin ahorrarse gravedad y contundencia- es comentar los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado. Los incluye el Canto XXXI del Paraíso y, aunque famosos, nadie parece haber discernido el pesar que hay en ellos, nadie los escuchó enteramente” (372).
Después de citar la estrofa que incluye la sonrisa de Beatriz y de recordar (y menospreciar por “no menos intachable que frígida”) la interpretación que dieron de ella los alegoristas (esa sonrisa es un símbolo de aquiescencia), Borges propone -esta vez con un énfasis mayor que en otras ocasiones- un desvío que toma la forma de una “sospecha”. Borges sospecha que Dante escribió la Comedia para recuperar, al menos por un momento, a Beatriz, y que, como ocurre cuando un desdichado imagina la dicha, algo “deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones” (373). Eso que deja entrever el horror, eso atroz, que es más atroz porque ocurre en el Paraíso, eso siniestro, es lo que el lector inocente percibe (inventa): las circunstancias atroces de la desaparición de Beatriz, la fugacidad de su sonrisa y de su mirada, el desvío eterno de su rostro. Después de recordarnos lo obvio, el lector inocente nos enfrenta a lo inaudito: ¿quién hubiese esperado la irrupción de lo siniestro en el Paraíso? Es tan extraña y perturbadora como la presencia de un amor eterno, imposible de no admirar, de no desear, en el Infierno 7. Cuando concluimos la lectura de los Nueve ensayos dantescos, nuestro pensamiento queda detenido ante una imagen final en la que se envuelven todas las imágenes que lo atrajeron: la Comedia es, esencialmente, la historia de un desencuentro que la obstinación del enamorado vuelve infinito: la historia del eterno alejamiento de Beatriz, siempre esquiva, siempre distante por la fuerza de un amor sublime e insensato, cautivo de su desaparición.
Bibliografía
Borges, Jorge Luis. Obras Completas. 4 vols. Barcelona: Emecé, 1989-1996.
Giordano, Alberto. Modos del ensayo. Jorge Luis Borges y Oscar Masotta. Rosario: Beatriz Viterbo, 1991.
Lausberg, Heinrich. Manual de retórica literaria. Madrid: Gredos, 1983.

Notas:
1 Estas notas son una “secuela” de los trabajos sobre la escritura ensayística de Borges reunidos en mi libro Modos del ensayo. Jorge Luis Borges y Oscar Masotta. En este sentido, se refieren casi con exclusividad a los gestos de lectura y a la perspectiva ética que definen algunas de las modalidades del ensayo borgesiano.
2 Las indicaciones de página entre paréntesis remiten, en todos los casos, a Jorge Luis Borges: Nueve ensayos dantescos, OC 3.
3 “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, El Aleph, OC 1: 561.
4 Cf. “El escritor argentino y la tradición”, Discusión, OC 1: 273.
5 “La muralla y los libros”, Otras inquisiciones, OC 1: 635.
6 Y de suspender la eficacia de una de las interpretaciones más aceptadas: la que siempre indirectamente, los Ensayos dantescos. Y es en esa afirmación, más que en el ejercicio de una retórica impresionista y digresiva, donde se establece la diferencia radical entre los ensayos borgesianos y cualquier modalidad de la crítica (hermenéutica, filológica, estilística, filosófica).
7 Un amor como el que une para siempre a Paolo y Francesca, esos “dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró” (371).
Buddhism (por Borges)El budismo
Una conferencia por Jorge Luis Borges


El tema de hoy será el budismo. No entraré en esa larga historia que empezó hace dos mil quinientos años en Benares, cuando un príncipe de Nepal - Siddharta o Gautama -, que había llegado a ser el Buddha, hizo girar la rueda de la ley, proclamó las cuatro nobles verdades y el óctuple sendero. Hablaré de lo esencial de esa religión, la más difundida del mundo. Los elementos del budismo se han conservado desde el siglo v antes de Cristo: es decir, desde la época de Heráclito, de Pitágoras, de Zenón, hasta nuestro tiempo, cuando el doctor Suzuki la expone en el Japón. Los elementos son los mismos. La religión ahora está incrustada de mitología, de astronomía, de extrañas creencias, de magia, pero ya que el tema es complejo, me limitaré a lo que tienen en común las diversas sectas. Éstas pueden corresponder al Hinayana o el pequeño vehículo. Consideremos ante todo la longevidad del budismo.
