7.30.2013

EL CAKEWALK








El Cakewalk (o cake walk) era un baile que se desarrolló en las plantaciones del sur de Estados Unidos en la época de la esclavitud , concretamente en Florida y se puso de moda alrededor de 1880 cuando se incorporó a los repertorios blancos de salón.
Musicalmente se lo considera uno de los antecedentes del jazz y surge de las Gigas para violín y banjo de la música tradicional.
Desde Florida, se extendió a Georgia, Luisiana y Virginia y todo el sur, y más tarde a Nueva York .
Llegó a Europa antes de 1908 y fue muy popular, especialmente en el norte de Gran Bretaña, dada su similitud con algunas danzas autóctonas.
Existe una relación musical muy evidente entre el cakewalk y el Ragtime, con idénticos antecedentes; de hecho, muchos de los primeros rags eran, en realidad, cakewalks.
Autores como Clayton y Gammond suponen que el cakewalk existía posiblemente en 1840, pues está constatado en esa fecha el uso de la expresión Take the cake para referirse a un baile de las plantaciones. Según estos autores, el ragtime tomaría sus características del cakewalk, y no a la inversa. En cualquier caso, ya en 1877 existía un tema de Dave Braham, muy popular, llamado Walking for that cake.
Según descripciones de la época, el baile consistía en una serie de saltos y giros frenéticos que se alternaban con lentos desfiles, en los que los bailarines, siempre por parejas, caminaban solemnemente. El primer ejemplo de cakewalk grabado, corresponde al tema At the cakewalk last night (1910) de George Formby.
Puede verse la versión original muda en: http://www.youtube.com/watch?v=QifiyNm6jG4
En 1903 Georges Méliés realizó una versión cinematográfica: Le cake walk infernal : http://www.youtube.com/watch?v=t5YhbY0OUiU
Otra versión sonorizada a partir de registros de 1920 y mezclada con música de época: http://www.youtube.com/watch?v=LqpINmqxlsc


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7.29.2013

GRECIA



CHARLATANES Y DISCUTIDORES, LOS GRIEGOS INVENTARON CASI TODOS LOS CAMINOS DEL SABER


CARLOS GARCÍA GUAL 7 JUL 2012 - 00:07 CET

Inauguraron una actitud ante el mundo: tenían un inaudito afán de conocer y conocerse, entusiasmo por la libertad, anhelo de belleza cotidiana y una animosa confianza en el diálogo. En las orillas del mar, “sonrisa innumerable de las olas” y camino de infinitas aventuras, inventaron leyes, exploraron el cosmos y teorizaron con entusiasmo. Para retratar el carácter ateniense, Pericles dijo, según cuenta Tucídides: “Amamos la belleza sin ostentación y buscamos el saber tenazmente”. Admirable lema para una ciudad y una cultura. Y solo a un griego como Aristóteles se le pudo ocurrir como algo evidente que “por naturaleza, todos los hombres anhelan el saber”. A otros pueblos los definen otros afanes: aman la piedad religiosa, el dinero, las guerras de conquista, el fútbol o la gastronomía. Solo en Grecia “filosofar” no fue un raro oficio profesional, solo allí fue la política una tarea común de la democracia. En Atenas, la educación comenzaba por saber poesía (Homero, sobre todo) y acudir al teatro de Dioniso. Otras ciudades anteponían el atletismo, la gimnasia y las hazañas bélicas.
Los dioses griegos, hechos a imagen y semejanza de los seres humanos, incluso demasiado humanos, pero más hermosos, frívolos y felices, no acongojaban la vida de sus creyentes; fiestas colectivas y certámenes deportivos eran frecuentes y populares. Frente al despotismo de otros pueblos, como los persas, los griegos —cuenta Heródoto— se sentían orgullosos de obedecer solo a sus propias leyes; frente al hieratismo de los sabios egipcios, creían en la vivacidad y la belleza de lo efímero con entusiasmo juvenil. El arte en otros países es rígido, solemne y atemporal; el de los griegos expresa el amor a lo humano embellecido y trágico, como hacen a su modo sus poetas y sus pensadores.
La inquietud intelectual, la exploración del mundo y de uno mismo, la pregunta por la naturaleza y la condición humana son rasgos históricos del helénico estar en el mundo. Sabiendo que “todo fluye” (Heráclito) y “no todo lo enseñaron desde el principio los dioses; con el tiempo, avanzando en su busca, los hombres encuentran lo mejor” (Jenófanes), y “el ser humano es la medida de todas las cosas” (Protágoras), y “la medida es lo mejor” (uno de los siete sabios), y “la vida irreflexiva no es digna de vivirse” (Sócrates).
Los griegos inventaron o rediseñaron casi todos los caminos del saber: los más clásicos géneros literarios (poesía épica y lírica, la tragedia y la comedia), la historia, la filosofía y la medicina, las matemáticas, la astronomía, la política y la retórica, la ética y la astronomía y la geografía, los juegos atléticos, la escultura y las artes plásticas, etcétera. Pero más allá de los datos concretos, de todo el inmenso y prolífico legado que anima las raíces de nuestra cultura, lo más admirable es esa apertura o inquietud del espíritu. Lo que el léxico recuerda en tantísimos vocablos de abolengo heleno: kosmos, physis, philosophía, téchne, nomos, demokratía, politiké, poíesis, mythos, logos, historía, arché, théatron, etcétera. (Es decir, universo y orden, naturaleza, filosofía, arte y técnica, ley, democracia, ciudadanía, poesía, mito, palabra y razón, historia, principio, teatro, etcétera). Si nos pidieran definir lo griego en dos palabras, elegiríamos logos y polis, con el visto bueno de Aristóteles, que definió el ser humano (ánthropos) como una animal de ciudad (zoon politikón) que tiene logos. (Logos es intraducible por su amplio campo semántico: significa “palabra, razón, relato, razonamiento, cálculo” y su sentido se precisa en el contexto). Dios es fundamentalmente logos, dirá el evangelio de Juan. Como animal lógico y político, el hombre necesita el diálogo y el ágora y el teatro. Exageraba Borges cuando dijo: “Los griegos inventaron el diálogo”, pero ciertamente lo practicaron más que ningún pueblo. Eran charlatanes y discutidores sin tasa. Platón escribió toda su filosofía en diálogos dirigidos por Sócrates, inolvidable conversador.
Frente al logos estaba, como sabemos, el mythos (relato antiguo y memorable). En la competencia de ambos, una historia bastante conocida, se impuso el primero, que explicaba el mundo de modo más objetivo y, como diría alguno, más rentable. Porque con él se podía razonar sobre todo: “Justificar las apariencias” o “salvar los fenómenos” (según Anaxágoras) y demostrar que existe “una armonía oculta mejor que la visible” (Heráclito). La lógica y los silogismos justificaban la realidad mucho mejor que los fantásticos mitos. Aun así, el mito subsistió en la imaginación y la literatura.
Y debemos dar gracias (y no solo a los dioses) por los encantos de su espléndida mitología. Aunque ya no sintamos devoción por los dioses griegos ni hagamos poemas a sus héroes, pensemos qué pobre sería nuestro imaginario y nuestro arte sin sus figuras seductoras, sin sus nombres y gestas. Sin Odiseo ni Hércules, sin Orfeo ni Edipo, sin la bella Helena; sin Dioniso, sin Afrodita, sin Prometeo, y otros fantasmas familiares. No hay en la cultura universal ningún otro repertorio fabuloso comparable en fantasía dramática ni en prestigio literario.
No voy a insistir en los prestigios míticos, pero sí quiero apuntar que se prestan a múltiples reciclajes y recreaciones (que fueron materia constante del teatro clásico). A menudo de hondo trasfondo humanista. Un ejemplo: Prometeo les robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos (que sin él habrían muerto pronto de hambre y frío). Según Esquilo, inventó todas las artes y técnicas: de la navegación a la medicina, incluyendo la escritura, los números (“el saber más alto”) y la mántica. Por ello, Zeus lo castigó y tuvo que sufrir tormento en el Cáucaso, redentor rebelde y revolucionario. Había irritado a los dioses su “amor a los humanos”, su titánico trópos philánthropos.
La philanthropía, otra clara palabra griega, está relacionada en un viejo texto hipocrático con philotechnía (amor a la téchne, otra palabra de difícil traducción, es tanto “técnica” como “arte, oficio”). Ambas cosas deben ir unidas, en la intención del viejo Titán y en la del anónimo escritor. La filantropía es un hermoso concepto que se desarrolló sobre todo en el helenismo, cuando algunos griegos posalejandrinos hicieron notar que la distinción usual entre “griegos” y “bárbaros” no debía fundarse en la raza ni en el país de origen, sino en la educación y la cultura (paideia). Solo esta marcaba la diferencia entre unos y otros. Los estoicos, entonces, sostenían la fraternidad de todos los seres humanos, miembros de una sola comunidad, que compartía el logos. En latín, paideia se tradujo acertadamente como “humanitas”. (Se nos va quedando lejos la idea griega de educación, cuando la reducimos a un aprendizaje de “destrezas” y manejo de diversas tecnologías orientadas a lo más rentable, algo que no entraba en la idea antigua de la educación, la que heredó y desarrolló a su sombra el humanismo europeo).
En las estatuas de los jóvenes y en las de los dioses se aprecia el sentido helénico de la belleza, idealizada en la época clásica y más realista y apasionada luego. Un ideal de belleza que ha perdurado siglos. Pero la seducción de sus imágenes no solo se halla en los grandes monumentos y no solo anima los textos más clásicos, sino que animaba el encanto de sus artes menores. Una copa o una urna griega reflejan el mismo afán por lo bello. No solo nos fascinan los templos de esbeltas columnas o los vastos teatros, sino también las pequeñas esculturas o las escenas de la humilde cerámica, que atestiguan una vivaz y original artesanía de gracia inimitable. Incluso en sus logros más sencillos se percibe la “noble sencillez y serena nobleza”, según la famosa frase de Winckelmann.
Platón escribió que el impulso natural del filosofar estaba en la admiración. Dice Heródoto que la historia se escribe para salvar del olvido “hechos y cosas admirables”. Admirarse del mundo motivó su incesante ardor creativo y su busca de explicaciones en los ámbitos más diversos de la poesía y la cultura. Frente al moderno y fáustico homo faber, entregado con furor a la tecnología y la mecánica, el griego era contemplativo y dialogante, entusiasta de la belleza del cuerpo y del alma, experto en viajes odiseicos.
El amor por la Grecia antigua y el estudio histórico del mundo clásico marcaron el humanismo europeo desde el Renacimiento hasta el siglo XX. La imagen idealizada de Grecia revivió en el estudio filológico de los textos y la arqueología de sus ruinas. El filohelenismo tuvo larga vigencia en la Europa ilustrada y la romántica. Keats dijo: “Los griegos somos nosotros”. Son los europeos —alemanes, ingleses, franceses, italianos— quienes han recobrado a fondo la cultura clásica en Grecia, quienes han estudiado tan a fondo a Homero y a Platón. La nostalgia de lo helénico fue un síntoma europeo.
En su artículo ¿Por qué Grecia?, evocando el libro de J. de Romilly, Vargas Llosa recordaba cuánto guarda Europa de su luminosa cultura. Tal vez, sí, nos estemos alejando, a zancadas, de ella. Cierto es que la economía no suele ser compasiva con la cultura. Cierto que los griegos de hoy no son los hijos de Pericles. Pero aun así, pensar en una Europa que deje excluidos a los griegos, parece —no solo en un plano simbólico— un gesto notablemente bárbaro, muy en contra de nuestra tradición humanista.


