4.28.2016

LA RUEDA DE LA FORTUNA



Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Atelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.
Julio Cortázar



EL ERMITAÑO


El ciego Jesús

El cuerpo, al despertar, mirando nuevamente el entibierse de la luz sobre la tierra, cabalga rumbo a esos cerros nublados, esas alturas densas, húmedas, con su manto de garúa, sus flores amarillas, su paja. El caballo hunde sus cascos en el lodazal, se detiene despatarrado, corcovea, relincha, recibe riendazos y picaduras de espuela. Tuerce las orejsa asustado, y de la neblina surge, nítido, el sonido lejano de un redoblante que avanza hacia él, rasgando el aire mojado y el viento. El que viene, advierte, es solo un viejo descalzo y rotoso, casi enano, que camina como ciego: tanteando con los pies cada piosada, digno y tranquilo, como si mirara con otros ojos, siempre más allá, castigando sin piedad a su tambor con dos ramas gastadas. "Y sé, no sabría cómo, que él sabe quién soy, y sé que es tan viejo como la misma tierra cuando él, acallando el tararán-tran-tran de su redoblante, atravesándole el cuerpo con unos inmensos ojos blancos, me da su sonrisa desdentada, maliciosa, me llama por mi primer nombre y hunde sus piernas hasta las rodillas en el lodo espeso". El caballo, asustad, relinchando, esquiva un intento de caricia del viejo ciego sobre las crines. Y el viejo se queda rascando el aire y sonriendo, alargando hacia el viento y la llovizna de sus dedos de uñas larguísimas y sucias, mientras el caballo, casi aterrorizado, enloquecido, gana con sus cascos terreno firme e intenta huir a la carrera, desbocado y tembloroso. "Y yo no sé, persignándome, si el viejo sea una mala visión, un alma en pena que vaga en este páramo por los siglos de los siglos. Peor su sonrisa es mansa y su pobreza le hace a uno confiar en él. Saco un sol de plata de mi faltriquera y se lo tiro sobre el tambor. El viejo besa el dedo gordo de su mano derecha y me agradece diciendo mi nombre. Yo, admirándome, le pregunto cómo puede saber mi nombre, aquí, tan lejos de los lugares donde soy conocido. Te vi venir, Naún, me dice con unas palabras sin eses por la falta de dientes, con una voz mellada, insegura por los años. Yo conozo todos los nombres y todos los caminos, Naún, me dice, y estoy en todas partes, en el aire, el agua, la tierra y hasta en tu corazón y tus sesos estoy, Naún. Viví, y morí, y resucité, pero ahora ando sin tiempo y mi edad es la del propio mundo. Y le miro las ciatrices secas, viejísimas sobre las manos, deformaciones de golpes antiguos en la nariz y las mejillas, sangre reseca en las barbas blancas, ralas. Sé cómo sois y cómo vives, me dice guardándose el sol que le regalé en un pañuelito mugroso y anudado. Y sé también que aquí cerca viven unos hombres que hacen lo que vos para poder vivir. Y sé que te estarán aguardando y querrán matarte para robar tu gran caballo y la plata que llevas. Pero no tengas miedo, diles mi nombre nada más, diles que el ciego Jesús habló con vos". Embrrado, dándole las espaldas, recibiendo el golpeteo de la garúa sobre su sombrero desteñido y su poncho en hilachas, se aleja camino abajo, perdiéndose en el ancho murallón de la neblina, volviendo a sonar su redoblante.

Eliécer Cárdenas 


JUSTICIA



Hazme justicia señor (salmo 25) 

Hazme justicia Señor
porque soy inocente
Porque he confiado en ti
y no en los líderes
Defiéndeme en el Consejo de Guerra
defiéndeme en el Proceso de testigos falsos
y falsas pruebas

No me siento con ellos en sus mesas redondas
ni brindo en sus banquetes
No pertenezco a sus organizaciones
ni estoy en sus partidos
ni tengo acciones en sus compañías
ni son mis socios

Lavaré mis manos entre los inocentes
y estaré alrededor de tu altar Señor

No me pierdas con los políticos sanguinarios
en cuyos cartapacios no hay más que el crimen
y cuyas cuentas bancarias están hechas de sobornos

No me entregues al Partido de los hombres inicuos
¡Libértame Señor!
Y bendeciré en nuestra comunidad al Señor
en nuestras asambleas.