Esa longevidad puede explicarse por razones históricas, pero tales razones son fortuitas o, mejor dicho, son discutibles, falibles. Creo que hay dos causas fundamentales. La primera es la tolerancia del budismo. Esa extraña tolerancia no corresponde, como en el caso de otras religiones, a distintas épocas: el budismo siempre fue tolerante.
No ha recurrido nunca al hierro o al fuego, nunca ha pensado que el hierro o el fuego fueran persuasivos. Cuando Asoka, emperador de la India, se hizo budista, no trató de imponer a nadie su nueva religión. Un buen budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser budista.
La tolerancia del budismo no es una debilidad, sino que pertenece a su índole misma. El budismo fue, ante todo, lo que podemos llamar un yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín yugu.
Un yugo, una disciplina que el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se trata de sentido de un modo hondo, de sentido en cuerpo y alma; salvo, también, que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma. Trataré de exponerlo.
Además, hay otra razón. El budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto de fe. Así como la patria es un acto de fe. ¿Qué es, me he preguntado muchas veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos. ¿Qué es ser budista?
Ser budista, es, no comprender, porque eso puede cumplirse en pocos minutos, sentir las cuatro nobles verdades y el óctuple camino.
No entraremos en los vericuetos del óctuple camino, pues esa cifra obedece al hábito hindú de dividir y subdividir, pero si en las cuatro nobles verdades.
Hay, además, la leyenda del Buddha. Podemos descreer de esa leyenda. Tengo un amigo japonés, budista zen, con el cual he mantenido largas y amistosas discusiones. Yo le decía que creía en la verdad histórica del Buddha. Creía, y creo, que hace dos mil quinientos años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama que llegó a ser el Buddha, es decir, el Despierto, el Lúcido -a diferencia de nosotros que estamos dormidos o que estamos soñando ese largo sueño que es la vida -. Recuerdo una frase de Joyce: "La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme." Pues bien, Siddharta, a la edad de treinta años, llegó a despertarse y a ser el Buddha.
Con aquel amigo que era budista (yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista) yo discutía y le decía: "¿Por qué no creer en el príncipe Siddharta, que nació en Kapilovastu quinientos años antes de la era cristiana?" Él me respondía: "Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en la Doctrina". Agregó, creo que con más ingenio que verdad, que creer en la existencia histórica del Buddha o interesarse en ella seria algo así como confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton. Uno de los temas de meditación que tienen los monjes en los monasterios de la China y el Japón, es dudar de la existencia del Buddha. Es una de las dudas que deben imponerse para llegar a la verdad.
Las otras religiones exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió o, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de referirla.
Los franceses se han dedicado con especial atención al estudio dé la leyenda del Buddha. Su argumento es éste: la biografía del Buddha es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve periodo de tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas esculturas y poemas. El budismo, además de ser una religión, es una mitología, una cosmología, un sistema metafísico, o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos, que no se entienden y que discuten entre sí.
La leyenda del Buddha es iluminativa y su creencia no se impone.
En el Japón se insiste en la no historicidad del Buddha. Pero sí en la Doctrina. La leyenda empieza en el cielo. En el cielo hay alguien que durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha.
Elige el continente en que ha de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares yen el centro hay una montaña de oro: el monte Meru. Nacerá en el que corresponde a la India. Elige el siglo en que nacerá; elige la casta, elige la madre. Ahora, la parte terrenal de la leyenda. Hay una reina, Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre el albur de parecernos extravagante pero no lo es para los hindúes.
Casada con el rey Suddhodana, soñó que un elefante blanco de seis colmillos, que erraba en las montañas del oro, entró en su costado izquierdo sin causarle dolor. Se despierta; el rey convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha: el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.
Volvamos al detalle del elefante blanco de seis colmillos. Oldemberg hace notar que el elefante de la India es animal doméstico y cotidiano. El color blanco es siempre símbolo de inocencia. ¿Por qué seis colmillos? Tenemos que recordar (habrá que recurrir a la historia alguna vez) que el número seis, que para nosotros es arbitrario y de algún modo incómodo (ya que preferimos el tres o el siete), no lo es en la India, donde se cree que hay seis dimensiones en el espacio: arriba, abajo, atrás, adelante, derecha, izquierda. Un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.