APULEYO



Piazza Americana, Sizilien, Villa Romana del Casale, ein Mosaik in dem Schlafzimmer (Privaträume) der Hausherrin, es zeigt ein Liebespaar.

Cupido y Psique (El Asno de Oro, IV, 28- VI, 24) 

Un rey y una reina tenían tres hijas, las tres muy hermosas, pero la menor, Psique, era una auténtica encarnación humana de Venus. Ante tal hermosura, que se extiende hasta el infinito, por tierra y mar, los hombres abandonan los santuarios de Venus y los sacrificios en su honor para ir a contemplar a la Venus de carne y hueso. En venganza, la diosa, celosa, se ensaña contra la doncella. Ésta, cual estatua, es simplemente admirada, pero no encuentra pretendientes y llora su soledad. El oráculo de Apolo manda al padre exponer a su hija en un tálamo de muerte, sobre la elevada cumbre de una montaña, y vaticina para Psique “un monstruo cruel con la ferocidad de la víbora, un monstruo que tiene alas y vuela por el éter, que siembra desazón en todas partes, que lo destruye todo metódicamente a sangre y fuego, ante quien tiembla el mismo Júpiter…”, es decir, se trata de Cupido. Sus padres lloran afligidos la anunciada muerte de su himeneo. Psique se muestra placentera ante el anuncio de su boda. Le acompaña la población en masa. La doncella obedece y acepta el sacrificio. Llega a la roca designada y temblando de miedo, se consume en lágrimas. De repente, el Céfiro le acaricia el borde de sus faldas y gradualmente se ve transportada por los aires en suave descenso a lo largo de la roca, hasta un profundo valle que había al final, y aterriza en un lecho de florido césped.
Una vez respuesta de la conmoción y el sueño, Psique observa entre árboles altos y frondosos y una fuente de aguas cristalinas, una mansión de arte divino (se puede ver tuya, marfil, oro, plata, piedras preciosas, perlas). Psique se acerca hasta él y cruza el umbral. Se complace con todos los tesoros y de improviso oye la voz de un ser invisible, puesto que era una divinidad. La voz es de sus sirvientas, que le dicen que todo eso es suyo. Descansa, toma un baño y se alimenta, escucha voces de seres invisibles, se deleita con la música. Llegada una hora tardía, acude al tálamo y allí, atemorizada, en profunda soledad, de noche, llega su marido, quien a su lado la desvirga, y antes del alba desaparece para no poder ser reconocido. Con el paso del tiempo, el hábito le fue haciendo agradable su nuevo estado y aquella voz misteriosa fue consuelo para su soledad.
Las dos hermanas de la princesa se enteraron de lo ocurrido y tristes acudieron ante sus padres a acompañarles, puesto que todos ellos la daban por muerta. Así que esta voz misteriosa avisa a Psique que sus hermanas la buscarán y le aconseja que si oye sus lamentos no conteste, que no vuelva su mirada, ante lo que le ocurriría la mayor desgracia. Psique se compromete a ello, pero se desespera al ver cómo su vida pasa entre voces invisibles y ahora su familia le llora. Su marido le deja decidir por sí misma, pero le advierte ante lo dicho. Psique le ruega poder ver a sus hermanas, incluso les va a ofrecer oro y joyas, pero su marido le insiste en que no ceda a los consejos de sus hermanas ni intente averiguar jamás el aspecto de su marido (lo cual ha de ocurrir). Psique le dice en agradecimiento: “antes morir mil veces que perder la felicidad de nuestra unión; pues estoy locamente enamorada de ti y, seas quien seas, te quiero tanto como a mi propia vida: ni el propio Cupido me parece comparable a ti”. Además Psique le pide que Céfiro traiga a sus hermanas ante ella. Psique lo halaga y besa para convencerle. Él cede.
Las hermanas acuden a la roca en que Psique fue abandonada, y allí vertían lágrimas y se golpeaban el pecho. Psique las escuchó y Céfiro al punto bajo la orden las transporta ante su hermana, se infunden en abrazos, besos y lágrimas de alegría. Psique les muestra el palacio y sus tesoros, les invita a un banquete, elementos todos que infunden un sentimiento de envidia en sus dos hermanas. Una de ellas le pregunta quien era el dueño de todo eso, cuál su nombre y su aspecto, pero Psique se mantiene fiel a la promesa de su marido. Para salir del apuro inventa un cuento, diciendo que su marido es n joven de sueva barba, cazador. Temía que el secreto escapara de su lengua, por lo que llama a Céfiro para que se las llevara. Las hermanas regresan a su hogar y allí se duelen de su desgracia amorosa, al ser ellas las hijas mayores, casadas con extranjeros (uno calvo y mayor que el padre en edad; el otro padece reuma, de dedos deformes y duros) para ser sus criadas, viviendo desterradas de la patria y de sus padres, mientras Psique está casada con un dios, posee voces por sirvientas, vive en mansión de máxima opulencia, da órdenes a los vientos y aparenta ser una diosa. Ambas se muestran indignadas ante tal situación y deciden llevar a cabo un plan para castigar el orgullo de Psique (según ellas) mediante funesta muerte.
De nuevo el marido da consejos a Psique acerca del peligro que le amenaza: “unas pérfidas lobas concentran todo su esfuerzo en disponer contra ti criminales emboscadas”. Le advierte de nuevo que no cruce palabra con ellas en su próxima visita y que si así fuera, no diga nada de su marido. Le anuncia su maternidad y le avisa que será un dios si lo mantiene en secreto, en cambio será un mortal si lo profana. Psique estalló de felicidad ante la noticia de su posible descendencia divina y se asombra ante el gran efecto que produce “una leve picadura”.
Ya se acercaban de nuevo las hermanas y su marido le advierte de la catástrofe que les sobreviene y del odio y criminalidad de sus hermanas. Pero ante otras conmovedoras palabras, convence a su marido para que le deje ver y abrazar a sus hermanas, ya que a él no puede verle. Las hermanas le hablan fingiendo alegría por su embarazo y llegan a decir: “si, como es de esperar, heredara la hermosura de sus padres, va a nacernos un auténtico Cupido”. Con palabras aduladoras conquistan el corazón de su hermana, quien las invita a deleitarse de manjares. Bajo el sentimiento maléfico que les apodera, ellas comienzan a preguntar sólo por su marido. De nuevo Psique recurre a otro cuento, diciendo esta vez que es de una provincia próxima, que osee grandes negocios entre manos, de edad madura, con alguna que otra cana. De nuevo las carga de regalos y las manda a casa con el viento. Ambas hermanas llegan a la conclusión de que Psique las miente o que no conoce a su marido, por lo que sería un dios.
Al día siguiente y con mayor perfidia que nuca, acuden de nuevo las hermanas a su morada, anunciándole a Psique que su marido es una monstruosa serpiente y le recuerdan el oráculo de la Pitonisa. Psique se siente aterrada y admira la piedad fraterna. De este modo acaba confesando el secreto prometido a su marido. Entonces las hermanas le proponen un medio de salvación: que cuando su marido yazca dormido en la noche, saque una lámpara para ver su rostro y que con un arma le corte la cabeza. Así ellas le prometen fidelidad y la búsqueda de un marido de condición humana.
Ellas desaparecen y Psique, en un mar de dudas, se decanta por hacer caso a sus hermanas. Llegada la noche, lleva a cabo cada uno de los pasos y ve con asombro que su marido es el propio Cupido, al que con una gota de aceite quema su cuerpo. Juega con su carcaj sus flechas, cuya punta se clava y así queda profundamente enamorada de Cupido. Se deja caer locamente sobre él para besarlo y en esto que cae sobre su hombro derecho una gota ardiente de aceite. Cupido se despierta sobresaltado y sin mediar palabra emprende el vuelo. Y desde la cima de un ciprés, él comienza a hablarle de las advertencias que le dio y de lo que finalmente hizo ella. Y antes de marcharse jura emprender venganza contra sus hermanas.
Psique se arroja a un río, que la deposita sobre el florido césped. Allí se topa con Pan, quien ducho por su edad, adivina su estado de tristeza a cusa del amor y le aconseja que seque sus lágrimas y calme su dolor, además de que suplique a Cupido, quien bajo dulce sumisión, se reconciliará con ella. Psique sigue su camino y llega ante la ciudad de su hermana. Psique pretendía vengarse de ellas. Y le contó o sucedido, pero cambiando la respuesta de Cupido: “por tu horrendo crimen, aléjate inmediatamente de mi lecho, llévate todo lo que te pertenece; ahora me casaré con tu hermana…”. Ésta acude a la roca, desde la que se precipita invocando al viento, desgarrándose su cuerpo entre los peñascos. Así ocurrió lo mismo con la otra hermana.
Psique seguí buscando a Cupido, que se hallaba dolorido en la habitación de su madre. Una gaviota informa de esto a Venus, quien le pide el nombre de la mujer de la que se ha enamorado. Venus se indigna aún más y regresa a su morada, ya que psique era su mayor rival. Allí reprende a su hijo por lo hecho y posteriormente se encuentra con Juno y Ceres, a quienes solicita descubrir a Psique. Las diosas le echan en cara el veto de amor sobre su hijo cuando ella es la garante del propio amor. Psique se siente indignada y se marcha al mar.
Psique continúa buscando a Cupido y en su camino encuentra a Ceres, a la que suplica ayuda, pero ésta se niega al ser compañera de Venus. Así también se cruza con Juno y sucede lo mismo. A su vez Venus busca a Psique y acude en ayuda de Mercurio, al que ofrece una recompensa (siete besos de Venus más uno con la puntita de la lengua) para quien la descubra. Psique llega al umbral de Venus cuando una sirvienta, Costumbre, la arrastra ante Venus. Las esclavas Inquietud y Tristeza la flagelan y Venus se abalanza contra Psique, rasgando sus vestiduras y arrancándole el cabello. A partir de aquí, Venus pretende que Psique demuestre su eficacia y le hace pasar por dificultosas pruebas: separación de los granos debidamente clasificados (ayudada por hormigas); los vellones brillantes como el oro (lo consiguió merced a los consejos de Caña, órgano de melodiosa armonía); robar el agua de unas fuentes imposibles, en un valle lleno de dragones (labor que llevó a cabo el águila de Júpiter), consiguiendo presentarle la jarra de agua llena; la recolección de una pizca de hermosura en una cajita, solicitándola a Prosérpina, para lo que pretendía darse muerte y llegar al Orco, pero la torre desde la que pretendía lanzarse le dio el camino para llegar y conseguir lo pretendido. La única condición era no destapar la caja para ver qué contenía dentro. Todo lo lleva a efecto con esmero, pero ante la curiosidad abre la caja y no hay nada, sólo un nube soporífera que le infunde sueño. Entonces acude Cupido, curado de su herida y deseoso de estar con su amada. Recoge con cuidado el Sueño y lo encierra en la cajita.
Enamorado como estaba, acude ante su madre, le presenta la cajita, después ante Júpiter suplicándole, de quien recibe su aporbación. Así Júpiter llama a Mercurio y convoca una asamblea. Allí él pone fin a los continuos adulterios y amoríos de Cupido mediante el enlace matrimonial con Psique. Legitima la unión convirtiéndola a ella en inmortal haciéndole beber ambrosía. Así transcurrió el banquete nupcial, cada dios y divinidad ocupada en sus tareas. Finalmente Psique y Cupido tuvieron una hija, a la que llamaron Voluptuosidad.