Ernesto cardenal

EL CARRO


Aquiles y Héctor

Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban acercando a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca funesta sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en las puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelión:
‑¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carre­ra, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa to deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la población, mientras to extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a morir.
Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies li­geros:
‑¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pe­queña, y has salvado con facilidad a los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de ti, si mis fuerzas to permitieran.
Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles pies y rodillas.
EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos en­tre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de “perro de Orión”, el cual con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los míseros mortales; de igual manera centelleaba el bron­ce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profi­rió grandes voces y lamentos, dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehe­mence deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano, ten­diéndole los brazos, le decía en tono lastimero:
‑¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no mueras presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendi­do en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se li­braría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos, matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los troyanos se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió La­ótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía to hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los engendramos; porque el del pueblo durará me­nos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las tro­yanas; y no quieras procurar inmensa gloria al Pelida y per­der tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida me quitará la vida en la senectud y con acia­ga suerte, después de presenciar muchas desventuras: muer­tos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hi­riéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los vo­races perros que con comida de mi mesa crié en el palacio para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre, y, saciado el apetito, se tende­rán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesa­do en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a pesar de la muer­te; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba enca­necidas y las panes verendas de un anciano muerto en la guerra es to más triste de cuanto les puede ocurrir a los mí­seros mortales.
Así se expresó el anciano, y con las manos se arranca­ba de la cabeza muchas canas, pero no logró persuadir a Héc­tor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:
‑¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para acallar tu lloro, acuér­date de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, re­chaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa, porque los veloces perros te devorarán muy le­jos de nosotras, junto a las naves argivas.
De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llo­rando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que lograsen per­suadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hier­bas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con fe­roz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:
‑¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el pri­mero en dirigirme baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funes­ta en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir ‑mucho mejor hubiera sido acep­tar su consejo‑‑, y ahora que he causado la ruina del ejérci­to con mi imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuen­tro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atri­das llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue to que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciu­dad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarian dos lotes con cuantos bie­nes existen dentro de esta hermosa ciudad?… Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a su­plicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un mancebo y una dondella suelen mantener. Mejor será em­pezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria.
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin mover­se de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, igual a Enia­lio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bron­ce que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó es­pantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas ve­ces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azo­rado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atala­ya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Es­camandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el grani­zo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lava­deros de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por a11í pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedo­res en la carrera, sino por la vida de Héctor, domador de ca­ballos. Como los solípedos corceles que tomán parte en los juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con li­gera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
‑¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perse­guido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héc­tor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciuda­dela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, delibe­rad, oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó de­jaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida Aquiles.
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
‑¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muer­te horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma de­seaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.
Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cues­tas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se es­conde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Darda­nias, al pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelan­tándosele, lo apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin des­canso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera li­brado entonces de las Parcas de la muerte que le estaba des­tinada, si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas?
El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de he­rir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuar­ta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de la muerte que tiende a lo largo ‑la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos‑, cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se acercó al Pelión, y le dijo es­tas aladas palabras:
‑Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que hiere de lejos, postrán­dose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.
Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón ale­gre, y se detuvo en seguida, apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas ala­das palabras:
‑¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aqui­les, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:
‑¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano pre­dilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los de­más han permanecido dentro.
Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza
.‑¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos ‑¡de tal modo tiemblan todos!‑, pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora pelee­mos con brio y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por to lanza.
Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a cami­nar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco:
‑No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta aho­ra. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciu­dad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por testigos, que se­rán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aqui­les, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
‑¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda cla­se de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como be­licoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pa­garás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes ma­taste cuando manejabas furiosamente la pica.
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el gol­pe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hom­bres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelión:
‑¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino, como afir­mabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atravié­same el pecho cuando animoso y frente a frente to acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su mayor azote.
Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un bote en medio del escudo del Peli­da. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irri­tó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escu­do, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:
‑¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la per­niciosa muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les ha­brá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuer­te, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la agu­da espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón re­bosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolla­duras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la ex­celente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las cla­vículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por a11í el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la pun­ta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar algo y responder­le. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:
‑¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mu­cho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he que­brado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolan­te casco: 
‑Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus pa­dres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y en­trega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
‑No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus car­nes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pon­drá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán to cuerpo.
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:
‑Bien lo conozco, y no era posible que te persuadie­se, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guár­date de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Ha­des, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoro­so y joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:
‑¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi des­tino.
Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, deján­dola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ningu­no dejó de herirlo. Y hubo quien, contemplándole, habló así a su vecino:
‑¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves con el ardien­te fuego.
Así algunos hablaban, y acercándose to herían. El divi­no Aquiles, ligero de pies, tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció es­tas aladas palabras:
‑¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin de­jar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el pro­pósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pe­sar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no lo olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun a11í me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos cantando el peán a las cónca­vas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.
Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el to­billo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; lue­go, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los ca­ballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la ne­gra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entre­gó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma pa­tria, la ultrajaran.
Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, exci­tado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose en el estiércol, les suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos nombres:
‑Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una pla­ga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pe­sares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará en el Hades: por Héc­tor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada ma­dre que le dio a luz y yo mismo.
Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hé­cuba comenzó entre las troyanas el funeral lamento:
‑¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles penas, seguiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de or­gullo para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que to saludaban como a un dios. Vivo, constituí­as una excelsa gloria para ellos; pero ya la muerte y la Parca to alcanzaron.
Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le llevó la noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con la­bores de variado color. Había mandado en su casa a las es­clavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande, para que Héctor se bañase en agua caliente al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy lejos del baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lan­zadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas trenzas:
‑Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta en el pecho ha­cia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio ame­naza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquiles haya se­parado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los com­batientes, sino que se adelantaba mucho y en bravura a na­die cedía.
Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón, y dos esclavas la acompa­ñaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente que a11í se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; en seguida vio a Héctor arrastrado delante de la ciu­dad, pues los veloces caballos lo arrastraban despiadada­mente hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le des­mayó el alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la áurea Afrodita le había dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una gran dote. A su alre­dedor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento, lamentándose con descon­suelo dijo entre las troyanas:
‑¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo, infortunados… Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si esca­pa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos, tendrá siem­pre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en ade­lante va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obli­gado por la necesidad, dirígese a los amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, compade­cido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas a incre­pándole con injuriosas voces: “¡Vete, enhoramala!, le dice, que tu padre no come a escote con nosotros”. Y volverá a su ma­dre viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiem­po, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía medula y grasa pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los pe­rros se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas naves, lejos de tus pa­dres; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas ves­tiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de las troyanas.
Así dijo llorando, y las mujeres gimieron.
Homero