El rey convoca a los magos y la reina da a luz sin dolor. Una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: "Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento". Los hindúes creen en un número infinito de nacimientos anteriores. El príncipe crece, es el mejor arquero, es el mejor jinete, el mejor nadador, el mejor atleta, el mejor calígrafo, confuta a todos los doctores (aquí podemos pensar en Cristo y los doctores). A los dieciséis años se casa.
El padre sabe - los astrólogos se lo han dicho - que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salva a todos los demás si conoce cuatro hechos que son: la vejez, la enfermedad, la muerte y el ascetismo. Recluye a su hijo en un palacio, le suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: eran ochenta y cuatro mil.
El príncipe vive una vida feliz; ignora que hay sufrimiento en el mundo, ya que le ocultan la vejez, la enfermedad y la muerte. El día predestinado sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular. Digamos, por la puerta del Norte. Recorre un trecho y ve un ser distinto de todos los que ha visto. Está encorvado, arrugado, no tiene pelo. Apenas puede caminar, apoyándose en un bastón. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. El cochero le contesta que es un anciano y que todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe vuelve al palacio, perturbado. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur. Ve en una zanja a un hombre aún más extraño, con la blancura de la lepra y el rostro demacrado. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. Es un enfermo, le contesta el cochero; todos seremos ese hombre si seguimos viviendo. El príncipe, ya muy inquieto, vuelve al palacio. Seis días más tarde sale nuevamente y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de esta vida. A ese hombre lo llevan otros. Pregunta quién es. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto si vivimos lo suficiente.
El príncipe está desolado. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad, la verdad de la muerte. Sale una cuarta vez. Ve a un hombre casi desnudo, cuyo rostro está lleno de serenidad. Pregunta quién es. Le dicen que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la beatitud.
El príncipe resuelve abandonar todo; él, que ha llevado una vida tan rica. El budismo cree que el ascetismo puede convenir, pero después de haber probado la vida. No se cree que nadie deba empezar negándose nada. Hay que apurar la vida hasta las heces y luego desengañarse de ella; pero no sin conocimiento de ella.
El príncipe resuelve ser el Buddha. En ese momento le traen una noticia: su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Exclama: "Un vínculo ha sido forjado." Es el hijo que lo ata a la vida. Por eso le dan el nombre de Vínculo. Siddharta está en su harén, mira a esas mujeres que son jóvenes y bellas y las ve ancianas horribles, leprosas. Va al aposento de su mujer. Está durmiendo. Tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.
Busca maestros. Aquí tenemos una parte de la biografía que puede no ser legendaria. ¿Por qué mostrarlo discípulo de maestros que después abandonará? Los maestros le enseñan el ascetismo, que él ejerce durante mucho tiempo. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo ven desde los treinta y tres cielos, piensan que ha muerto. Uno de ellos, el más sabio, dice:
"No, no ha muerto; será el Buddha". El príncipe se despierta, corre a un arroyo que está cerca, toma un poco de alimento y se sienta bajo la higuera sagrada: el árbol de la ley, podríamos decir.
Sigue un entreacto mágico, que tiene su correspondencia con los Evangelios: es la lucha con el demonio. El demonio se llama Mara.
Ya hemos visto esa palabra nightmare, demonio de la noche. El demonio siente que domina el mundo pero que ahora corre peligro y sale de su palacio. Se han roto las cuerdas de sus instrumentos de música, el agua se ha secado en las cisternas. Apresta sus ejércitos, monota en el elefante que tiene no sé cuántas millas de altura, multiplica sus brazos, multiplica sus armas y ataca al príncipe. El príncipe está sentado al atardecer bajo el árbol del conocimiento, ese árbol que ha nacido al mismo tiempo que él.
El demonio y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas. Cuando llegan a él, son flores. Le arrojan montañas de fuego, que forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita inmóvil, con los brazos cruzados. Quizá no sepa que lo están atacando. Piensa en la vida; está llegando al nirvana, a la salvación. Antes de la caída del sol, el demonio ha sido derrotado. Sigue una larga noche de meditación; al cabo de esa noche, Siddharta ya no es Siddharta. Es el Buddha: ha llegado al nirvana.
Resuelve predicar la ley. Se levanta, ya se ha salvado, quiere salvar a los demás. Predica su primer sermón en el Parque de las Gacelas de Benares. Luego otro sermón, el del fuego, en el que dice que todo está ardiendo: almas, cuerpos, cosas están en: fuego. Más o menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego.