MAURICE MAETERLINCK

La inteligencia de las flores (fragmento)


" La vallisneria es una hierba bastante insignificante que no tiene nada de la gracia extraña del nenúfar o de ciertas cabelleras submarinas. Pero se diría que la naturaleza se ha complacido en poner en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la pequeña planta transcurre en el fondo del agua, en una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas: su tallo, manantial de vida, es demasiado corto; no alcanzarán jamás la mansión de luz, la única en que puede realizarse la unión de los estambres y del pistilo. ¿Hay en la naturaleza una inadvertencia o prueba más cruel? ¡Imaginaos el drama de ese deseo, lo inaccesible que se toca, la fatalidad transparente, lo imposible sin obstáculo visible!. "


ROBERTO JUARROZ

El centro del amor...


El centro del amor
no siempre coincide 
con el centro de la vida.
Ambos centros se buscan entonces
como dos animales atribulados.
Pero casi nunca se encuentran,
porque la clave de la coincidencia es otra:
nacer juntos.
Nacer juntos,
como debieran nacer y morir
todos los amantes.


7.23.2013

ADÁN Y EVA EXPULSADOS DEL PARAÍSO POR EOLO


Se dice que dios mandó a Eolo para que expulsase a la pareja del Edén. Los bizantinos fueron los primeros en incorporar elementos de la mitología clásica a las representaciones cristianas.
En la Edad Media aparece Caín matando a Abel con una quijada de asno, pero la Biblia no nos lo dice. Aparece por primera vez en unos manuscritos ingleses del s. XII de tradición bizantina.
Y otra en Palermo si mal no me acuerdo. Ah y está lo de La Civitas Dei de san Agustín que trata el tema de Caín y Abel como dos ciudades en oposición.