LOS ENAMORADOS


la fanette


Éramos dos amigos y Fanette me amaba
la playa estaba desierta y llovía bajo julio
si pueden recordar las olas les dirán
cuántas canciones he cantado para Fanette

Hay que decir...
Hay que decir que ella era bella como una perla de agua
Hay que decir que ella era bella y que yo no lo soy
Hay que decir que ella era morena
entre la arena rubia
y que teniéndonos el uno a la otra
yo poseía el mundo
Hay que decir que estaba loco
de creer en todo eso.
Yo la creía nuestro,
yo la creía mía...
Hay que decir que no se nos enseña
a desconfiar de todo.

Éramos dos amigos y Fanette me amaba.
La playa estaba desierta y mentía bajo julio.
Si pueden recordar las olas les dirán
cómo por la Fanette se calla la canción.

Hay que decir...
Hay que decir que saliendo de una ola moribunda
yo les he visto andar como amante y amante.
Hay que decir que se rieron
cuando me vieron llorar.
Hay que decir que cantaron
cuando yo los maldije.
Hay que decir que cierto, que aquel día
ellos nadaron tan bien
ellos nadaron tan lejos
que no se les vio más.
Hay que decir que no se nos enseña...
pero hablemos de otra cosa

Éramos dos amigos y Fanette le amaba.
La playa está desierta y llora bajo julio.
Y a veces, en la tarde, cuando las olas se detienen
yo escucho como una voz...
yo escucho...
es la Fanette...