Su ley no es la del ascetismo, ya que para el Buddha el ascetismo es un error. El hombre no debe abandonarse a la vida carnal porque la vida carnal es baja, innoble, bochornosa y dolorosa; tampoco al ascetismo, que también es innoble y doloroso. Predica una vía media -para seguir la terminología teológica -, ya ha alcanzado el nirvana y vive cuarenta y tantos años, que dedica a la prédica. Podría haber sido inmortal pero elige el momento de su muerte, cuando ya tiene muchos discípulos.
Muere en casa de un herrero. Sus discípulos lo rodean. Están desesperados. ¿Qué van a hacer sin él? Les dice que él no existe, que es un hombre como ellos, tan irreal y tan mortal como ellos, pero que les deja su Ley. Aquí tenemos una gran diferencia con Cristo. Creo que Jesús les dice a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el tercero. En cambio, el Buddha les dice: les dejo mi Ley. Es decir, ha puesto en movimiento la rueda de la ley en el primer sermón. Luego vendrá la historia del budismo. Son muchos los hechos: el lamaísmo, el budismo mágico, el Mahayana o gran vehículo, que sigue al Hinavana o pequeño vehículo, el budismo zen del Japón.
Yo tengo para mí que si hay dos budismos que se parecen, que son casi idénticos, son el que predicó el Buddha y lo que se enseña ahora en la China y el Japón, el budismo zen. Lo demás son incrustaciones mitológicas, fábulas. Algunas de esas fábulas son interesantes. Se sabe que el Buddha podía ejercer milagros, pero al igual que a Jesucristo, le desagradaban los milagros, le desagradaba ejercerlos. Le parece una ostentación vulgar. Hay una historia que contaré: la del bol de sándalo.
Un mercader, en una ciudad de la India, hace tallar un pedazo de sándalo en forma de bol. Lo pone en lo alto de una serie de cañas de bambú, una especie de altísimo palo enjabonado. Dice que dará el bol de sándalo a quien pueda alcanzarlo. Hay maestros heréticos que lo intentan en vano. Quieren sobornar al mercader para que diga que lo han alcanzado. El mercader se niega y llega un discípulo menor del Buddha. Su nombre no se menciona, fuera de ese episodio.
El discípulo se eleva por el aire, vuela seis veces alrededor del bol, lo recoge y se lo entrega al mercader. Cuando el Buddha oye la historia lo hace expulsar de la orden, por haber realizado algo tan baladí.
Pero también el Buddha hizo milagros. Por ejemplo éste, un milagro de cortesía. El Buddha tiene que atravesar un desierto a la hora del mediodía. Los dioses, desde sus treinta y tres cielos, le arrojan una sombrilla cada uno. El Buddha, que no quiere desairar a ninguno de los dioses, se multiplica en treinta y tres Buddhas, de modo que cada uno de los dioses ve, desde arriba, un Buddha protegido por la sombrilla que le ha arrojado.
Entre los hechos del Buddha hay uno iluminativo: la parábola de la flecha. Un hombre ha sido herido en batalla y no quiere que le saquen la flecha. Antes quiere saber el nombre del arquero, a qué casta pertenecía, el material de la flecha, en qué lugar estaba el arquero, qué longitud tiene la flecha. Mientras están discutiendo estas cuestiones, se muere. "En cambio -dice el Buddha-, yo enseño a arrancar la flecha." ¿Qué es la flecha? Es el universo. La flecha es la idea del yo, de todo lo que llevamos clavado. El Buddha dice que no debemos perder tiempo en cuestiones inútiles. Por ejemplo: ¿es finito o infinito el universo? ¿El Buddha vivirá después del nirvana o no? Todo eso es inútil, lo importante es que nos arranquemos la flecha.
Se trata de un exorcismo, de una ley de salvación.
Dice el Buddha: "Así como el vasto océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, el sabor de la leyes el sabor de la salvación". La ley que él enseña es vasta como el mar pero tiene un solo sabor: el sabor de la salvación. Desde luego, los continuadores se han perdido (o han encontrado tal vez mucho) en disquisiciones metafísicas. El fin del budismo no es ése. Un budista puede profesar cualquier religión, siempre que siga esa ley. Lo que importa es la salvación y las cuatro nobles verdades: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la curación del sufrimiento y el medio para llegar a la curación. Al final está el nirvana. El orden de las verdades no importa. Se ha dicho que corresponden a una antigua tradición médica en que se trata del mal, del diagnóstico, del tratamiento y de la cura. La cura, en este caso, es el nirvana.