7.22.2013

JACQUES DERRIDA

LA RETIRADA DE LA METÁFORA 


¿Qué es lo que pasa actualmente con la metáfora?
¿Y qué es lo que pasa por alto a la metáfora?
Es un viejo tema. Ocupa a Occidente, lo habita o se deja habitar por él: representándose en él como una enorme biblioteca dentro de la que nos estaríamos desplazando sin percibir sus límites, procediendo de estación en estación, caminando a pie, paso a paso, o en autobús (estamos circulando ya, con el «autobús» que acabo de nombrar, dentro de la traducción, y, según el elemento de la traducción, entre Übertragung y Ubersetzung, pues metaphorikos sigue designando actualmente, en griego, como suele decirse, moderno, todo lo que concierne a los medios de transporte). Metaphora circula en la ciudad, nos transporta como a sus habitantes, en todo tipo de trayectos, con encrucijadas, semáforos, direcciones prohibidas, intersecciones o cruces, limitaciones y prescripciones de velocidad. De una cierta forma -metafórica, claro está, y como un modo de habitar- somos el contenido y la materia de ese vehículo: pasajeros, comprendidos y transportados por metáfora.
Extraña proposición para arrancar, diréis. Extraña porque implica por lo menos que sepamos qué quiere decir habitar, y circular, y trasladarse, hacerse o dejarse trasladar. En general y en este caso. Extraña, a continuación, porque decir que habitamos en la metáfora y que circulamos en ella como en una especie de vehículo automóvil no es algo meramente metafórico. No es simplemente metafórico. Ni tampoco propio, literal o usual, nociones que no estoy confundiendo porque las aproxime, más vale precisarlo inmediatamente. Ni metafórica, ni a-metafórica, esta «figura» consiste singularmente en intercambiar los lugares y las funciones: constituye el sedicente sujeto de los enunciados (el hablante o el escritor que decimos que somos, o quienquiera que crea que se sirve de metáforas y que habla more metaphorico) en contenido o en materia, y parcial encima, y siempre ya «embarcada», «en coche», de un vehículo que lo comprende, lo lleva, lo traslada en el mismo momento en que el llamado sujeto cree que lo designa, lo expresa, lo orienta, lo conduce, lo gobierna «como un piloto en su navío».
Como un piloto en su navío.
Acabo de cambiar de elemento y de medio de transporte. No estamos en la metáfora como un piloto en su navío. Con esta proposición voy a la deriva. La figura de la nave o del barco, que tan frecuentemente fue el vehículo ejemplar de la pedagogía retórica, del discurso enseñante sobre la retórica, me hace derivar hacia una cita de Descartes cuyo propio desplazamiento a su vez arrastraría mucho más lejos, de lo que puedo permitirme aquí.
Así, pues, tendría que interrumpir de forma decisoria la deriva o el deslizamiento. Lo haría si fuese posible. Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo desde hace un momento? He levantado anclas y voy a la deriva irresistiblemente. Intento hablar de la metáfora, decir algo propio o literal a propósito suyo, tratarla como mi tema, pero estoy, y por ella, si puede decirse así, obligado a hablar de ella more metaphorico, a su manera. No puedo tratar de ella sin tratar con ella, sin negociar con ella el préstamo que le pido para hablar de ella. No llego a producir un tratado de la metáfora que no haya sido tratado con la metáfora, la cual de pronto parece intratable.
Por eso desde hace un momento me voy trasladando de desvío en desvío, de vehículo en vehículo, sin poder frenar o detener el autobús, su automaticidad o su automovilidad. Al menos no puedo frenar si no es dejándolo deslizar, dicho de otro modo, dejándolo escapar a mi control conductor. Ya no puedo detener el vehículo o anclar el navío, dominar completamente la deriva o el deslizamiento (en algún sitio he llamado la atención sobre el hecho de que la palabra «deslizamiento» («dérapage»), antes de su más amplio deslizamiento metafórico, tenía que ver con un cierto juego del ancla en el lenguaje marítimo, diría más exactamente con un juego de la baliza y de los parajes). El caso es que con este vehículo flotante, mi discurso aquí mismo, no puedo hacer otra cosa sino parar las máquinas, lo que sería de nuevo un buen medio para abandonarlo a su deriva más imprevisible. El drama, pues esto es un drama, es que incluso si decidiese no hablar ya metafóricamente de la metáfora, no lo conseguiría, aquélla seguiría pasándome por alto para hacerme hablar, ser mi ventrílocuo, metaforizarme. ¿Cómo no hablar? Otras maneras de decir, otras maneras de responder, más bien, a mis primeras cuestiones. ¿Qué pasa con la metáfora? Pues bien, todo, no hay nada que no pase con la metáfora y por medio de la metáfora. Todo enunciado a propósito de cualquier cosa que pase, incluida la metáfora, se habrá producido no sin metáfora. No habrá habido metafórica lo suficientemente consistente como para dominar todos sus enunciados. Y, ¿qué es lo que pasa por alto a la metáfora? Nada, en consecuencia, y habría que decir más bien que la metáfora pasa por alto cualquier otra cosa, aquí a mí, en el mismo momento en que parece pasar a través de mí. Pero si la metáfora pasa por alto o prescinde de todo aquello que no pasa sin ella, es quizá que en un sentido insólito ella se pasa por alto a sí misma, es que ya no tiene nombre, sentido propio o literal, lo cual empezaría a haceros legible tal figura doble de mi título: en su retirada (retrait), habría que decir en sus retiradas, la metáfora, quizá, se retira, se retira de la escena mundial, y se retira de ésta en el momento de su más invasora extensión, en el instante en que desborda todo límite. Su retirada tendría entonces la forma paradójica de una insistencia indiscreta y desbordante, de una remanencia sobreabundante, de una repetición intrusiva, dejando siempre la señal de un trazo suplementario de un giro más, de un re-torno y de un re-trazo (re-trait) en el trazo (trait) que habrá dejado en el mismo texto.
En consecuencia, si quisiese interrumpir el deslizamiento, fracasaría. Y esto pasaría incluso en el momento en que me resistiese a dejar que eso se notara.
La tercera de las breves frases por las que he parecido acometer mi tema hace unos instantes era: «La metáfora es un tema muy viejo». Un tema (o un sujeto) es a la vez algo seguro y dudoso, según el sentido en el que se desplace esa palabra –sujet- en su frase, su discurso, su contexto y según la metaforicidad a la que se le someta a él mismo, pues nada es más metafórico que ese valor de sujeto. Dejo caer el sujeto para interesarme más bien en su predicado, en el predicado del sujeto «sujeto» (o «tema»), a saber, su edad. Si lo he llamado viejo es al menos por dos razones.
Y aquí voy a comenzar: es otra manera de decir que voy a hacer como mejor pueda para reducir el deslizamiento.
La primera razón es la extrañeza ante el hecho de que un sujeto aparentemente tan viejo, un personaje o un actor aparentemente tan cansado, tan desgastado, vuelva hoy a ocupar la escena -y la escena occidental de este drama- con tanta fuerza e insistencia desde hace algunos años, y de una forma, me parece, bastante nueva. Como si quisiera reconstruirse una juventud o prestarse a reinventarse, como el mismo o como otro. Esto podría verse ya simplemente a partir de una sociobibliografía que recensionase los artículos y los coloquios (nacionales e internacionales) que se han ocupado de la metáfora desde hace aproximadamente un decenio, o quizás un poco menos, y todavía en este año: en el curso de los últimos meses ha habido al menos tres coloquios internacionales sobre el tema, si estoy bien informado, dos en Estados Unidos y uno aquí mismo, coloquios internacionales e interdisciplinares, lo cual es también significativo (el de Davis en California tiene por título Interdisciplinary Conference on Metaphor).
¿Cuál es el alcance histórico o historial (en cuanto al valor mismo de historialidad o de epocalidad) de esta preocupación y de esta convergencia inquieta? ¿De dónde viene esta presión? ¿Qué está en juego? ¿Qué pasa hoy con la metáfora? Otras tantas cuestiones de las que simplemente quisiera señalar su necesidad y su amplitud, dando por supuesto que no podré hacer aquí más que una pequeña señal en esa dirección. La asombrosa juventud de este viejo tema es considerable y a decir verdad un poco apabullante. La metáfora -también en esto occidental- se retira, está en el atardecer de su vida. «Atardecer de la vida», para «vejez», es uno de los ejemplos escogidos por Aristóteles, en la Poética, para la cuarta especie de metáfora, la que procede kata ton analogon; la primera, la que va del género a la especie, apo genous epi eidos, tiene como ejemplo, como por azar: «He aquí mi barco parado» (peos de moi ed esteke), «pues estar anclado es una de las formas de estar parado». El ejemplo es ya una cita de la Odisea. En el atardecer de su vida, la metáfora sigue siendo un tema muy generoso, inagotable, no se lo puede parar, y yo podría comentar indefinidamente la adherencia, la prepertenencia de cada uno de estos enunciados a un corpus metafórico, e incluso, de ahí el re-tazo, a un corpus metafórico de enunciados a propósito de este viejo tema, de enunciados metafóricos sobre la metáfora.
Detengo aquí este movimiento.
La otra razón que me ha atraído hacia la expresión «viejo tema» es un valor de agotamiento aparente que me ha parecido necesario reconocer una vez más. Un viejo tema es un tema aparentemente agotado, desgastado hasta el hueso. Pero este valor de desgaste (usure), y por lo pronto de uso (usage), este valor de valor de uso, de utilidad, del uso o de la utilidad como ser útil o como ser usual, en una palabra, todo ese sistema semántico que resumiré bajo el título del uso (us), habrá desempeñado un papel determinante en la problemática tradicional de la metáfora. La metáfora no es quizá sólo un tema desgastado hasta el hueso, es un tema que habrá mantenido una relación esencial con el uso, o con la usanza (usanza es una vieja palabra, una palabra fuera de uso hoy en día, y cuya polisemia requeriría todo un análisis por sí misma). Ahora bien, lo que puede parecer desgastado hoy en día en la metáfora es justamente ese valor de uso que ha determinado toda su problemática tradicional: metáfora muerta o metáfora viva.
¿Por qué, entonces, retornar al uso de la metáfora? Y, ¿por qué, en ese retorno, privilegiar el texto firmado con el nombre de Heidegger? ¿En qué se une esta cuestión del uso con la necesidad de privilegiar el texto heideggeriano en esta época de la metáfora, retirada que la deja en suspenso y retorno acentuado del trazo que delimita un contorno? Hay una paradoja que agudiza esta cuestión. El texto heideggeriano ha parecido ineludible, a otros y a mí mismo, cuando se trataba de pensar la época mundial de la metáfora en la que decimos que estamos, mientras que el caso es que Heidegger sólo muy alusivamente ha tratado de la metáfora como tal y bajo ese nombre. Y esa escasez misma habrá significado algo. Por eso hablo del texto heideggeriano: lo hago para subrayar con un trazo suplementario que para mí no se trata simplemente de considerar las proposiciones enunciadas, los temas y las tesis a propósito de la metáfora como tal, el contenido de su discurso cuando trata de la retórica y de este tropo, sino realmente de su escritura, de su tratamiento de la lengua, y más rigurosamente, de su tratamiento del trazo, del trazo en todos los sentidos: más rigurosamente todavía del trazo como palabra de su lengua, y del trazo como encentadura (entame) que rasga la lengua.
Así, pues, Heidegger ha hablado bastante poco de la metáfora. Se citan siempre dos lugares (Der Satz vom Grund y Unterwegs zur Sprache) donde parece que toma posición en relación con la metáfora -o más exactamente en relación con el concepto retorico-metafísico de metáfora-, y lo hace además como de pasada, brevemente, lateralmente, en un contexto donde la metáfora no ocupa el centro. ¿Por qué atribuirle a un texto tan elíptico, tan dispuesto aparentemente a eludir la cuestión de la metáfora, una tal necesidad en su realización efectiva en cuanto a lo metafórico? O también, reverso de la misma cuestión, ¿por qué un texto que inscribe algo decisivo en cuanto a lo metafórico se habrá mantenido tan discreto, escaso, reservado, retirado en cuanto a la metáfora como tal y bajo su nombre, bajo su nombre de alguna manera propio y literal? Pues si siempre se hablase metafóricamente o metonímicamente de la metáfora, ¿cómo determinar el momento en que ésta se convertiría en el tema propio, bajo su nombre propio? ¿Habría entonces una relación esencial entre esa retirada, esa reserva, esa retención y lo que se escribe, metafóricamente o metonímicamente, sobre la metáfora bajo la firma de Heidegger?