Jacques Brel


ONOMATOPEYAS E INTERJECCIONES



Hablamos con interjecciones y onomatopeyas que nos sirven para expresar estados de ánimo e imitar sonidos. También las escribimos a menudo, por ejemplo, cuando subimos comentarios a las redes sociales: ¡Ay qué pena! ¡Ja, ja! ¡Qué bueno! ¡Vaya tela! ¡Zas, en todos los morros! Son habituales asimismo en los correos electrónicos: ¡Ánimo! Uff, qué pereza. ¡Hasta pronto! ¡Buen viaje! o las cartas, si todavía las utilizamos para comunicarnos: ¡Suerte en los exámenes! Nos vemos en un pispás. Y se convierten en un recurso imprescindible en la escritura creativa, en la literatura: «Todos callados, como muertos. Mercedes coge una tiza y con trazos rápidos organiza cada cosa con su nombre. Es como si resolviera un rompecabezas, y al final cada pieza encaja en su sitio. Oración coordinada adversativa y blablablá blablablá». (Nada del otro jueves, Carmen Martínez Gimeno).

El término interjección proviene del latín interiectio, que significa intercalación y define bien la función de este tipo de palabras, pues se suelen insertar en los textos como elementos independientes que enuncian un significado completo. También conocidas como exclamaciones, se emplean para expresar una impresión viva, una reacción repentina o sentimientos a flor de piel. Son palabras invariables que se comportan como oraciones independientes y casi siempre se escriben entre signos de admiración aunque pueden no llevarlos. No se entrecomillan ni van en letra cursiva.

Las que no tienen otro significado que el atribuido por el uso para expresar una emoción determinada se denominan interjecciones propias. Algunas de las más conocidas son:

¡Ah! (asombro, sorpresa, placer)
¡Ajá!, ¡ajajá! (aquiescencia, aprobación)
¡Ay! (dolor, susto)
¡Bah! (incredulidad, desdén)
¡Caramba! (extrañeza o enfado)
¡Chitón! (pedir silencio)
¡Eh! (llamada, rechazo, desaprobación, sorpresa)
¿Eh? (sorpresa, consulta, desconocimiento)
¡Hala!, ¡hale! o ¡ale! (prisa, asombro, aliento)
¡Hola! (saludo, bienvenida)
¡Huy! o ¡uy! (asombro, sorpresa)
¡Oh! (asombro, admiración)
¡Ojalá! (deseo)
¡Puaj! (asco, desagrado)
¡Sh! o ¡chist! (silencio)
¡Uf! o ¡uff! (cansancio, fastidio, repugnancia)

Muchas otras palabras que tienen un significado propio pueden emplearse como interjecciones si así se quiere. Reciben el nombre de interjecciones impropias y sirven como muestra: ¡Anda!, ¡bravo!, ¡caracoles!, ¡cuidado!, ¡dale!, ¡diablos!, ¡estupendo!, ¡formidable!, ¡hombre!, ¡leche!, ¡magnífico!, ¡narices!, ¡oiga!, ¡puñeta!, ¡vaya! Buena parte de las interjecciones impropias más populares son malsonantes y tienen connotaciones sexuales o religiosas: ¡hostia!, ¡joder!, ¡copón!, ¡cojones!, ¡carajo!, ¡rediós!, ¡diablos!, ¡coño! Cuando se forman con varias palabras, se denominan interjecciones de expresión: ¡Hay que fastidiarse!, ¡la Virgen!, ¡madre mía!, ¡válgame Dios!, ¡qué va!, ¡anda ya!, ¡tócate las narices!, ¡a tomar viento!, ¡maldita sea!, ¡anda la osa! son solo algunos ejemplos castellanos.

La misma índole pasajera de muchas de nuestras euforias, sobresaltos o enfados define a multitud de interjecciones, que no resisten el paso de los años (¡cáspita!, ¡recórcholis!, ¡truenos y centellas!, ¡quia!, ¡rediez!), envejecen para quedar arrinconadas en los diccionarios o ni siquiera llegan a recogerse porque son modas efímeras. Otras, cuando son malsonantes, mutan a un eufemismo que se considera menos hiriente y que con el tiempo pierde relación con la interjección original: diantre surgió como eufemismo de diablo; rediez, como eufemismo de rediós; canastos, caramba  y caray, córcholis y recórcholis, como eufemismos de carajo; ostras, como eufemismo de hostia; jopé, como eufemismo de joder, al igual que jolín y jolines o jobar y joroba; mecachis, como eufemismo de me cago; leñe, como eufemismo de leche; y gili, giliflautas, gilipichis o gilipuertas, como eufemismos de gilipollas.