Ahora llegamos a lo difícil. A lo que nuestras mentes occidentales tienden a rechazar. La transmigración, que para nosotros es un concepto ante todo poético. Lo que transmigra no es el alma, porque el budismo niega la existencia del alma, sino el karma, que es una suerte de organismo mental, que transmigra infinitas veces. En el Occidente esa idea está vinculada a varios pensadores, sobre todo a Pitágoras. Pitágoras reconoció el escudo con el que se había batido en la guerra de Troya, cuando él tenía otro nombre. En el décimo libro de La República de Platón está el sueño de Er. Ese soldado ve las almas que antes de beber en el rio del Olvido, eligen su destino. Agamenón elige ser un águila, Orfeo un cisne y Ulises -que alguna vez se llamó Nadie- elige ser el más modesto y el más desconocido de los hombres. .
Hay un pasaje de Empédocles de Agrigento que recuerda sus vidas anteriores: "Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar." César atribuye esa doctrina a los druidas. El poeta celta Taliesi dice que no hay una forma en el universo que no haya sido la suya: "He sido un jefe en la batalla, he sido una espada en la mano, he sido un puente que atraviesa sesenta ríos, estuve hechizado en la espuma del agua, he sido una estrella, he sido una luz, he sido un árbol, he sido una palabra en un libro, he sido un libro en el principio." Hay un poema de Rubén Darío, tal vez el más hermoso de los suyos, que empieza así: "Yo fui un soldado que durmió en el lecho / de Cleopatra la reina..." La transmigración ha sido un gran tema de la literatura. La encontramos, también entre los místicos. Plotino dice que pasar de una vida a otra es como dormir en distintos lechos y en distintas habitaciones. Creo que todos hemos tenido alguna vez la sensación de haber vivido un momento parecido en vidas anteriores. En un hermoso poema de Dante Gabriel Rossetti, "Sudden light", se lee, I have been here before, "Yo estuve aquí". Se dirige a una mujer que ha poseído o que va a poseer y le dice: "Tú ya has sido mía y has sido mía un número infinito de veces y seguirás siendo mía infinitamente." Esto nos lleva a la doctrina de los ciclos, que está tan cerca del budismo, y que San Agustín refutó en La Ciudad de Dios.
Porque a los estoicos y a los pitagóricos les había llegado la noticia de la doctrina hindú: que el universo consta de un número infinito de ciclos que se miden por calpas. La calpa trasciende la imaginación de los hombres. Imaginemos una pared de hierro. Tiene dieciséis millas de alto y cada seiscientos años un ángel la roza. La roza con una tela finísima de Benares. Cuando la tela haya gastado la muralla que tiene dieciséis millas de alto, habrá pasado el primer día de una de las calpas y los dioses también duran lo que duran las calpas y después mueren.
La historia del universo está dividida en ciclos y en esos ciclos hay largos eclipses en los que no hay nada o en los que sólo quedan las palabras del Veda. Esas palabras son arquetipos que sirven para crear las cosas. La divinidad Brahma muere también y renace. Hay un momento bastante patético en el que Brahma se encuentra en su palacio. Ha renacido después de una de esas calpas, después de uno de esos eclipses. Recorre las habitaciones, que están vacías. Piensa en otros dioses. Los otros dioses surgen a su mandato; y creen que el Brahma los ha creado porque estaban ahí antes.
Detengámonos en esta visión de la historia del universo. En el budismo no hay un Dios; o puede haber un Dios pero no es lo esencial. Lo esencial es que creamos que nuestro destino ha sido prefijado por nuestro karma o karman. Si me ha tocado nacer en Buenos Aires en 1899, si me ha tocado ser ciego, si me ha tocado estar pronunciando esta noche esta conferencia ante ustedes, todo esto es obra de mi vida anterior. No hay un solo hecho de mi vida que no haya sido prefijado por mi vida anterior. Eso es lo que se llama el karma. El karma, ya lo he dicho, viene a ser una estructura mental, una finísima estructura mental.
Estamos tejiendo y entretejiendo en cada momento de nuestra vida. Es que tejen, no sólo nuestras voliciones, nuestros actos, nuestros semisueños, nuestro dormir, nuestra semivigilia: perpetuamente estamos tejiendo esa cosa. Cuando morimos, nace otro ser que hereda nuestro karma.