Habida cuenta de la amplitud de esta cuestión y de todos los límites con que nos encontramos aquí, empezando por el del tiempo, no voy a pretender plantearles más que una nota breve, e incluso, para delimitar aún más mi intervención, una nota sobre una nota. Espero poder convencerles de lo siguiente conforme vayamos avanzando: que la llamada de esta nota sobre una nota se encuentre en un texto firmado por mí, La mitología blanca. La metáfora en el texto filosófico no significa que me esté remitiendo ahí como un autor que se cita para prorrogarse indecentemente a sí mismo. Mi gesto es tanto menos complaciente, eso espero, porque es a partir de una cierta insuficiencia de esa nota de donde tomaré mi punto de arranque. Y lo hago por razones de economía, para ganar tiempo, con el fin de reconstruir muy rápidamente un contexto tan amplio y tan estrictamente determinado como resulte posible. Sucede, en efecto, que: 1) esta nota (19, Marges, pág. 269) concierne a Heidegger y cita largamente uno de los principales pasajes en donde aquél parece tomar posición en cuanto al concepto de metáfora; 2) segundo rasgo contextual, esta nota viene requerida por un desarrollo que concierne al uso (lo usual, el uso, el desgaste) y el recurso a ese valor de uso en la interpretación filosófica dominante de la metáfora; 3) tercer rasgo contextual: esta nota cita una frase de Heidegger (Das Metaphorische gibt es nur innerhalb der Metaphysik, «Lo metafórico sólo se da dentro de la metafísica»), que Paul Ricoeur «discute» -ésa es su palabra en La metáfora viva, precisamente en el Octavo Estudio. Metáfora y discurso filosófico. Y esa frase, a la que llama regularmente un adagio, Ricoeur la sitúa también en «epígrafe», es de nuevo su expresión, para lo que define, tras la discusión de Heidegger, como una «segunda navegación», a saber, la lectura crítica de mi ensayo de 1971, La mitología blanca. Prefiero citar aquí el tercer párrafo de la introducción al Octavo Estudio:
Debemos considerar una modalidad totalmente diferente -incluso inversa- de implicación de la filosofía en la teoría de la metáfora. Es inversa de la que hemos examinado en los dos párrafos anteriores, porque coloca los presupuestos filosóficos en el origen mismo de las distinciones que hacen posible un discurso sobre la metáfora. Esta hipótesis hace más que invertir el orden de prioridad entre metáfora y filosofía; invierte la manera de argumentar en filosofía. La discusión anterior se habrá desplegado en el campo de las intenciones declaradas del discurso especulativo, incluso del ontoteológico, y no habrá puesto en juego más que el orden de sus razones. Para una «lectura» distinta, se da una colaboración entre el movimiento no confesado de la filosofía y el juego no percibido de la metáfora. Empleando como epígrafe la afirmación de Heidegger de que «lo metafórico no existe más que en el interior de la metafísica», tomaremos como guía de esta «segunda navegación» la «mitología blanca» de Jacques Derrida (pág. 325; trad. cast., pág. 347).
Incluso sin contar con lo que nos implica conjuntamente a Paul Ricoeur y a mi mismo en este coloquio, los tres elementos contextuales que acabo de recordar bastarían para justificar que se vuelva aquí, una vez más, a la breve frase de Heidegger, al mismo tiempo que me comprometen a desarrollar la nota que le dediqué hace siete u ocho años.
Me parece que Paul Ricoeur, en su discusión, no se ha fijado en el lugar y el alcance de esta nota; y si me permito llamar la atención sobre esto a título puramente preliminar, no es en absoluto por espíritu polémico, para defender o atacar posiciones, es sólo para aclarar mejor las premisas de la lectura de Heidegger que intentaré a continuación. Lamento tener que limitarme, por falta de tiempo, a algunas indicaciones de principio: no me será posible adecuar mi argumentación a toda la riqueza de La metáfora viva, y dar testimonio así de mi reconocimiento a Paul Ricoeur por medio de un análisis detallado, aunque éste tuviese que acentuar el desacuerdo. Cuando digo «desacuerdo», como se va a ver, estoy simplificando. Su lógica es a veces desconcertante: con frecuencia es porque suscribo ciertas proposiciones de Ricoeur por lo que estoy tentado de protestar cuando veo que me las contrapone como si no fuesen ya legibles en lo que he escrito. Me limitaré, como ejemplo, a dos de los rasgos más generales, de aquellos a los que se pliega toda la lectura de Ricoeur, para resituar el lugar de un debate posible, más que para abrirlo y todavía menos para cerrarlo. Quien quisiera entrar en él dispone ahora a este respecto de un corpus amplio y preciso.
I. Primer rasgo. Ricoeur inscribe toda su lectura de La mitología blanca en dependencia de su lectura de Heidegger y del llamado «adagio», como si yo no hubiese intentado más que una extensión o una radicalización continua del movimiento heideggeriano. De ahí la función del epígrafe. Todo ocurre como si yo hubiese simplemente generalizado lo que Ricoeur llama la «crítica restringida» de Heidegger y la hubiese extendido desmesuradamente, más allá de todo límite. Paso, dice Ricoeur, «de la crítica restringida de Heidegger a la “desconstrucción” sin límite de Jacques Derrida en La mitología blanca» (pág. 362; trad. cast., p. 386). Un poco más adelante, según el mismo gesto de asimilación o al menos de derivación continua, Ricoeur confía en la figura de un «núcleo teórico común a Heidegger y a Derrida, a saber, la supuesta connivencia entre la pareja metafórica de lo propio y lo figurado y la pareja metafísica de lo visible y lo invisible» (pág. 73; trad. cast., pág. 398).
Esta asimilación continuista o esta colocación en posición filial me han sorprendido. Pues es justamente a propósito de estas parejas y singularmente de la pareja visible/invisible, sensible/inteligible, por lo que en mi nota sobre Heidegger había señalado una reserva neta y sin equívoco; e incluso una reserva que, al menos en su literalidad, se asemeja a la de Ricoeur. Así, pues, veo que se me objeta, tras asimilación a Heidegger, una objeción cuyo principio había formulado yo mismo previamente. Hela aquí (perdónenme estas citas, pero son útiles para la claridad y la economía de este coloquio), está en la primera línea de la nota 19: «Esto explica la desconfianza que le inspira a Heidegger el concepto de metáfora [subrayo: el concepto de metáfora]. En El principio de razón insiste sobre todo en la oposición sensible/no-sensible, rasgo importante pero no el único ni sin duda el primero en llegar ni el más determinante del valor de metáfora».
¿No es esta reserva lo bastante neta como para excluir, en cualquier caso a propósito de este punto, tanto el «núcleo teórico común» (aparte de que no hay aquí, por razones esenciales, ni núcleo ni, sobre todo, núcleo teórico) como la connivencia entre las dos parejas consideradas? A este respecto me atengo a lo que se dice claramente en esta nota. Lo hago por mor de concisión, pues en realidad toda La mitología blanca pone en cuestión constantemente la interpretación corriente y corrientemente filosófica (incluida en Heidegger) de la metáfora tomo transferencia de lo sensible a lo inteligible, como también el privilegio atribuido a este tropo (incluido por parte de Heidegger) en la desconstrucción de la retórica metafísica.
Segundo rasgo. Toda la lectura de La mitología blanca propuesta en La metáfora viva se anuda en torno a lo que Ricoeur distingue como «dos afirmaciones en el apretado entretejimiento de la demostración de Jacques Derrida» (pág. 362; trad. cast. modificada, pág. 386). Una de ellas sería, pues, ésta de la que acabamos de hablar, a saber, dice Ricoeur, «la unidad profunda de la transferencia metafórica y de la transferencia analógica del ser visible al ser inteligible». Acabo de subrayar que esa afirmación concerniría al uso y a lo que llama Ricoeur «la eficacia de la metáfora gastada». En un primer momento, Ricoeur había reconocido que el juego trópico de La mitología blanca a propósito de la palabra «usure»* no se limitaba al desgaste como erosión, empobrecimiento o extenuación, al desgaste del uso, de lo usado o de lo gastado. Pero después Ricoeur no sigue teniendo en cuenta lo que él mismo llama «una táctica desconcertante». Esta no responde a una especie de perversidad retorcida, manipuladora o triunfante por mi parte, sino a la estructura intratable en la que nos encontramos de antemano implicados y desplazados. Así, pues, Ricoeur no tiene a continuación nada en cuenta esa complicación y reduce todo mi objetivo a la afirmación que precisamente pongo en cuestión, lejos de asumirla, a saber, que la relación de la metáfora con el concepto y en general el proceso de la metaforicidad se podrían comprender bajo el concepto o el esquema del desgaste como devenir-usado o devenir-gastado, y no como usura en otro sentido, como producción de plusvalía según otras leyes que las de una capitalización continua y linealmente acumulativa; lo cual no sólo me ha llevado a otras regiones problemáticas (por decirlo rápidamente, psicoanalítica, económico-política, genealógica en el sentido nietzscheano) sino también a desconstruir lo que hay ya de dogmatizado o de acreditado en esas regiones. Ahora bien, Ricoeur dedica un largo análisis a criticar este motivo de la metáfora «gastada», a demostrar que «la hipótesis de una fecundidad específica de la metáfora gastada está rebatida fuertemente por el análisis semántico expuesto en los estudios anteriores [...] el estudio de la lexicalización de la metáfora, en Le Guern por ejemplo, contribuye mucho a disipar el falso enigma de la metáfora gastada... ».
También aquí es en la medida en que suscribo esa proposición por lo que no estoy de acuerdo con Ricoeur cuando me atribuye, para «rebatirlos», ésa es su expresión, enunciados que yo mismo había empezado poniendo en cuestión. Ahora bien, he hecho eso constantemente en La mitología blanca, e incluso, en un grado de explicación literal por encima de toda duda, desde el Exergo (desde el capítulo titulado «Exergo»), y después de nuevo en el contexto inmediato de la nota sobre Heidegger, en el párrafo mismo donde se encuentra la llamada de esa nota. El Exergo anuncia realmente que no se trata de acreditar el esquema del uso, sino más bien de desconstruir un concepto filosófico, una construcción filosófica edificada sobre ese esquema de la metáfora gastada, o que privilegia por razones significativas el tropo llamado metáfora:
Había también que someter a interpretación ese valor de desgaste. Este valor parece mantener un vínculo sistemático con la perspectiva metafórica. Se lo reencontrará por doquiera que se privilegie el tema de la metáfora. Es también una metáfora que lleva consigo un presupuesto continuista: la historia de una metáfora no tendría esencialmente el ritmo de un desplazamiento, con rupturas, reinscripciones en un sistema heterogéneo, mutaciones, separaciones sin origen, sino la de una erosión progresiva, de una pérdida semántica regular, de un agotamiento ininterrumpido del sentido primitivo. Abstracción empírica sin extracción fuera del suelo natal [... ]. Este rasgo -el concepto de desgaste- no forma parte, sin duda, de una configuración histórico-teórica estrecha, sino, más seguramente, del concepto mismo de metáfora y de la larga secuencia metafísica que aquél determina o que lo determina. Es en ésta en lo que nos vamos a interesar para empezar (pág. 256).
La expresión «larga secuencia metafísica» lo señala bien, no se trataba para mí de considerar «la» metafísica como una unidad homogénea de un conjunto. No he creído nunca en la existencia o en la consistencia de algo así como la metafísica. Lo recuerdo para responder a otra sospecha de Ricoeur. Si me ha podido ocurrir, al tener en cuenta tal o cual fase demostrativa o tal situación contextual, que llegue a decir «la» metafísica, o «la» clausura de «la» metafísica (expresión que constituye el blanco a que apunta La metáfora viva), también he propuesto muy a menudo, en otros lugares pero también en La mitología blanca, la proposición según la cual no habría nunca «la» metafísica, no siendo aquí la «clausura» el límite circular que bordea un campo homogéneo sino una estructura más retorcida, estaría tentado de decir actualmente según otra figura: «invaginada». La representación de una clausura lineal y circular rodeando un espacio homogéneo es justamente -y éste es el tema en que más insisto- una autorrepresentación de la filosofía en su lógica onto-enciclopédica. Podría multiplicar las citas, a partir de La différance, donde se decía por ejemplo que el «texto de la metafísica» no está «rodeado sino atravesado por su límite», «señalado en su interior por el surco múltiple de su margen», «huella simultáneamente trazada y borrada, simultáneamente viva y muerta» (pág. 25). Me limito a estas pocas líneas de La mitología blanca, en las cercanías de la nota (pág. 274):