Señalo como nota curiosa que la palabra ¡guay!, recogida por la RAE en su primera acepción como interjección poética (de la voz natural de lamentarse) equivalente a ¡ay!, y por Andrés Bello en su gramática (1984) como interjección anticuada de «sorpresa irrisoria» que se conserva en algunos países de América Latina, añadiendo que también se dice gua: ¡Guay la mujer!, guay lo que se cuenta!, difiere en significado con el término juvenil tan omnipresente en los últimos años en España, aunque al parecer va decayendo. Si alguien exclama ¡guay! no se queja, sino que expresa su contento y tal vez sorpresa. La RAE acaba de incluir esta palabra en su diccionario como adjetivo o adverbio coloquial con el significado de «muy bueno» o «muy bien».

La interpretación oral o escrita de los sonidos provenientes de la naturaleza u otros fenómenos acústicos está muy relacionada con las interjecciones. Las palabras que los imitan o recrean reciben el nombre de onomatopeyas (del latín tardío onomatopoeia, a su vez procedente del término griego que significa nombre imitativo) y pueden emplearse como interjecciones. Todas las voces de los animales son onomatopéyicas: miau, maullar y maullido; graznar y graznido; cua cua y parpear; pío pío y piar. Sustantivos y verbos de sonidos como chasquido, borboteo, chisporroteo, crujido, chirrido,  zumbido, sisear tartamudear, bisbisear, tararear son todos onomatopéyicos.

Probablemente, el primer contacto escrito que hemos tenido la mayoría con las onomatopeyas ha sido mediante los tebeos de la infancia y los cómics, que muchos continúan disfrutando en la edad adulta. Las que siguen son algunas de las más corrientes:

Achís (estornudo)
Bla, bla, bla (parloteo)
Blam (portazo)
Brr (frío, rabia)
Buaa buaaa (llanto)
Chap, chap (chapoteo)
Tachín, tachín (música, con platillos)
Chucu chucu (tren)
Clic (gatillo, tecla, interruptor)
Crac (rotura)
Je, je, ja, ja, jo, jo, ju, ju (risa)
Plas, plas (aplauso, pisadas)
Toc toc (llamada a puerta)
Tris tras (tijeras al cortar)
Zzz (sonido de dormir)

Pero no todos representamos por escrito de igual manera los sonidos que percibimos, aunque existen convenciones para algunos. Varía en particular la representación de país en país, del mismo modo que varía la lengua, el prisma a través del cual contemplamos el mundo. Especialmente curiosas resultan las onomatopeyas que recogen las voces de los animales: por ejemplo, el ave trina pío en español, piep en alemán, tweet en inglés y cui en francés; el perro ladra guau en español, arf o woof en inglés, ouaf en francés, wau en alemán o ão en portugués; y el gallo canta quiquiriquí en español, kikeriki en alemán, cocorico en francés y se suelta con un lírico cock-a-doodle-doo en inglés.

Dentro de un texto, las onomatopeyas se tratan como el resto de las palabras. Si se utilizan como interjección, pueden llevar signos de admiración. No se escriben en letra cursiva ni entrecomilladas; las de repetición se suelen escribir con comas: ja, ja, ja, pero también se pueden unir con guion si se trata de una sucesión unitaria y continua: taca-taca-taca, chas-chas. A efectos de acentuación, siguen las reglas generales: como monosílabos no se acentúan, pero sí si al unirse forman una palabra aguda: bla-bla-bla pero blablablá. También se pueden separar con puntos suspensivos: plas… plas… plas. Los sustantivos derivados de onomatopeyas se escriben en una sola palabra y forman el plural de modo normal: los tictacs del corazón; el gluglú de la lluvia; el año catapum; los tararís de la trompeta; los frufrús de las faldas; los runrunes de la gente; en un pispás; el triquitraque de todos los días.