Deussen, discípulo de Schopenhauer, que quiso tanto al budismo, cuenta que se encontró en la India con un mendigo ciego y se compadeció de él. El mendigo le dijo: "Si yo he nacido ciego, ello se debe a las culpas cometidas en mi vida anterior; es justo que yo sea ciego".
La gente acepta el dolor. Gandhi se opone a la fundación de hospitales diciendo que los hospitales y las obras de beneficencia simplemente atrasan el pago de una deuda, que no hay que ayudar a los demás: si los demás sufren deben sufrir puesto que es una culpa que tienen que pagar y si yo los ayudo estoy demorando que paguen esa deuda, El karma es una ley cruel, pero tiene una curiosa consecuencia matemática: si mi vida actual está determinada por mi vida anterior, esa vida anterior estuvo determinada por otra; y ésa, por otra, y así sin fin. Es decir: la letra z estuvo determinada por la y, la y por la x, la x por la v, la v por la u, salvo que ese alfabeto tiene fin pero no tiene principio. Los budistas y los hindúes, en general, creen en un infinito actual; creen que para llegar a este momento ha pasado ya un tiempo infinito, y al decir infinito no quiero decir indefinido, innumerable, quiero decir estrictamente infinito.
De los seis destinos que están permitidos a los hombres (alguien puede ser un demonio, puede ser una planta, puede ser un animal), el más difícil es el de ser hombre, y debemos aprovecharlo para salvarnos.
El Buddha imagina en el fondo del mar una tortuga y una ajorca que flota. Cada seiscientos años, la tortuga saca la cabeza y seria muy raro que la cabeza calzara en la ajorca. Pues bien, dice el Buddha, "tan raro como el hecho de que suceda eso con la tortuga y la ajorca es el hecho de que seamos hombres. Debemos aprovechar el ser hombres para llegar al nirvana".
¿Cuál es la causa del sufrimiento, la causa de la vida, ya que negamos el concepto de un Dios, ya que no hay un dios personal que cree el universo? Ese concepto es lo que Buddha llama la zen. La palabra zen puede parecernos extraña, pero vamos a compararla con otras palabras que conocemos.
Pensemos por ejemplo en la Voluntad de Schopenhauer. Schopenhauer concibe Die Welt als Wille und Vorstellung, El mundo como voluntad y representación. Hay una voluntad que se encarna en cada uno de nosotros y produce esa representación que es el mundo.
Eso lo encontramos en otros filósofos con un nombre distinto. Bergson habla del élan vital, del ímpetu vital; Bernard Shaw, de the life force, la fuerza vital, que es lo mismo. Pero hay una diferencia: para Bergson y para Shaw el élan vital son fuerzas que deben imponerse, debemos seguir soñando el mundo, creando el mundo. Para Schopenhauer, para el sombrío Schopenhauer, y para el Buddha, el mundo es un sueño, debemos dejar de soñarlo y podemos llegar a ello mediante largos ejercicios. Tenemos al principio el sufrimiento, que viene a ser la zen. Y la zen produce la vida y la vida es, forzosamente, desdicha; ya que ¿qué es vivir? Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir, además de otros males, entre ellos uno muy patético, que para el Buddha es uno de los más patéticos: no estar con quienes queremos.
Tenemos que renunciar a la pasión. El suicidio no sirve porque es acto apasionado. El hombre que se suicida está siempre en el mundo de los sueños. Debemos llegar a comprender que el mundo es una aparición, un sueño, que la vida es sueño. Pero eso debemos sentirlo profundamente, llegar a ello a través de los ejercicios de meditación.
En los monasterios budistas uno de los ejercicios es éste: el neófito tiene que vivir cada momento de su vida viviéndolo plenamente. Debe pensar: "ahora es el mediodía, ahora estoy atravesando el patio, ahora me encontraré con el superior", y al mismo tiempo debe pensar que el mediodía, el patio y el superior son irreales, son tan irreales como él y como sus pensamientos. Porque el budismo niega el yo.
Una de las desilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonia Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo "yo pienso", estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no "yo pienso", sino "se piensa", como se dice "llueve". Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.