Cada vez que define la metáfora, una retórica implica no sólo una filosofía sino una red conceptual en la que se ha constituido la filosofía. Cada hilo, en esta red, configura, por añadidura, un giro, se diría una metáfora si esta noción no resultase aquí demasiado derivada. Lo definido está, pues, implicado en el definiente de la definición. Como es obvio, no se produce aquí ningún requerimiento de algún tipo de continuum homogéneo que remitiría sin cesar a la tradición a sí misma, tanto la de la metafísica como la de la retórica. Sin embargo, si no se comenzase prestando atención a tales presiones más permanentes, ejercidas a partir de una muy larga cadena sistemática, si no se hiciese el esfuerzo de delimitar su funcionamiento general y sus límites efectivos, se correría el riesgo de tomar los efectos más derivados por los rasgos originales de un subconjunto histórico, de una configuración identificada apresuradamente, de una mutación imaginaria o marginal. Mediante una precipitación empirista e impresionista hacia presuntas diferencias, de hecho hacia recortes principalmente lineales y cronológicos, se iría de descubrimiento en descubrimiento. ¡Una ruptura en cada paso! Se presentaría, por ejemplo, como fisionomía propia de la retórica del «siglo XVIII» un conjunto de rasgos (como el privilegio del nombre) heredados, aunque sin línea recta, con todo tipo de separaciones y de desigualdades de transformación, de Aristóteles o de la Edad Media. Nos encontramos remitidos aquí al programa, enteramente por elaborar, de una nueva delimitación de los corpus y de una nueva problemática de las firmas.
Como se ha apuntado entre paréntesis el «privilegio del nombre», aprovecho para subrayar que, al igual que Paul Ricoeur, he puesto en cuestión constantemente -en La mitología blanca y en otros lugares, con una insistencia que se puede considerar pesada pero que en todo caso no se puede descuidar- el privilegio del nombre y de la palabra, como también todas esas «concepciones semióticas que -dice con razón Ricoeur- imponen el primado de la denominación». A ese primado he contrapuesto regularmente la atención al motivo sintáctico, que domina en La mitología blanca (véase pág. 317, por ejemplo). Así, pues, una vez más me he visto sorprendido por verme criticado por el lado al que yo ya había aplicado la crítica. Diría lo mismo y a fortiori para el problema del etimologismo o la interpretación del idion aristotélico si tuviese tiempo. Todos estos malentendidos están vinculados sistemáticamente con la atribución a La mitología blanca de una tesis, y de una tesis que se confundiría con el presupuesto contra el que me he esforzado, a saber, un concepto de metáfora dominado por el concepto de desgaste como estar-gastado o devenir-gastado, con toda la máquina de sus implicaciones. Dentro de la gama ordenada de estas implicaciones, se encuentra una serie de oposiciones, y entre ellas precisamente la de la metáfora viva y la metáfora muerta. Decir, como hace Ricoeur, que La mitología blanca convierte a la muerte o a la metáfora muerta en su consigna, es abusar al señalarla con algo de lo que aquélla se desmarca claramente, por ejemplo cuando dice que hay dos muertes o dos autodestrucciones de la metáfora (y cuando hay dos muertes, el problema de la muerte es infinitamente complicado) o también, por ejemplo, por acabar con este aparente pro domo, en ese párrafo en el que se sitúa la llamada a esa nota que reclama actualmente otra nota:
Al valor de desgaste (Abnutzung [palabra de Hegel sobre la que, lejos de «apoyarme», como querría Ricoeur, hago pesar el análisis desconstructivo: me apoyo sobre ella como sobre un texto pacientemente estudiado, pero no me apoyo en ella]), cuyas implicaciones hemos reconocido ya, corresponde aquí la oposición entre metáforas efectivas y metáforas borradas. He aquí un rasgo casi constante de los discursos sobre la metáfora filosófica: habría metáforas inactivas a las que cabe negarle todo interés, puesto que el autor no pensaba en ellas y el efecto metafórico se estudia en el campo de la conciencia. A la diferencia entre las metáforas efectivas y las metáforas extinguidas corresponde la oposición entre metáforas vivas y metáforas muertas (págs. 268-269).
He dicho hace un momento por qué me parecía necesario, al margen de toda defensa pro domo, comenzar resituando la nota sobre Heidegger que hoy quisiera anotar y relanzar. Al mostrar hasta qué punto la lectura de La mitología blanca por Paul Ricoeur, en sus dos premisas más generales, me parecía, digamos, demasiado vivamente metafórica o metonímica, no pretendía, claro está, ni polemizar, ni extender mis cuestiones a una amplia sistemática que no se limita ya a ese Octavo Estudio de La metáfora viva, del mismo modo que La mitología blanca no se encierra en las dos afirmaciones aisladas que Ricoeur ha querido atribuirle. Por repetir la consigna de Ricoeur, la «intersección» que acabo de situar no concentra en un punto toda la diferencia, o incluso el alejamiento inconmensurable de los trayectos que se atraviesan en él, como unas paralelas, dirá en seguida Heidegger, pueden cortarse en el infinito. Sería el último en rechazar una crítica bajo pretexto de que es metafórica o metonímica o las dos cosas a la vez. De alguna manera toda lectura lo es, y la división no pasa entre una lectura trópica y una lectura apropiada o literal, justa y verdadera, sino entre capacidades trópicas. Así, dejando de lado intacta en su reserva, la posibilidad de una lectura completamente diferente de los dos textos, La mitología blanca y La metáfora viva, me vuelvo en fin a la nota anunciada sobre una nota.
Se me impone ahora un problema al que le busco un título lo más breve posible. Le busco, por economía, un título tan formalizador y en consecuencia tan económico como sea posible: pues bien, ése es justamente la economía. Mi problema es: la economía. ¿Cómo, de acuerdo con los condicionamientos, por lo pronto temporales, de este coloquio, determinar el hilo conductor más unificador y más encabestrante posible a través de tantos trayectos virtuales en el inmenso corpus, como suele decirse, de Heidegger, y en su escritura encabestrada? ¿Cómo ordenar las lecturas, interpretaciones o reescrituras que estaría tentado de proponer sobre ella? Habría podido escoger, entre tantas otras posibilidades, la que acaba de presentárseme bajo el nombre de encabestramiento, de entrelazamiento, que me interesa mucho y desde hace tiempo y en la que trabajo de otra manera en este momento. Bajo el nombre alemán de Geflecht, desempeña un papel discreto pero irreductible en Der Weg zur Sprache (1959) para designar ese entrelazamiento singular, único, entre Sprache (palabra que no traduciré, para no tener que escoger entre lenguaje, lengua y habla) y camino (Weg, Bewegung, Bewegen, etc.); entrelazamiento que liga y desliga (entbindende Band), hacia el que nos veríamos sin cesar propiamente remitidos, según un círculo que Heidegger nos propone pensar o practicar de otro modo que como regresión o círculo vicioso. El círculo es un «caso particular» del Geflecht. Al igual que el camino, el Geflecht no es una figura entre otras. Estamos ya implicados en ella, de antemano entrelazados, cuando queremos hablar de Sprache y de Weg: que están «de antemano ante nosotros» (uns stets schon voraus).
Pero tras una primera anticipación he debido decidir dejar este tema en suspenso: no habría sido lo bastante económico. Pero es de un modo económico como tengo que hablar aquí de economía. Por cuatro razones al menos, que enuncio algebraicamente.
a. Economía para articular lo que voy a decir con la otra posible trópica de la usura (usure), la del interés, de la plusvalía, del cálculo fiduciario o de la tasa usuraria, que Ricoeur ha designado pero ha dejado en la sombra, siendo así que le sobreviene como suplemento heterogéneo y discontinuo, como separación trópica irreductible a la del estar-gastado o usado.
b. Economía para articular esa posibilidad con la ley-de-la-casa y la ley de lo propio, oiko-nomia, lo que me había hecho reservar una suerte particular a los dos motivos de la luz y de la morada («Morada prestada», dice Du Marsais haciendo una cita en su definición metafórica de la metáfora: «La metáfora es una especie de Tropo; la palabra de la que nos servimos en la metáfora está tomada en otro sentido que el sentido propio: está, por así decirlo, en una morada prestada, dice un antiguo; lo cual es común y esencial a todos los Tropos.»).
c. Economía para poner rumbo, si así puede decirse, hacia ese valor de Ereignis, tan difícilmente traducible, y cuya entera familia (ereignen, eigen, eigens, enteignen) se cruza, de forma cada vez más densa, en los últimos textos de Heidegger, con los temas de lo propio, la propiedad, la apropiación o la des-apropiación, por una parte, y con el de la luz, el claro, el ojo, por otra parte (Heidegger dice que sobreentiende Er-augnis en Ereignis) y finalmente, en su uso corriente, con lo que viene como acontecimiento: ¿cuál es el lugar, el tener lugar, el acontecimiento metafórico o el acontecimiento de lo metafórico? ¿Qué es lo que ocurre, qué es lo que pasa, actualmente, con la metáfora?
d. Economía, finalmente, porque la consideración económica me parece que tiene una relación esencial con esas determinaciones del paso y del abrirse-paso según los modos de la trans-ferencia o de la tra-duc-ción (Ubersetzen) que creo que se deben ligar aquí a la cuestión de la transferencia metafórica (Ubertragung). Por mor de esta economía de la economía he propuesto darle a este discurso el título de suspensión, de retirada. No economías en plural, sino retirada.
¿Por qué retirada y por qué retirada de la metáfora?
Estoy hablando en lo que llamo o más bien se llama mi lengua o, de forma más oscura, mi «lengua materna». En Sprache und Heimat (texto sobre Hebel de 1960 del que tendríamos mucho que aprender a propósito de la metáfora, del gleich de Vergleich y de Gleichnis, etc., pero que se presta mal a la aceleración de un coloquio), Heidegger dice lo siguiente: en el «dialecto», otra palabra para Mundart, en el idioma, se enraíza das Sprachwesen, y si el idioma es la lengua de la madre, en él se enraíza también «das Heimische des Zuhaus, die Heimat». Y añade: «Die Mundart ist nicht nur die Sprache der Mutter, sondern zugleich und zuvor die Mutter der Sprache». De acuerdo con un movimiento cuya ley vamos a analizar, esa inversión nos inducirá a pensar que no sólo el idion del idioma, lo propio del dialecto, se da como la madre de la lengua, sino que, lejos de que sepamos antes de eso qué es una madre, es una inversión así lo que únicamente permite quizás aproximarse a la esencia de la maternidad. Lengua materna no sería una metáfora para determinar el sentido de la lengua sino el giro esencial para comprender lo que quiere decir «la madre».
¿Y el padre? ¿Y lo que se llama el padre? Éste intentaría ocupar el lugar de la forma, de la lengua formal. Este lugar es insostenible y en consecuencia no puede intentar ocuparlo, hablando en la lengua del padre únicamente en esta medida, a no ser en cuanto a la forma. Es en suma ese lugar y ese proyecto imposibles lo que Heidegger designaría al comienzo de Das Wesen der Sprache bajo los nombres de «metalenguaje» (Metasprache, Ubersprache, Metalinguistik) o de Metafísica. Pues, finalmente, uno de los nombres dominantes para ese proyecto imposible y monstruoso del padre, como para ese dominio de la forma para la forma, es realmente Metafísica. Heidegger insiste en esto: «metalingüística» no «resuena» sólo como «metafísica», sino que es la metafísica de la «tecnificación» integral de todas las lenguas; aquélla está destinada a producir un «instrumento de información único, funcional e interplanetario». «Metasprache y Sputnik... son la misma cosa.»
Aun sin ahondar en todas las cuestiones que se acumulan aquí, señalaré en primer término que en «mi lengua» la palabra retrait se encuentra dotada de una polisemia bastante rica. De momento dejo abierta la cuestión de saber si esa polisemia está regulada o no por la unidad de un foco o de un horizonte de sentido que le prometa una totalización o una ensambladura en sistema. Esa palabra me viene impuesta por razones económicas (ley del oikos y del idioma de nuevo), teniendo en cuenta, o intentándolo, sus capacidades de traducción o de captura o de captación traductora, de traducción o traslación en el sentido tradicional e ideal: traslado de un significado intacto al vehículo de otra lengua de otra patria o matria; o también en el sentido más inquietante y más violento de una captura captadora, seductora y transformadora (más o menos regulada y fiel, pero, ¿cuál es entonces la ley de esta fidelidad violenta?) de una lengua, de un discurso y de un texto, por parte de otro discurso, de otra lengua y de otro texto que pueden al mismo tiempo como va a ser aquí el caso, violar en el mismo gesto su propia lengua materna en el momento de importar a ella y de exportar de ella el maximum de energía y de información. La palabra retrait -a la vez intacta, y forzada, a salvo en mi lengua y simultáneamente alterada-, la he considerado la más propia para captar la mayor cantidad de energía y de información en el texto heideggeriano dentro de nuestro contexto aquí, y sólo en los límites de este contexto. Es esto lo que voy a intentar aquí con ustedes, poner a prueba, de una forma evidentemente esquemática y programática, esa transferencia (al mismo tiempo que su paciencia). Empiezo.