En interjecciones y onomatopeyas sufre el español una continua invasión del inglés. Se nota en el doblaje de películas y series, pero más aún en las novelas mal traducidas que luego imitan escritores sin detenerse a discurrir, y así la bola va creciendo imparable. En una lista no exhaustiva de las que se suelen traducir mal, se incluirían las siguientes:

Bang!, que es ¡pum!, ¡zas! o similar
Boom!, que es ¡bum! o similar
Boy!, que no es ¡chico!, sino ¡vaya!, ¡caray! o similar
Ow!, que es ¡ay! o similar
Pooh!, que no es ¡puh!, sino ¡bah!, ¡qué va! o similar
Splash!, que es ¡paf! o similar
Thud!, que es ¡zas! o similar
Whoa!, que no es ¡guau!, voz que la RAE aún no recoge más que como el ladrido del perro aunque se esté popularizando como exclamación de admiración, sino ¡vaya!, ¡ya vale! o similar
Wow!, que tampoco es ¡guau!, sino ¡vaya! o similar

Dentro de la literatura, las interjecciones y las onomatopeyas se suelen considerar un recurso propio de la poesía, pero también se emplean en la prosa, entre otras cosas, para conferir a las palabras, las frases o los periodos cierta melodía y ritmo verbales. Somos muchos los escritores que no quedamos satisfechos con nuestros textos hasta que no los escuchamos varias veces y nos «suenan». Sin embargo, es en la pluma de escritores excepcionales como Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo o Alejo Carpentier donde las interjecciones y las onomatopeyas exhiben toda su fuerza de sugestión. Miguel Ángel Asturias las emplea para «endiosar las cosas», para dar claridad al mundo alumbrándolo de dentro a fuera. Este es el conocidísimo comienzo de su novela El señor presidente, donde se crea una atmósfera infernal, emulando el sonido de las campanas, mediante palabras onomatopéyicas cuyo poder de hipnotismo radica en su sonido y la oscuridad de su significado:

¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! Alumbra, alumbre, lumbre de alumbre… alumbra…alumbra… alumbra, lumbre de alumbre… alumbra… alumbre…

También pertenece a El señor presidente este juego con los sonidos, las aliteraciones, las repeticiones anafóricas y las onomatopeyas para recrear la sensación de viajar en un tren que va cobrando velocidad hacia su destino y la muerte del personaje, que se va acercando «cada vez y cada ver»:

Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás en el tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada vez cada vez, cada vez cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver, cada ver cada ver cada ver cada ver, cada ver…

Por su parte, una las fortalezas del estilo literario de Juan Rulfo es la recuperación de la naturalidad propia de la lengua hablada, a la que añade el uso recurrente de palabras clave con connotaciones metonímicas y evocaciones de onomatopeyas (murmullos, rumores, ruidos, crujidos, ecos, ladridos, alaridos, bramidos) y onomatopeyas puras (plas, plas; cuar, cuar). Dicen que ningún campesino de México ha hablado nunca así, pero nadie ha logrado que el lenguaje parezca más verídico. Los personajes de sus cuentos se aúnan con un paisaje animado que aúlla, llora o susurra. Leyendo a Rulfo se aprende que cada palabra cuenta. Y él solo escribió la colección de cuentos El llano en llamas y la novela corta Pedro Páramo. A «El llano en llamas», que da nombre a su libro de cuentos, pertenece la cita siguiente:

«¡Viva Petronilo Flores!». El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo. Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. Enseguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza a nosotros. […] 

De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos. […] 

Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros que se quebraba con un crujido de huesos.

Alejo Carpentier llegó desde el surrealismo (y los años vividos en París) a acuñar el concepto de lo real maravilloso, planteado en el prólogo de su novela El reino de este mundo como  la «inesperada alteración de la realidad, una revelación privilegiada, una iluminación inhabitual». Solía trabajar todas sus obras como si fueran poemas, otorgando una importancia primordial al lenguaje y a la musicalidad de las palabras. En Concierto barroco  la música se torna omnipresente, como ya presagia el título:  

Pero en eso sonó el aldabón de la puerta principal. Quedó en suspenso la voz cantante mientras el Amo, con mano puesta en sordina, acalló la vihuela: «Mira a ver… Pero a nadie dejes pasar, que harto me vienen despidiendo ya desde hace tres días…». Chirriaron lejanas charnelas, alguien pidió excusas en nombre de otros que lo acompañaban, se adivinaron las «muchas gracias» y se oyó un sonado «no vaya a despertarlo» y un coro de «buenas noches». […]

Pero ahora, atropellando remedos y onomatopeyas, canturreos altos y bajos, palmadas, sacudimientos, y con golpes dados en cajones, tinajas, bateas, pesebres, correr de varillas sobre los horcones del patio, exclamaciones y taconeos, trata Filomeno de revivir  el bullicio de las músicas oídas durante la fiesta memorable.

