FRANCIS SCOTT FITZGERALD
“Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.
Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.
-¿Qué les parece? –preguntó con verdadero ímpetu.
-¿Qué?
Señaló hacia los libros con la mano.
-Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.
-¿los libros?
Asintió.
-Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.
Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las Conferencias de Stoddard.
-¡Miren! –exclamó triunfalmente-. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! Y también supo dónde pararse: las páginas están sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?
Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.
-¿Quién les ha traído? –preguntó-. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.
Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.
-A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt –continuó-. La señora Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.
-¿Ha funcionado?
-Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…
-Nos lo ha dicho.
Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.”
“A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros, como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos, donde las cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus misteriosas operaciones.
Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.
Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.”
Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.
Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.”