Primer rasgo. Vuelvo a arrancar de esos dos pasajes aparentemente alusivos y digresivos en donde Heidegger plantea muy rápidamente la pertenencia del concepto de metáfora, como si no hubiese más que uno, a la metafísica, como si no hubiese más que una, y como si toda ella fuese una unidad. El primer pasaje, lo he recordado hace un momento, es el que cito en la nota (Das Metaphorische gibt es nur innerhalb der Metaphysik). El otro, en la conferencia triple Das Wesen der Sprache (1957), dice concretamente: «Wir blieben in der Metaphysik Ungen, wollten wir dieses Nennen Hölderlins in der Wendung “Worte wie Blumen” für eine Metapher halten» (pág. 207); («Seguiríamos dependiendo de la metafísica si quisiéramos considerar como una metáfora esa denominación de Hölderlin en el giro “palabras como flores”.»).
A causa sin duda de su forma unívoca y sentenciosa, estos dos pasajes han constituido el único foco de la discusión que se ha entablado de la metáfora en Heidegger, por una parte en un artículo de Jean Greisch, «Les mots et les roses, la metaphore chez Martin Heidegger» (Revue des Sciences théologiques et philosophiques, 57, 1973), y después por otra parte en La metáfora viva (1975). Los dos análisis se orientan de forma diversa. El ensayo de Greisch se reconoce más próximo al movimiento emprendido por La mitología blanca. Sin embargo, los dos textos tienen en común los motivos siguientes, que señalo rápidamente sin repetir lo que ya he dicho antes acerca de La metáfora viva. El primer motivo sobre el que no me siento completamente de acuerdo pero sobre el que no me extenderé, por haberlo hecho ya y por tener que hacerlo de nuevo en otros lugares (particularmente en Glas, «Le sans de la coupure pure [i]», «Survivre [ii]», etc.), es el motivo onto-antológico de la flor. Greisch y Ricoeur identifican lo que yo digo de las flores disecadas al final de La mitología blanca con lo que Heidegger le reprocha a Gottfried Benn que diga al transformar el poema de Hölderlin en «herbario» y en colección de plantas disecadas. Greisch habla de un parentesco entre la actitud de Benn y la mía. Y Ricoeur utiliza ese motivo del herbario como una transición hacia el tema de La mitología blanca. Por múltiples razones que no tengo tiempo de enumerar, leería eso de un modo completamente diferente. Pero en este instante me importa más el segundo de los dos motivos comunes a Greisch y a Ricoeur, a saber, que el poder metafórico del texto heideggeriano es más rico, más determinante que su tesis sobre la metáfora. La metaforicidad del texto de Heidegger desbordaría lo que éste dice temáticamente a modo de denuncia simplificadora, acerca del concepto llamado «metafísico» de la metáfora (Greisch, págs. 441 y sigs., Ricoeur, pág. 359). Suscribiría bastante de buen grado esa afirmación. Queda sin embargo por determinar el sentido y la necesidad que ligan entre sí esa denuncia aparentemente unívoca, simplificadora y reductora del concepto «metafísico» de metáfora y por otra parte la potencia aparentemente metafórica de un texto cuyo autor no quiere ya que se comprenda como «metafórico», precisamente, y tampoco bajo ningún concepto propio de la metalingüística o de la retórica, aquello que en ese texto pasa por alto y pretende pasar por alto a la metáfora. La primera respuesta esquemática que voy a proponer, bajo el título de la retirada, sería la siguiente. El concepto llamado «metafísico» de la metáfora pertenecería a la metafísica en cuanto que ésta corresponde, en la epocalidad de sus épocas, a una epoché, dicho de otro modo, a una retirada que deja en suspenso el ser, a lo que se traduce frecuentemente por retirada, reserva, abrigo, ya se trate de Verborgenheit (estar-oculto), de disimulación o de velamiento (Verhüllung). El ser se retiene, se esquiva, se sustrae, se retira (sich entzieht) en ese movimiento de retirada que es indisociable, según Heidegger, del movimiento de la presencia o de la verdad. Al retirarse cuando se muestra o se determina como o bajo ese modo de ser (por ejemplo como eidos, según la separación o la oposición visible/invisible que construye el eidos platónico), sea que se determine, pues, en cuanto que ontós on bajo la forma del eidos o bajo cualquier otra forma, el ser se somete ya, dicho de otro modo, por así decirlo, sozusagen, so to speak, a un desplazamiento metafórico-metonímico. Toda la llamada historia de la metafísica occidental sería un vasto proceso estructural en el que la epoché del ser, al retenerse, al mantenerse éste retirado, tomaría o más bien presentaría una serie (entrelazada) de maneras, de giros, de modos, es decir, de figuras o de pasos trópicos, que se podría estar tentado de describir con ayuda de una conceptualidad retórica. Cada una de estas palabras -forma, manera, giro, modo, figura- estaría ya en situación trópica. En la medida de esta tentación, «la» metafísica no sería solamente el recinto en el que se habría producido y encerrado el concepto de la metáfora, por ejemplo a partir de una determinación del ser como eidos: ella misma estaría en situación del ser como eidos: ella misma esta trópica con respecto al ser o al pensamiento del ser. Esta metafísica como trópica, y singularmente como desvío metafórico, correspondería a una retirada esencial del ser: como no puede revelarse, presentarse, si no es disimulándose bajo la «especie» de una determinación epocal, bajo la especie de un como que borra su como tal (el ser como eidos, como subjetividad, como voluntad, como trabajo, etc.), el ser sólo podría nombrarse dentro de una separación metafórico-metonímica. Estaríamos tentados entonces de decir: lo metafísico, que corresponde en su discurso a la retirada del ser, tiende a concentrar, en la semejanza, todas sus separaciones metonímicas en una gran metáfora del ser o de la verdad del ser. Esa concentracción sería la lengua de la metafísica.
¿Qué pasaría entonces con la metáfora? Todo, la totalidad del ente. Pasaría lo siguiente: se la tendría que pasar por alto sin poder pasarla por alto. Y esto define la estructura de las retiradas que me interesan aquí. Por una parte, se debe poder pasarla por alto puesto que la relación de la metafísica (onto-teológica) con el pensamiento del ser, esa relación (Bezug) que señala la retirada (Entziehung) del ser, no puede ya llamarse ya –literalmente- metafórica, desde el momento en que su uso (y digo el uso, el hacerse-usual la palabra y no su sentido original, al que nadie se ha referido jamás, en todo caso yo no) se ha establecido a partir de esa pareja de oposición metafísica para describir relaciones entre entes. Como el ser no es nada, como no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more metaphorico. Y en consecuencia no tiene, dentro de ese contexto del uso metafísico dominante de la palabra «metáfora», un sentido propio o literal que pudiera ser enfocado metafóricamente por la metafísica. Y entonces, si con respecto al ser no se puede hablar metafóricamente, tampoco puede hablarse de él propiamente o literalmente. Del ser se hablará siempre quasi metafóricamente, según una metáfora de metáfora, con la sobrecarga de un trazo suplementario, de un re-trazo. Un pliegue suplementario de la metáfora articula esa retirada, al repetir desplazándola la metáfora intrametafísica, aquella misma que se habrá hecho posible por la retirada del ser. La gráfica de esta retirada tomaría entonces el aspecto siguiente, que describo muy secamente:
1. Lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. En consecuencia, la metáfora en cuanto concepto llamado metafísico corresponde a una retirada del ser. El discurso metafísico, que produce y contiene el concepto de metáfora, es él mismo quasi metafórico con respecto al ser: es, pues, una metáfora que engloba el concepto estrecho-restringido-estricto de metáfora que, por sí mismo, no tiene otro sentido que el estrictamente metafórico.
2. El discurso metafísico no puede ser desbordado, en cuanto que corresponde a una retirada del ser, a menos que lo sea conforme a una retirada de la metáfora en cuanto que concepto metafísico, conforme a una retirada de lo metafísico, una retirada de la retirada del ser. Pero como esa retirada de lo metafórico no deja el sitio libre a un discurso de lo propio o de lo literal, aquélla tendrá a la vez el sentido del re-pliegue, de lo que se retira como una ola en la playa, de un re-torno, de la repetición que sobrecarga con un trazo suplementario, con una metáfora de más, con un re-trazo de metáfora, un discurso cuyo reborde retórico no es ya determinable según una línea simple e indivisible, según un trazo lineal e indescomponible. Este trazo tiene la multiplicidad interna, la estructura plegada-replegada de un re-trazo. La retirada de la metáfora da lugar a una generalización abismal de lo metafórico -metáfora de metáfora en los dos sentidos- que ensancha los bordes o que más bien los invagina. Esta paradojicidad prolifera y sobreabunda en ella misma. De aquí saco sólo, muy rápidamente, dos conclusiones provisionales.
1. La palabra, hasta cierto punto «francesa», retrait (retirada), no es demasiado abusiva, creo que no lo es demasiado, si es que puede decirse eso de un abuso, para traducir la Entziehung, el Sich-Entziehen del ser, en cuanto que éste, al quedarse en suspenso, al disimularse, al sustraerse, al velarse, etc., se retira en su cripta. La palabra francesa conviene, en esta medida, la medida del «punto (no) demasiado abusivo» («point trop abusif») (una «buena» traducción debe ser siempre abusiva), para designar el movimiento esencial y en sí mismo doble, equívoco, que hace posible en el texto de Heidegger todo esto de lo que en este momento estoy hablando. La retirada del ser, su estar retirado, da lugar a la metafísica como onto-teología que produce el concepto de metáfora, que se produce y que se denomina de manera quasi metafórica. Para pensar el ser en su retirada, habría en consecuencia que dejar que se produjera o que se redujera una retirada de la metáfora que, sin embargo, al no dejar sitio a nada que sea opuesto, oponible a lo metafórico, extenderá sin límites y recargará con plusvalía suplementaria todo trazo metafórico. Aquí la palabra re-trazo (trazo de más para suplir la retirada sustrayente, re-trazo que dice al mismo tiempo, en un trazo, lo más y lo menos) no designa el retorno generalizador y suplementario si no es en una especie de violencia quasi catacrética, una especie de abuso que impongo a la lengua pero un abuso que espero superjustificado por necesidad de buena formalización económica. Retirada no es ni una traducción ni una no-traducción (en el sentido corriente) con respecto al texto heideggeriano; no es ni propio ni literal, ni figurado ni metafórico. «Retirada del ser» no puede tener un sentido literal o propio en la medida en que el ser no es algo, un ente determinado que se pueda designar. Por la misma razón, como la retirada del ser da lugar tanto al concepto metafísico de metáfora como a su retirada, la expresión «retirada del ser» no es stricto sensu metafórica.