El mismo título de la primera novela de Carpentier, ¡Ecué-Yamba-Ó! («loado sea dios», en lengua lecumí),  sirve de maravillosa ilustración a esta entrada, aunque el escritor renegara de ella y se opusiera a su reimpresión por considerarla «una cosa novata, pintoresca, sin profundidad, escalas y arpegios de un estudiante», hasta que una editorial pirata de Buenos Aires lanzó al mercado una edición repleta de erratas, saltos y empastelamientos. Entonces Carpentier revisó el texto original y autorizó su publicación «perfectamente fechado y ubicado» dentro de su obra literaria. Su sorprendente lenguaje y colorido no desmerecen en absoluto de sus novelas posteriores, como se puede comprobar: 

Los perros del vecindario ladraron desesperadamente, y los graciosos soltaron trompetillas. Una vaca, en trance de parto, lanzó mugidos terroríficos detrás del santuario. Los cantantes, impasibles, se prosternaron, viendo tal vez al Todopoderoso y su gospeltrain bienaventurado a través de las nubes de humo bermejo que salían de las torres del ingenio. Y el cántico estalló nuevamente en los gaznates de papel de lija. Una mandíbula de lechón a medio roer produjo una ruidosa estrella de grasa en el tambor del trío espiritual. Y toda la oleada de espectadores rodó bruscamente hacia una calleja cercana. El organillo eléctrico del Silco tocaba la obertura de Poeta y aldeano, bajo una parada de fenómenos retratados en cartelones multicolores.
—¡Entren a ver al indio comecandela! ¡La mujel má fuelte del mundo! ¡El hombre ejqueleto...! ¡Hoy e el último día...! 

Termino esta entrada sobre unos recursos tan expresivos de la lengua con una advertencia de Alejo Carpentier sobre las «artimañas literarias» que él atribuía a los surrealistas pero que son válidas para cualquier escritor en estos tiempos en los que las corrientes literarias son apenas hilillos de agua, dulce o salada: los taumaturgos se vuelven burócratas cuando se empeñan en suscitar emociones a toda costa, pretendiendo revelar lo maravilloso a cada paso y siempre igual. «Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas». Porque, como decía Unamuno, aprender códigos de memoria es pobreza imaginativa. 

4.20.2016

EL PAPA


San romero de América
pastor y mártir nuestro 

El ángel del Señor anunció en la víspera...

El corazón de El salvador marcaba
24 de marzo y de agonía.
Tú ofrecías el Pan,
el Cuerpo Vivo
-el triturado cuerpo de tu Pueblo;
Su derramada Sangre victoriosa
-¡la sangre campesina de tu Pueblo en masacre
que ha de teñir en vinos de alegría la aurora conjurada!

El ángel del Señor anunció en la víspera,
y el Verbo se hizo muerte, otra vez, en tu muerte;
como se hace muerte, cada día, en la carne desnuda de tu Pueblo.

¡Y se hizo vida nueva
en nuestra vieja Iglesia!

Estamos otra vez en pie de testimonio,
¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro!
Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
Romero de la Pascua Latinoamericana.
Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.

Como Jesús, por orden del Imperio.
¡Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Mesa...!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).

Tu pobrería sí te acompañaba,
en desespero fiel,
pasto y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El Pueblo te hizo santo.
La hora de tu Pueblo te consagró en el kairós.
Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.

Como un hermano herido por tanta muerte hermana,
tú sabías llorar, solo, en el Huerto.
Sabías tener miedo, como un hombre en combate.
¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana!

Y supiste beber el doble cáliz del Altar y del Pueblo,
con una sola mano consagrada al servicio.
América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini
en la espuma aureola de sus mares,
en el dosel airado de los Andes alertos,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones,
de todas sus trincheras,
de todos sus altares...
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!

San Romero de América, pastor y mártir nuestro:
¡nadie hará callar tu última homilía!

Pedro Casaldáliga


                                  MODELO DE COMENTARIO DE TEXTO FILOLÓGICO El objetivo del comentario filológico es datar el texto a través ...