En los monasterios budistas los neófitos son sometidos a una disciplina muy dura. Pueden abandonar el monasterio en el momento que quieran. Ni siquiera -me dice María Kodama - se anotan los nombres. El neófito entra en el monasterio y lo someten a trabajos muy duros. Duerme y al cabo de un cuarto de hora lo despiertan; tiene que lavar, tiene que barrer; si se duerme lo castigan físicamente. Así, tiene que pensar todo el tiempo, no en sus culpas, sino en la irrealidad de todo. Tiene que hacer un continuo ejercicio de irrealidad.
Llegamos ahora al budismo zen y a Bodhidharma. Bodhidharma fue el primer misionero, en el siglo VI. Bodhidharma se traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y santuarios y le informa del número de neófitos budistas. Bodhidharma le dice: 'Todo eso pertenece al mundo de la ilusión; los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y como yo." Después se va a meditar y se sienta contra una pared.
La doctrina llega al Japón y se ramifica en diversas sectas. La más famosa es la zen. En la zen se ha descubierto un procedimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después de años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una serie de silogismos. Uno debe
intuir de pronto la verdad. El procedimiento se llama satori y consiste en un hecho brusco, que está más allá de la lógica.
Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto, causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen, llegar a la verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógica. El neófito pregunta al maestro qué es el Buddha. El maestro le responde: "El ciprés es el huerto." Una contestación del todo ilógica que puede despertar la verdad. El neófito pregunta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El maestro puede responder: "Tres libras de lino." Estas palabras no encierran un sentido alegórico; son una respuesta disparatada para despertar, de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El discípulo puede preguntar algo y el maestro puede contestar con un golpe. Hay una historia -desde luego tiene que ser legendaria- sobre Bodhidharma.
A Bodhidharma lo acompañaba un discípulo que le hacía preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El discípulo trataba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo izquierdo y se presentó ante el maestro como una prueba de que quería ser su discípulo. Como una prueba de su intención se mutiló deliberadamente. El maestro, sin fijarse en el hecho, que al fin de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio, le dijo: "¿Qué quieres?" El discípulo le respondió:
"He estado buscando mi mente durante mucho tiempo y no la he encontrado." El maestro resumió: "No la has encontrado porque no existe." En ese momento el discípulo comprendió la verdad, comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es irreal. Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.
Es muy difícil exponer una religión, sobre todo una religión que uno no profesa. Creo que lo importante no es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina; una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.
Uno de los temas de meditación del budismo zen es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si yo fuera un monje budista pensaría en este momento que he empezado a vivir ahora, que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la historia universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden intelectual nos iremos liberando de la zen. Una vez que comprendamos que el yo no existe, no pensaremos que el yo puede ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz.
Llegaremos a un estado de calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga a la sensación del pensamiento y una prueba de ello estaría en la leyenda del Buddha. El Buddha, bajo la higuera sagrada, llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y predicando la ley durante muchos años.
¿Qué significa llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras. Mientras estamos en este mundo estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos entreteje esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos llegado al nirvana nuestros actos ya no proyectan sombras, estamos libres. San Agustín dijo que cuando estamos salvados no tenemos por qué pensar en el malo en el bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello.
¿Qué es el nirvana? Buena parte de la atención que ha suscitado el budismo en el Occidente se debe a esta hermosa palabra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apagamiento. Se ha conjeturado que cuando alguien alcanza el nirvana, se apaga. Pero cuando muere, hay gran nirvana, y entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista austriaco hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la idea de la extinción no era entonces la misma que ahora: porque se pensaba que una llama, al apagarse, no desaparecía.
Se pensaba que la llama seguía viviendo, que perduraba en otro estado, y decir nirvana no significaba forzosamente la extinción. Puede significar que seguimos de otro modo. De un modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de los místicos son metáforas nunciales, pero las de los budistas son distintas. Cuando se habla del nirvana no se habla del vino del nirvana o de la rosa del nirvana o del abrazo del nirvana. Se lo compara, más bien, con una isla. Con una isla firme en medio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede comparárselo con un jardín, también. Es algo que existe por su cuenta, más allá de nosotros.
Lo que he dicho hoy es fragmentario. Hubiera sido absurdo que yo expusiera una doctrina a la cual he dedicado tantos años -y de la que he entendido poco, realmente - con ánimo de mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una pieza de museo: es un camino de salvación. No para mí, pero para millones de hombres. Es la religión más difundida del mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla esta noche.



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