2. Segunda conclusión provisional: a causa de esta invaginación quiasmática de los bordes, y si la palabra retirada no funciona aquí ni literalmente ni por metáfora, no sé lo que quiero decir antes de haber pensado, si puede decirse, la retirada del ser como retirada de la metáfora. Lejos de proceder a partir de una palabra o de un sentido conocido o determinado (la retirada) para pensar qué pasa con ella en relación al ser y a la metáfora, yo no llegaré a comprender, entender, leer, pensar, dejar que se manifieste la retirada en general si no es a partir de la retirada del ser como retirada de la metáfora en todo el potencial polisémico y diseminador de la retirada. Dicho de otro modo: si se pretendiese que retirada-de se entendiera como una metáfora, se trataría de una metáfora curiosa, trastornadora, se diría casi catastrófica, catastrópica: tendría como objetivo enunciar algo nuevo, todavía inaudito, acerca del vehículo y no acerca del aparente tema del tropo. Retirada-del-ser-o-de-la-metáfora estaría en vías de permitirnos pensar menos el ser o la metáfora que el ser o la metáfora de la retirada, en vías de permitirnos pensar la vía y el vehículo, o su abrirse-paso. Habitualmente, usualmente, una metáfora pretende procurarnos un acceso a lo desconocido y a lo indeterminado a través del desvío por algo familiar reconocible. «El atardecer», experiencia común, nos ayuda a pensar la vejez, cosa más difícil de pensar o de vivir, como atardecer de la vida, etc. Según ese esquema corriente, nosotros sabríamos con familiaridad lo que quiere decir retirada, y a partir de ahí intentaríamos pensar la retirada del ser o de la metáfora. Pero lo que sobreviene aquí es que por una vez no podemos pensar el trazo del re-trazo si no es a partir del pensamiento de esa diferencia óntico-ontológica sobre cuya retirada se habría trazado, junto con el reborde de la metafísica, la estructura corriente del uso metafórico.
Tal catástrofe invierte, pues, el trayecto metafórico en el momento en que la metaforicidad, que ha llegado a hacerse desbordante, no se deja ya contener en su concepto llamado «metafísico». ¿Llegaría a producir esta catástrofe un deterioro general, una desestructuración del discurso -por ejemplo el de Heidegger-, o bien una simple conversión del sentido, que repetiría en su profundidad la circulación del círculo hermenéutico? No sé si esto es una alternativa, pero si lo es, no podría responder a esa cuestión, y no sólo por razones de tiempo. Un texto, por ejemplo el de Heidegger, lleva consigo y cruza necesariamente en él los dos motivos.
II. Subrayaré, pues, solamente -esto será el segundo gran rasgo anunciado- lo que une (su raya de unión o guión, si quieren ustedes) los enunciados de Heidegger acerca del concepto llamado metafísico de la metáfora, y por otra parte su propio texto en cuanto que parece más «metafórico» que nunca, o quasi metafórico en el momento justamente en que niega serlo. ¿Cómo es posible esto?
Para encontrar el camino, la forma del camino entre los dos, hay que reparar en lo que acabo de llamar la catástrofe generalizadora. Tomaré dos ejemplos de ésta entre otros posibles. Se trata siempre de esos momentos típicos en los que, al recurrir a fórmulas que se tendría la tentación de entender como metáforas, Heidegger precisa que no lo son, y lanza la sospecha sobre lo que creemos pensar como cosa segura y clara bajo aquella palabra. Este gesto no lo hace sólo en los dos pasajes citados por Ricoeur o Greisch. En la Carta sobre el humanismo, en un movimiento que no puedo reconstruir aquí aparece la frase: «Das Denken baut am Haus des Seins» («El pensamiento trabaja en [la construcción de] la casa del ser»), dado que el ensamblamiento del ser (Fuge des Seins) viene a asignar, a ordenar (verfügen) al hombre que habite en la verdad del ser. Y un poco más adelante, tras una cita de Hölderlin: «La expresión sobre la casa del ser (Die cede vom Haus des Seins) no es una metáfora (Ubertragung) que transfiera la imagen de “casa” hacia el ser, sino que [se sobreentiende: a la inversa] es a partir de la esencia del ser adecuadamente pensada (sondern aus dem sachgemäss gedachten Wesen des Seins) como podremos algún día pensar qué son “la casa” y “el habitar”».
«Casa del ser» no actuaría, en este contexto, a la manera de una metáfora en el sentido corriente, usual, es decir, literal de la metáfora, si es que lo hay. Este sentido corriente y cursivo -que entiendo también en el sentido de la dirección- trasladaría un predicado familiar (y aquí nada es más familiar, familiarizado, conocido, doméstico y económico, suele creerse, que la casa) hacia un sujeto menos familiar, más alejado, unheimlich, que se trataría de apropiárselo mejor, de conocerlo, de comprenderlo, y que se designaría así mediante el desvío indirecto por lo más próximo, la casa. Pero lo que pasa aquí, con la quasi metáfora de la casa del ser, y lo que pasa por alto a la metáfora en su dirección cursiva, es que el ser dejaría o prometería dejar pensar, a partir de su retirada misma, la casa o el hábitat. Cabría la tentación de utilizar todo tipo de términos y de esquemas técnicos tomados de tal o cual metarretórica para dominar formaliter lo que se asemeja, de acuerdo con una insólita Ubertragung, a una inversión trópica en las relaciones entre el predicado y el sujeto, el significante y el significado, el vehículo y la materia, el discurso y el referente, etc. Cabría la tentación de formalizar esa inversión retórica en la que, en el tropo «casa del ser», el ser nos dice más, o nos promete más sobre la casa que la casa sobre el ser. Pero se dejaría escapar entonces lo que pretende decir el texto heideggeriano en este lugar, lo que ese texto tiene, si se quiere, de más propio. Por medio de la inversión considerada, el ser no se ha vuelto lo propio de ese ente supuestamente bien conocido y familiar, próximo, eso que se creía que era la casa en la metáfora corriente. Y si la casa se ha vuelto un poco unheimlich, eso no es por haber sido reemplazada en el papel de lo más próximo por «ser». Así, pues, el asunto no está ahora en una metáfora en el sentido usual, ni en una simple inversión que permute los lugares de una estructura trópica usual. Tanto más porque este enunciado (que no es por otra parte un enunciado judicativo, una proposición corriente, del tipo constatativo S es P) no es tampoco un enunciado entre otros que se refiera a relaciones entre predicados y sujetos ónticos. En primer lugar porque implica el valor económico de la morada y de lo propio que intervienen con frecuencia o siempre en la definición de lo metafórico. Después, aquel enunciado habla ante todo del lenguaje y, consecuentemente, en éste, de la metaforicidad. En efecto, la casa del ser, se habrá podido leer más arriba en la Carta sobre el humanismo, es die Sprache (lengua o lenguaje):
Lo único (Das Einzige) que el pensamiento que pretende expresarse por primera vez en Sein und Zeit quisiera alcanzar, es algo simple (etwas Einfaches). En cuanto tal [simple, único], el ser permanece misterioso (geheimnisvoll), la proximidad simple de una potencia que no fuerza. Esta proximidad west [es, se esencializa] como die Sprache selbst...
Es otra manera de decir que no se podrá pensar la proximidad de lo próximo (la cual, por su parte, no es próxima o propia: la proximidad no es próxima, la propiedad no es propia) si no es a partir y dentro de la lengua. Y más abajo:
Por eso hay que pensar das Wesen der Sprache a partir de la correspondencia con el ser y justamente como tal correspondencia, es decir, como Behausung des Menschenwesens (casa que alberga la esencia del hombre). Pero el hombre no es simplemente un ser vivo que, entre otras facultades, tenga también die Sprache. Die Sprache es más bien la casa del ser, habitando en la cual el hombre eksiste, en cuanto que pertenece, guardándola, a la verdad del ser.
Este movimiento no es ya simplemente metafórico. 1. Se refiere al lenguaje y a la lengua como elemento de lo metafórico. 2. Se refiere al ser que no es nada y que hay que pensar según la diferencia ontológica, la cual, junto con la retirada del ser, hace posibles tanto la metaforicidad como su retirada. 3. No hay por consiguiente ningún término que sea propio, usual y literal en la separación sin separación de estas frases. A pesar de su traza o su aspecto éstas no son ni metafóricas ni literales. Al enunciar no literalmente la condición de la metaforicidad, libera tanto la extensión ilimitada como la retirada de aquélla. Retirada por medio de la cual aquello que se aleja (entfernt) en lo no-próximo de la proximidad se retira y se resguarda ahí. Como se dice al comienzo de das Wesen der Sprache, no más metalenguaje, no más metalingüística, así, pues, no más metarretórica, no más metafísica. Siempre una metáfora más en el momento en que la metáfora se retira ensanchando sus límites.
La huella de esta torsión, de esta alteración de la marcha y del paso, de este desvío del camino heideggeriano, cabe reencontrarla siempre que Heidegger escribe, y escribe del camino. Se le puede seguir la pista y descifrarla según la misma regla, que no es simplemente la de una retórica o una trópica. Me limitaré a situar otra instancia de esto, porque goza de algunos privilegios. ¿Cuáles? 1. En Das Wesen der Sprache (1957-1958) precede al pasaje citado más arriba acerca de «Worte wie Blumen». 2. No concierne simplemente a la presunta metaforicidad de ciertos enunciados acerca del lenguaje en general y, dentro de éste, acerca de la metáfora: apunta ante todo a un discurso presuntamente metafórico que se refiere a la relación entre pensamiento y poesía (Denken und Dichten). 3. Determina esa relación como vecindad (Nachbarschaft) según ese tipo de proximidad (Nähe) que se llama vecindad, en el espacio de la morada y la economía de la casa. Ahora bien, también ahí, llamar metáfora, como si se supiese qué es ésta, a tal significación de vecindad entre poesía y pensamiento, proceder como si se estuviera en primer término seguro de la proximidad de la proximidad y de la vecindad de la vecindad, eso es cerrarse a la necesidad del otro movimiento. A la inversa, es renunciando a la seguridad de lo que se cree reconocer bajo el nombre de metáfora y de vecindad como cabrá aproximarse quizás a la proximidad de la vecindad. No es que la vecindad nos sea extraña antes de ese acceso a la que se da entre Denken y Dichten. Nada nos resulta más familiar que ella y Heidegger lo señala en seguida. Moramos y nos movemos en ella. Pero, y aquí está lo más enigmático de este círculo, hay que volver allí donde estamos sin estar propiamente (véase pág. 184 y passim). Heidegger acaba de llamar «vecindad» a la relación marcada por el «y» entre Dichten y Denken. ¿Con qué derecho, se pregunta entonces, hablar aquí de «vecindad»? El vecino (Nachbar) es aquel que habita en la proximidad (in der Nähe) de otro y con otro (Heidegger no explota la cadena vicus veicus, que remite quizás a oikos y al sánscrito veca [casa], lo señalo con reservas y provisionalmente). La vecindad es así una relación (Beziehung), estemos atentos a esta palabra, que resulta de que uno atrae (zieht) al otro a su proximidad para que se establezca en ésta. Alguien podría creer entonces que, tratándose de Dichten und Denken, esa relación, ese trazo que atrae al uno a la vecindad del otro, se denomina así según una «bildliche Redeweise» (forma figurada de hablar). Eso sería efectivamente tranquilizador. A menos, nota entonces Heidegger, que mediante eso hayamos dicho ya algo de la cosa misma, a saber, de lo esencial que queda por pensar, a saber, la vecindad, mientras que permanece todavía «indeterminado para nosotros qué es Rede, y qué es Bild y hasta qué punto die Sprache in Bildern spricht; e incluso nsi éste en general habla de esa manera».
III. Precipitando mi conclusión en este tercer y último rasgo, quisiera ahora llegar no a la última palabra, sino a esa misma palabra plural rasgo (trait). Y no llegar sino volver a ella. No a la retirada de la metáfora sino a lo que podría en principio parecer la metáfora de la retirada. ¿No habría en última instancia, detrás de todo este discurso, sosteniéndolo más o menos discretamente, retiradamente, una metáfora de la retirada que autorizaría a hablar de la diferencia ontológica y, a partir de ésta, de la retirada de la metáfora? A esta cuestión aparentemente un poco formal y artificial se podrá responder, también muy rápidamente, que cuando menos eso confirmaría la de-limitación de lo metafórico (no hay meta-metafórico porque no hay más que metáforas de metáforas, etc.) y confirmaría además lo que dice Heidegger del proyecto metalingüístico como metafísica, y de sus límites, o de su imposibilidad. No me voy a contentar con esta forma de respuesta, aun cuando, en principio, sea suficiente.
Hay -y de forma decisiva en la instancia del «hay», del es gibt que así se traduce- hay el trazo, un trazarse o un trazado del trazo que opera discretamente, subrayado por Heidegger pero cada vez en un lugar decisivo, y lo bastante incisivo para dejarnos pensar que nombra justamente la firma más grave, grabada, grabadora, de la decisión. Dos familias por así decirlo, de palabras, nombres, verbos y sincategoremas, vienen a aliarse, a comprometerse, a cruzarse en este contrato del trazo en la lengua alemana. Está por una parte la «familia» de Ziehen (Zug, Bezug, Gezüge, durchziehen, entziehen), por otra parte la «familia» de Reissen (Riss, Aufriss, Umriss, Grundriss, etc.). Que yo sepa esto no se ha advertido nunca, o al menos no se ha tematizado a la medida del papel que juega ese cruce.

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